EL TRIUNFO DE LA CRUZ



El odio de los fariseos llevó a Cristo a la cruz, siendo su ejecución el crimen judicial más infame de la historia del mundo. Se ha calificado el hecho como «el asesinato más cobarde de un embajador que jamás se haya visto, y el ultraje más vil que rebeldes jamás hayan perpretado contra el benefactor de su patria». Pero detrás del crimen máximo de todos los tiempos se halla la obra de Dios, quien cumple por medios tan extraños el plan eterno.La victoria aparente de Satanás se convirtió en una derrota tremenda, a la vez que la aparente derrota de Cristo llegó a ser su victoria suprema, manifestación de su poder infinito Dios ha convertido este acto de alevosa y diábolica rebelión contra su persona en el medio para la expiación de los pecados y la salvación de los mismos rebeldes. Al golpe insultante que asestaron a su rostro santo, respondió con el beso de amor y de reconciliación. Nosotros llegamos al límite de toda maldad por nuestra rebelión contra Él, mas Él escogió aquella misma hora para la manifestación más sublime de toda gracia y bondad para con nosotros. Así es que el hecho vergonzoso de la cruz, en cumplimiento del plan de redención, llegó a ser el eje de la historia humana, y no sólo eso, sino de toda la suprahistoria universal.

El momento en el calendario humano sería, con toda probabilidad, según los más recientes cálculos de los eruditos, el día 7 de abril del año 30 d.C., pero como «hecho eterno» la cruz es el fundamento de todo el victorioso proceso de la redención.

EL SIGNFICADO DE LA CRUZ PARA DIOS

La cruz es el hecho más trascendental de la historia de la salvación: mayor aun que el de la resurrección, bien que los dos son inseparables. Se puede decir que la cruz es la victoria, mientras que la resurrección es el triunfo, siendo más importante aquella que éste, bien que el triunfo es la consumación natural e inevitable de la victoria. En la resurrección, pues, se manifestó públicamente la victoria del Crucificado, aunque la victoria en sí había sido ganada cuando el vencedor exclamó: «¡Consumado es!» (Jn. 19:30).

La cruz es la evidencia suprema del Amor de Dios

En la cruz el Señor de toda vida entregó a la muerte a su amado, a su unigénito Hijo, al Mediador y Heredero de la creación (Col. 1:16; He. 1:2, 3). El Cristo que murió en la cruz era el Señor de todo, en honor de quien los astros siguen su curso por el espacio, y al otro extremo de la creación, en cuya honra los insectos revolotean en un rayo de sol (He. 2:10). Verdaderamente, en este gran acontecimiento, «Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros» (Ro. 5:8).

La cruz es la mayor prueba de la justicia de Dios

En la cruz el Juez de toda la tierra, «como manifestación de su justicia», no perdonó aun a su propio Hijo (Ro. 3:25; 8:32). En el transcurso de los siglos, pese a mucho juicios individuales y parciales, Dios no había castigado jamás el pecado con juicio final (Hch. 17:30). Tanto es así que, a causa de su paciencia, su santidad aparentemente estaba en tela de juicio por «haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados» (Ro. 3:25). En vista de ello, solamente la muerte expiatoria del Redentor, como acto justificativo de Dios frente a la pasada historia de la humanidad, pudo mostrar la justicia irrefutable del Juez supremo de los hombres. Comprendemos, desde luego, que la paciencia de los tiempos anteriores se fundaba exclusivamente en el hecho futuro de la cruz, de la manera en que todo pecado presente y futuro puede ser expiado por la «justificación» del pecador tan sólo por la mirada retrospectiva de la justicia divina hacia la cruz. Por ende, la paciencia pasada, el juicio presente y la gracia futura hallan todos su punto de convergencia en la cruz (Ro. 3:25, 26; 1 Jn. 1:9; Jn. 12:31).

En el evangelio se revela por primera vez «una justicia de Dios» (Ro. 1:17 VHA) que no es sólo un atributo de Dios, sino también un don que procede de Dios, y que es válido delante de su trono de justicia al ser aceptado en sumisión y fe por el pecador (Ro. 1:17; 2 Co. 3:9; 5:21).

La cruz aumenta maravillosamente las Riquezas de Dios

Los redimidos en el cielo cantan: «Tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación; y nos has hecho para nuestro Dios reyes y sacerdotes, y reinaremos sobre la tierra» (Ap. 5:9, 10). El cántico expresa maravillosamente el hecho de que los salvos, en su conjunto, son la posesión de Dios, un pueblo adquirido, que es de su propiedad exclusiva (1 Pe. 2:9; Tit. 2:11). Claro está que no queremos decir que esta riqueza adquirida por medio de la cruz signifique un incremento de la gloria esencial de Dios, porque es infinito en todo. Sin embargo, las Escrituras afirman que, al redimir a la Iglesia, Dios ha ganado un instrumento eficaz para la revelación de su gloria, puesto que aun ahora, en este período en que vivimos, la función de la Iglesia no se limita a testificar en la tierra, sino, según Efesios 3:10, 11, existe «para que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora dada a conocer por medio de la iglesia a los principados y potestades en los lugares celestiales». Ante tal pensamiento, ¡que se eleve nuestro espíritu por encima del polvo de nuestra jornada de hoy, hermanos! Por medio nuestro los principados de los lugares celestiales han aprendido hoy algo de la rica diversidad de la sabiduría de nuestro Dios. ¡Que nuestro corazón vuele, pues, por encima de las estrellas para morar al abrigo del trono de Dios el Omnipotente, quien se digna ser nuestro Padre por medio de su Hijo!

