LAS OVEJAS Y LAS CABRAS

Yo tengo dudas de si escribir esto, por la violencia que genera hablar de estos temas: porque es incómodo, e injusto, ser objeto de esa violencia. Sin embargo, actuar a partir del miedo que pueda generar algo no es una buena decisión nunca; y, además, más allá de mis reticencias lógicas, es necesario hablarlo, explicarlo y ponerlo en perspectiva, por si hay alguien que escucha o, en el mejor de los casos, por si hay alguien que necesita compartir el consuelo que yo he recibido al orar sobre este tema.  

La parte buena es que todas las posibles amenazas e insultos que vaya a recibir por escribir este artículo serán eso: cosas externas y ajenas a mí. Por si acaso, por si hay alguno ya con la mano en el teclado a punto de comenzar a golpear, insisto en que ningún insulto, amenaza o calumnia contra mí tiene la capacidad de anular mi identidad en Cristo: lo único que conseguirán es retroalimentar la propia condenación del que ataca. 

Del mismo modo que todos los insultos, golpes y mentiras que se vertieron contra Jesús, que le acabaron llevando a la muerte, fueron incapaces de acabar con su condición de hijo de Dios y salvador de la humanidad. La parte de aquello que yo comparto es apenas testimonial, y soy consciente. Esto no es más que una anécdota comparado con la cruz. Es error constante de Satanás suponer que nos vamos a quebrar bajo el peso del odio. No lo consiguió con Jesús. 

No lo consigue con sus seguidores, a lo largo de las eras. No hay más que añadir. Dicho esto, sí, estoy dejando caer que quienes viene a artículos como el mío a insultar, denigrar y maldecir están siendo utilizados por Satanás: lo creo firmemente. Pero, más allá de esa vergüenza, no son pobres víctimas inocentes; Satanás les utiliza precisamente porque han aceptado y validado el pecado. Ellos mismos han decidido abrir esa puerta.  Para explicarlo de otro modo, es el dilema de las ovejas y las cabras: ninguna cabra piensa que es una cabra antes de llegar al trono; todas se consideran a sí mismas ovejas. 

En Mateo 25 Jesús habla de que al final de los tiempos se nos pedirá cuentas a todos: llegaremos ante él y seremos juzgados por cómo hemos actuado sobre la base de la fe que hemos asegurado tener. Sin embargo, en esa mera llegada ante el trono glorioso ovejas y cabras están todas juntas, y son indistinguibles hasta que Jesús comienza a separarlas. Y, de repente, esa breve imagen me ha llenado de consuelo. Empiezo a entender muchas cosas que suceden en la iglesia cristiana con la que me ha tocado convivir en esta tierra. 

Muchos cristianos estamos perplejos ante el curso de los acontecimientos y, sobre todo, ante el apoyo incondicional que ciertos líderes mundiales inmorales, antiéticos y peligrosos ideológicamente obtienen de parte del movimiento evangélico. Ya no es algo anecdótico, sino una constante que en los últimos años se viene repitiendo en diferentes partes del mundo. Nos sentimos perplejos ante el hecho de que, nominalmente, a pesar de tener un concepto tan diferente de lo que es y de lo que debe ser el evangelio de Cristo, todos nosotros estemos bajo el mismo paraguas de cristianos. 

Pero, al final, es lo que nos explica Jesús: la cuestión es que, en esta tierra, las ovejas y las cabras conviven juntas. Muchos hemos empezado a distinguir a las cabras que habitan en la iglesia de Cristo, pero esas cabras se siguen considerando a sí mismas no solo ovejas, sino las más virtuosas y sanas (doctrinalmente) de todas las ovejas que hayan existido jamás. ¿Quién tiene la última palabra? ¿Quién decide la verdadera naturaleza de cada uno? Nosotros no, Cristo. Son sus palabras las que nos enjuician, nos señalan y nos identifican. Y él es muy claro: las cabras son lo que son, por mucho disfraz de oveja que se pongan, por mucha neolengua que utilicen; por mucha posverdad a la que recurran, por mucha propaganda que insistan en repetir; por mucho dinero que inviertan en expandir sus ideologías. Y en los últimos tiempos, con todo lo que ha estado ocurriendo, los criterios de separación de ovejas y cabras de los que habla Jesús en Mateo 25 se dejan ver claros como el cielo en un día de verano. 

