EN QUIEN CONFIAS?


En noviembre de 1947, Harry S. Truman, el trigésimo tercer presidente de los Estados Unidos, instó a las Naciones Unidas a dictar una resolución que dividiera Palestina entre los estados judío y árabe.

Posteriormente, Truman expresó su confianza en el renacido estado de Israel, diciendo: «Creo que tiene un glorioso futuro como otra nación soberana, pero también como una encarnación de los grandes ideales de nuestra civilización».

Resulta interesante que uno de los líderes espirituales de esa nación manifestara desde entonces menos confianza en su propio pueblo. El difunto rabino Meir Kahane (1932-1990) indicó que temía que sus compatriotas tendieran a apoyarse más en sus aliados que en Dios, que es su verdadera fuente de grandeza.

El rabino Kahane, que también fundó la Liga de Defensa Judía en los Estados Unidos, escribió: «Mientras los judíos tengan al menos un aliado, estarán convencidos […] de que su salvación vendrá de esa alianza. Únicamente cuando estén solos, aun en contra de sus esfuerzos e intentos desesperados, tendrán que recurrir, sin otra alternativa, a Dios».

Si los comentarios del rabino permiten una comprensión profunda, lo que expresó sobre Israel también debería decirnos algo sobre nosotros. ¿Quién de nosotros no tiende a poner su esperanza y confianza en prácticamente cualquier cosa que no sea el Dios que nos hizo para sí mismo?

Vernos reflejados en la historia de Israel es una experiencia que nos obliga a pensar, pero que también puede inspirarnos. Si estudiamos bastante los hechos del pueblo elegido, veremos que Dios eligió a esa nación para beneficio de todos.

Por ejemplo, es valioso que todos sepamos que Dios no eligió a Israel porque era importante (Deuteronomio 7:6-8). Escogió un pueblo pequeño y débil, que no era mejor que ningún otro, para demostrar lo que podía hacer por aquellos que confían en Él.

Por el contrario, vemos que el Señor eligió a una nación para mostrarnos que nadie encarna los grandes ideales de nuestro Creador mientras dependa de cualquier persona o cosa que no sea Él, que nos creó para sí.

No hay otro evento en el que ambos aspectos adquieran más importancia que en las circunstancias que rodean el nacimiento y la muerte del Mesías esperado de Israel.

Según el autor de Mateo, en los días del rey Herodes llegaron a Jerusalén sabios de oriente que preguntaron: «¿Dónde está el rey de los judíos, que ha nacido? Porque su estrella hemos visto en el oriente, y venimos a adorarle» (Mateo 2:2).

Mateo sigue diciendo que Herodes no fue el único que se alarmó ante aquellas noticias. Escribió: «Oyendo esto, el rey Herodes se turbó, y toda Jerusalén con él» (2:3).

Al compartir los sentimientos del rey, el pueblo de Jerusalén demostró que no estaba preparado para la aparición del Mesías.

Treinta años después, un profeta llamado Juan el Bautista confirmó que Israel no estaba listo para su Salvador. Instó a sus compatriotas a reconocer los pecados que les impedían abrazar los grandes ideales del reino de Dios.

Sin embargo, esa vez fueron los líderes de la nación los que se sintieron amenazados, no solo por Juan, sino también por Aquel a quien él llamó «el Cordero de Dios» (Juan 1:36).

Después de tres años de oír sobre el Rabino de Israel que hacía milagros, e incluso de verlo, los envidiosos líderes le pidieron ayuda a Roma para deshacerse de Jesús.

En ese momento, la estrategia divina de uno para todos se cumplió de manera inesperada. En el momento más deplorable de la historia judía, Dios usó los insultos, los latigazos y los clavos de Sus enemigos para encarnar el mayor episodio de justicia, misericordia y amor divino que el mundo ha conocido.

En el supremo rescate de uno para todos, el Hijo de Dios, hecho carne en un judío perfecto, voluntariamente pagó el precio por los pecados de todo el mundo. Después de tres días en una tumba prestada, se levantó de los muertos para ofrecer perdón e inmortalidad a todo el que confiara en Él.

Tal ironía solo podía provenir de Dios. ¿Quién más podría usar nuestros peores pecados como una oportunidad para atraernos a sí mismo? ¿Quién, sino Dios, podría usar la muerte de Uno para ofrecer vida a todos? ¿Quién, sino nuestro Creador, podría emplear para beneficio de la humanidad entera a una nación que refleja nuestras peores inclinaciones? ¿Quién, sino nuestro Dios, podría darnos un Hijo y Salvador que realmente personifica la justicia, la misericordia y la inmortalidad para la que fuimos creados?

Padre celestial, gracias por usar un «pueblo elegido» para contarnos nuestra propia historia. Sobre todo, gracias por usar esa nación para que nos naciera un Rey que estuvo dispuesto a morir sufriendo de manera indecible, para compartir los grandes ideales de Su reino con nosotros.

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