PRINCIPIOS NEGOCIABLES


Hoy día en el mundo se suele decir que todo tiene su precio, todo se vende y se compra. La conciencia de la gente también tiene su precio. Por ejemplo, si empresario necesita que una persona en un alto cargo tome determinada decisión que le favorezca o le facilite hacer algún negocio, indaga cuánto es lo que exige como compensación para decidir a su favor. Si el funcionario no acepta plegarse a sus deseos, el empresario piensa: «Caramba, este tipo se cotiza muy alto ¿Cuánto será lo que quiere?» Así que intenta negociar de nuevo el monto.

En su caso, ¿ha pensado cuál es su precio? ¿Hasta que suma de dinero usted es incorruptible, insobornable? ¿Diez mil dólares? No, quizá eso es muy poco. ¿Pero si le agregan un cero a la derecha y le susurran al oído cien mil? ¿Está dispuesto a ceder? ¿Se pone usted firme y dice: Yo no puedo aceptar este tipo de ofertas? ¿O trata de justificar su deshonestidad diciéndose a usted mismo que hay ofertas que no se pueden rechazar?

Si le proponen un negocio incorrecto ¿hasta qué ganancia está dispuesto a renunciar para mantener su integridad? Seguir a Cristo también tiene su precio, pero es un precio de naturaleza diferente, que no siempre se mide en dinero. La gente está acostumbrada a deslizar un sobre o un billete a la persona que tiene que tramitar un expediente, para que no ponga trabas y lo haga rápido, aunque es su obligación hacerlo por el sueldo que recibe. Esto es tan común que ya ni nos sorprendemos ni nos sonrojamos si nos acomodamos a la costumbre.

Hay quienes no se venden por dinero (¡son incorruptibles!) pero sí lo hacen por una «pequeña» ventaja temporal, como podría ser un viaje, o un puesto, o un honor, o una posición de cierta importancia, y , a pesar de eso, se consideran honestos. Nunca se rebajaron a recibir un soborno pero sí un beneficio de otro orden.

El personaje de Daniel es sumamente interesante y las peripecias de su vida son extraordinarias lecciones. Él fue un hombre público que desempeñó altos cargos desde joven y sirvió a sucesivos gobiernos durante su larga carrera.

Era un muchacho israelita que había sido llevado a Babilonia cuando Nabucodonosor conquistó Jerusalén hacia fines del siglo VI antes de Cristo. El propósito del tirano era doble: de un lado privar a la nación conquistada de lo mejor de su gente; y, de otro, aprovechar para su propia nación a lo más capaz del país vencido.

El joven Daniel fue llevado a Babilonia junto con otros jóvenes que, como él, formaban parte de la aristocracia judía y habían recibido desde niños una educación esmerada. Ahora debían aprender el idioma de los caldeos y familiarizarse con las costumbres babilónicas. Si él y sus amigos demostraban ser excelentes alumnos les esperaría una brillante carrera en su nueva patria.

El rey encargó a un hombre de su confianza el cuidado, la manutención y la educación de los jóvenes israelitas. Pero Daniel como buen israelita, debía obedecer a las prescripciones de la ley de Moisés acerca de los alimentos, y había ciertos manjares y ciertas bebidas que le estaban prohibidas.

Dice la Escritura: «Daniel se propuso no contaminarse con la porción de la comida del rey, ni con el vino que él bebía; pidió por tanto a su tutor que no se le obligase a contaminarse» (Dn 1.8). Y el funcionario, aunque con algunas dudas, accedió a su petición. Daniel y sus compañeros rehusaron gustar de la comida del rey a pesar de que eso significaba correr el riesgo de enojar a su tutor y, peor aún, de suscitar la cólera del soberano. En esa época los reyes no se andaban con contemplaciones. Si alguien se oponía a sus deseos, simplemente lo mandaban matar.

Pero Daniel no condescendió con el mundo que le ofrecía satisfacciones y halagos: una mesa bien servida, vino abundante, diversiones y encima, una brillante carrera y formar parte del grupo privilegiado.

¿Cuántas veces nos hemos encontrado en situaciones parecidas? Se nos ofrecen ciertas ventajas, con tal de que cedamos en nuestros principios. ¿Mantenemos entonces nuestra integridad o nos acomodamos? ¿Estamos dispuestos, por razones de conciencia, a renunciar a las ventajas que nos ofrecen, o peor, a ser marginados por no colaborar?

- Si usted es un profesional ¿se negaría a hacer lo que su conciencia le prohíbe, pese a las amenazas de represalias?
- Si es juez ¿cambiaría la sentencia a favor del culpable porque alguien bien situado se lo ordena? ¿Está dispuesto a arriesgar que lo cambien de puesto o que lo acusen falsamente de no ceder a las presiones?
- Si es investigador o fiscal ¿cambiaría el atestado policial por una buena oferta de dinero o por la promesa de un ascenso? ¿Acusaría al inocente por unos cuantos billetes?
- Si es médico ¿esterilizaría a esa pobre campesina ignorante, sin explicarle claramente lo que esa operación significa, o sin que su esposo esté de acuerdo? Hay pocos médicos que se negaban hace pocos años a hacerlo por temor de perder su puesto y su sueldo. ¿Realizaría un aborto por un buen fajo de billetes?
- Si está a cargo de las compras en una repartición pública ¿haría pedidos innecesarios en complicidad con otros colegas para recibir la comisión que le ofrece el vendedor?¿O se niega, como debiera, a recibir un centavo?