Jesús no está hablando de alta doctrina, ni de una moral elevada, ni de una teología sofisticada: está hablando de nuestros actos, de lo que hemos decidido hacer; de cómo nuestras creencias han dado paso a una acción real, tangible, medible. Habla de alimentar a los hambrientos, de dar de beber a los sedientos, de acoger a los extranjeros, de vestir, de atender a los enfermos, de visitar a los presos. Y es precisamente, precisamente, en esa dimensión en la que todas las cabras actuales no solo están fallando, sino que pretenden convertir en doctrina bíblica sus fallos. Siguen, como si fueran salvadores (así hablan de ellos) a líderes que explícitamente están criminalizando al hambriento, al pobre y al extranjero. 

Están en rebelde oposición al evangelio de Cristo, pero pretenden seguir haciéndonos creer que ellos tienen razón y nosotros no. Y no solo es cuestión de quién tiene la razón: insisten en que somos nosotros los que acabaremos en el infierno, condenados, por no seguir su ejemplo. A una gran mayoría, esta actitud intolerante y belicosa nos genera un malestar interno insoportable, y la sensación de que algo no está en orden. Hablamos de ello, pero precisamente la actitud belicosa, revanchista y violenta de estas personas nos supone un tope que no nos atrevemos a traspasar. 

Bueno, pues para todos los que se sienten incómodos haciéndose llamar “iglesia” con esta gente, les digo que Jesús les da la razón: no, no son las mismas ovejas. No son la misma iglesia. Aunque ahora sea frustrante y doloroso, podemos estar seguros de que a Jesús no se le puede engañar con propaganda. Jesús habla de que a los verdaderos cristianos no se les reconoce por su alta moral, sino por su amor; sí, su amor incluso al transexual, al homosexual, al inmigrante ilegal, a la mujer que abortó, al drogadicto de la esquina, al adolescente que se dedica a pequeños hurtos para tener dinero para las casas de apuestas de su barrio; a las mujeres abusadas, traficadas y maltratadas. Y ahora les hablo a ustedes, las cabras que estarán a punto de saltar en llamas: si leer esto los ofende, si su reacción interna es una mezcla desordenada de emociones violentas, vuestro Dios no es el mismo que el Padre de Jesús, y tarde o temprano se tendrán que plantear la cuestión de a quién pertenecen realmente. 

Jesús dice que son los actos (los realizados incluso en silencio y sin testigos) los que dan testimonio de nuestra salvación: no las afirmaciones públicas y grandilocuentes de nuestra supuesta moral superior. Además, estamos cansados de ver la fina línea en que esa defensa de una supuesta moral cristiana superior se transforma en odio puro al antojo de cualquier corriente de aire. La verdad detrás de este odio es cruda, y en ella caemos todos si no mantenemos los ojos, constante e insistentemente, en “las cosas de arriba”. 

No hay salvación para la humanidad en la política, pero actuamos creyéndonos que la solución es esa porque vivimos en una sociedad que lo cree, y no hemos sido transformados (y no nos hemos dejado transformar, porque ese cambio es doloroso, y como buenos hijos de nuestro tiempo nosotros, sí, nosotros, los adalides de la alta moral cristiana, también huimos del sufrimiento como de la peste). 

No hay salvación en los movimientos de izquierda que pretenden “salvarnos de nosotros mismos” a través de una falsa corrección política que esconde, en realidad, una censura y una moral retorcida y vacua. No hay salvación en los movimientos de derecha que buscan, desde el odio, la confrontación y el miedo, defender los derechos de los ricos y poderosos a cualquier coste. A los de la izquierda Jesús les ofende: ellos lo que creen es que la espiritualidad es algo pasado de moda, sin cabida en la sociedad perfecta que buscan crear. Y es falso. A los de la derecha Jesús les ofende: porque les impele a actuar en favor de unos pobres y desfavorecidos con los que no quieren tener nada que ver. 