Casos como estos ocurren diariamente en la administración pública, en los negocios y en todas las profesiones. Y ahí es cuando se descubre el temple de nuestro carácter y de nuestras convicciones. Queremos formar parte del grupo que está al tanto de las mejores oportunidades para hacer dinero, de los que se benefician con los repartos o de los ascensos.
Dios premió la fidelidad de Daniel y de sus compañeros haciendo que ellos encontraran gracia ante el funcionario que se encargaba de ellos.Hoy más que nunca reinan los que venden su conciencia. ¿Cuál es su precio? ¿Ya lo ha fijado?

Seguir a Cristo también tiene su precio, pero es un precio de naturaleza diferente, que no siempre se mide en dinero. Puede que nos pidan que mintamos ante la opinión pública, o que tomemos parte en manejos que nuestra conciencia reprueba; o, simplemente, se nos pide que neguemos nuestra fe cristiana.

El apóstol Pedro se encontró una vez en una situación de peligro parecida y, para escapar de ella, negó que era amigo de Jesús. Si él decía que sí, quizá lo hubieran involucrado en el juicio como cómplice y hubiera acabado en la cruz junto a su maestro. Él lo amaba pero no como para arriesgar la vida o como para ser torturado.

Poco antes Pedro le había jurado a Jesús que estaba dispuesto a morir por él pero llegado el momento de la prueba, el miedo pudo más. Cuando cantó el gallo y se acordó del anuncio que le había hecho Jesús ya era tarde, ya lo había traicionado.

¿A qué le teme más? ¿A desafiar la ira del rey, de los poderosos, o a desafiar la ira de Dios? Los poderosos de este mundo muchas veces son emisarios del diablo. Vienen de su parte para tentarlo y probar el temple de su conciencia.

¿A quién le teme más? ¿A Dios, o a la gente del mundo, o a la sociedad, o a los poderosos? ¿Ante quién tiembla?

Jesús dijo: «No temáis a los que matan el cuerpo mas no pueden matar el alma; temed más bien a Aquel que puede destruir alma y cuerpo en el infierno» (Mt 10.28). Hay quienes creen que Jesús se está refiriendo en este pasaje al diablo pero se está refiriendo a Dios. Sólo a Dios debemos temer. El diablo puede torturarnos en el infierno pero no puede mandarnos ahí ni destruirnos. Sólo Dios puede hacerlo.

También dijo Jesús: «¿Qué provecho sacará el hombre con ganar el mundo entero si pierde su alma?» (Mt 16.26). Si pierde su alma, lo perdió todo porque los bienes son muchos pero el alma es una sola. Además el bien que pudo ganar a cambio de su alma dura muy poco. En cambio su alma es eterna.
No hay mucha gente incorruptible en el mundo, y esos pocos terminan siendo admirados y premiados hasta por aquellos que los criticaban.Antes había dicho: «Todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por mi causa, la encontrará» (Mt 16.25). Esa es la gran promesa de Jesús. Lo que usted esté dispuesto a renunciar por mantenerse fiel a Jesús, inclusive la vida, lo recuperará mil veces aumentado, multiplicado, en este mundo o en el otro.

Dios premió la fidelidad de Daniel y de sus compañeros haciendo que ellos encontraran gracia ante el funcionario que se encargaba de ellos. Dios hizo que ellos no se vieran demacrados, como temía el tutor por el hecho de comer sólo legumbres y otros alimentos permitidos a los israelitas (Dn 1.12-15). Por último, los premió dándoles más sabiduría que a los otros jóvenes de su edad (Dn 1.19-20), de tal manera que se destacaron en el grupo. El texto sagrado dice que el rey se mostró satisfecho con ellos y los convirtió en sus consejeros.

Ser fiel a Dios conlleva un precio, pero trae consigo también una recompensa. Puede haber sacrificios que afrontar, es decir, renunciar a los premios que da el mundo a los que se doblegan. puede también haber peligros que sortear, incluso arriesgar la vida. Pero, al final, Dios nos premia y su recompensa tiene mucho mayor valor que las satisfacciones transitorias que ofrece el mundo.

En última instancia, aunque al principio lo critiquen o se burlen, al final lo admirarán por la solidez de sus principios y carácter, lo elogiarán públicamente. No hay mucha gente incorruptible en el mundo, y esos pocos terminan siendo admirados y premiados hasta por aquellos que los criticaban.

Pero el mayor premio que puede obtener es la paz de una conciencia tranquila, de un sueño imperturbado. Si hubiera consentido en lo que le proponían, si hubiera aceptado el soborno ¿cómo se hubiera sentido? ¿Estaría contento de usted mismo? Y si el asunto llegara a ser público, ¿con qué cara miraría a sus hijos que veían en usted a su modelo?