Pero, al final, el problema no está en Jesús. El problema detrás de todo esto es que la izquierda ataca a todo lo que suene a cristiano, y desde la ultraderecha evangélica no se pretende defender el evangelio, sino luchar contra la izquierda atea. No saben distinguir la defensa del evangelio de Cristo de su rechazo a la ideología contraria: y te lo mezclan una y otra vez, y quien tenga ojos para ver, que lea los comentarios que van dejando a su paso. No hablan de fe, ni de vida; están hablando de su posición política. No hay nada divino en esta lucha, todo es humano. Lo disfrazan de valores, de moral, de rectitud, de que hay que luchar contra el pecado… pero eso no es más que un calmante para conciencias. 

La verdad es que no están defendiendo a Cristo, sino a sí mismos. Se están creando un nido donde sus inseguridades, sus miedos, sus prejuicios (que surgen de no querer someterse al auténtico escándalo del evangelio), no se vean desafiados. La alta moral que defienden la prostituyen apoyando a líderes cuya única herramienta frente al fuego es echarle más gasolina, carentes de cualquier clase de sabiduría, mesura o rectitud.  Si hay un sector de la iglesia evangélica ciego a la inmoralidad de la política, que insiste en que no hay mal en estas posturas políticas extremas, es porque no son ovejas, sino cabras. 

No han entendido el evangelio, pero conviven con los que sí. Y ese es un problema de las ovejas. Debemos empezar a considerar que tenemos cabras entre nosotros, y son más de las que parece. Alguna, quizá, esté a tiempo de enmendarse, pero es más obra del Espíritu Santo que nuestra. Lo mejor que podemos hacer nosotros es apegarnos todo lo posible a la verdad bíblica, crecer todo lo posible en Cristo, participar y buscar una vida comunitaria sana y empezar a discernir. Aunque duela. Tenemos que empezar a admitir que quienes favorecen el odio y desprecian las palabras de Jesús en Mateo 25 no son nuestros hermanos. No hay más, es así. Quizá debamos perder parte de nuestra identidad evangélica para poder crecer en nuestra identidad en Cristo. 

Tenemos que empezar a admitir que la iglesia evangélica no es santa, ni absoluta, ni tiene toda la razón. Es imperfecta y está cayendo a pasos agigantados en el error de convertirse en una bonita religión más. Tiene sus sacerdotes, aunque se les llama líderes o pastores, porque, en la práctica, aunque no queramos admitirlo, creemos que interceden ante nosotros (porque hay muchos que insisten en la seguridad y la identidad que les da seguir a tal o cual predicador, o ser de tal o cual iglesia, o doctrina). 

Tenemos nuestro sistema de normas para aparecer justificados ante Dios: toda esa maraña de “qué (no) tengo que hacer”, “qué (no) debo escuchar”, “qué ropa (no) debo usar”, “qué libros (no) puedo leer” no es más que religiosidad humana, un modo más de intentar ganarse el favor de la divinidad a través de las obras (con todos los saltos mortales y argumentales que hay debajo para seguir asegurando que la salvación es por fe, claro). Todos esos vicios de los que nos quejamos no son más que un proceso humanístico de convertir una clase de experiencia espiritual en una religión controlada por el ser humano. No es evangelio. No vale para nada.  Por supuesto, sé que decir esto así deja un montón de preguntas en el aire.  

A nivel de política mundial, tenemos un reto por delante que nos deja casi sin aire: que el Señor nos dé sabiduría para estar a la altura, y para que no se nos olvide apartarnos de la mentira de que existe alguna salvación posible para la humanidad en una posición política o ideológica concreta. Debemos involucrarnos en la política, en la medida de cada uno (local, vecinal, municipal, nacional), con la sana posición de que todo esto sirve para el aquí y ahora, para beneficio y servicio de nuestros prójimos, pero no nos consigue cosa alguna para la eternidad. 

A nivel de iglesia mundial, debemos empezar a usar el discernimiento espiritual con responsabilidad y valentía. Queda tiempo para el juicio en que nos presentaremos ante el trono glorioso de Cristo: no sé si mucho o poco tiempo, pero al menos el suficiente como para empezar a actuar a la altura de nuestro llamado y nuestra conversión. 

Quizá no tengamos mucho tiempo, ni capacidad, pero sí tenemos a un montón de hambrientos, sedientos, extranjeros, pobres, enfermos y presos a los que atender en nombre de Cristo. Mateo 25 es claro, y no queda otra opción que creerlo o no creerlo: se nos pedirá cuentas de eso, acordémonos, no de la clase de moral en abstracto que afirmamos tener.