EL SIGNIFICADO DE LA CRUZ PARA CRISTO

Para Cristo y para Dios la cruz es la expresión suprema de la autoridad de Dios

Al iniciar su misión redentora en el mundo el Hijo exclamó: «¡Heme aquí para que haga, oh Dios, tu voluntad!», y la entera sumisión a la voluntad divina le hizo ser «obediente hasta la muerte y muerte de cruz» (He. 10:7; Flp. 2:8; Ro. 5:9). En vista de que el Hijo, igual al Padre en esencia y gloria, se sometiera a la voluntad divina, es evidente que todo otro ser tendrá que rendirse ante la autoridad del trono celestial.

La cruz en grado supremo deleita el corazón de Dios

Debiéramos pensar siempre en primer término en lo que es la cruz para Dios mismo, teniendo en cuenta el simbolismo del holocausto del primer capítulo de Levítico que era «ofrenda encendida, olor suave a Jehová». Fue preciso, ante todo, que Dios quedara satisfecho por medio del gran acto de obediencia de su Hijo, y por eso Pablo, recogiendo el lenguaje levítico, nos declara que Cristo «se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante» (Ef. 5:2).

La cruz es la base de una manifestación especial del amor de Dios para con su Hijo

El amor que une al Padre con el Hijo en el seno de la Deidad ha de ser necesariamente perfecto en su eternidad, pero tal fue el agrado del Padre ante la entrega voluntaria del Hijo, que ésta produjo una manifestación especial de amor y de aprobación: «Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida para volverla a tomar» (Jn. 10:17).

Para Cristo personalmente la cruz es el camino a la diestra del trono como el Dios-Hombre triunfador

La posición esencial del Hijo es «en el seno del Padre» (Jn. 1:18), pero habiendo aceptado la misión de redimir al hombre caído y en cumplimiento de ella se encarnó, llegando a ser el «Hijo del hombre»: el campeón de la humanidad que libra la batalla contra Satanás. En la cruz ganó la victoria, derrotando al enemigo por el hecho de anular el pecado y agotar la muerte. Así pudo ascender a la diestra de la Majestad en las alturas (lugar de todo poder ejecutivo) revestido de la doble gloria de su divinidad esencial e inalienable, unida ya con la gloria que adquirió como el hombre vencedor (Jn. 1:18; Flp. 2:6-11; He. 2:9; 8:1).

Por la cruz Cristo se posesionó de su Iglesia redimida

Por haber pasado a través de la muerte, no se halla ya solo como «el grano de trigo», sino acompañado de los suyos, gozándose en el fruto abundante de la cruz en victoriosa glorificación (Jn. 12:24). Sólo así pudo alcanzar el gozo que le fue propuesto y ser hecho perfecto como el autor y consumador de la fe; sólo así pudo ser el «primogénito entre muchos hermanos», la Cabeza de los innumerables miembros del Cuerpo, adquiriendo aquella Iglesia que es «su cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo» (He. 2:10; 12:2; Ro. 8:29; Ef. 1:22, 23)

Ciertamente Cristo, como persona divina, no pudo ganar nada por medio de la cruz, ya que su gloria eterna era infinita. El hombre glorificado a la diestra del Padre no posee más divinidad ahora de la que era suya en la eternidad, antes de encarnarse, sino que pide al Padre la renovada manifestación de la misma gloria: «Padre, glorifícame tú para contigo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese» (Jn. 17:5). En cambio, como Redentor y el «postrer Adán», Cristo ha ganado una nueva exaltación, teniendo ya un nombre que es sobre todo nombre, en el cual se doblará «toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra» (Ro. 5:12-21; 1 Co. 15:45; Flp. 2:9, 10).

La cruz, para nosotros personalmente, es la expresión más sublime del amor de Dios

Pablo se deleita en contemplar este amor revelado en la cruz: «Del Hijo de Dios, el cual me amó, y se entregó a sí mismo por mí»… «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella» (Gá. 2:20; Ef. 5:25). Cristo ha hecho que su muerte agonizante en la cruz sea la bendita fuente de nuestra vida. ¡He aquí la respuesta de su amor redentor a nuestra rebeldía y odio! Por tal medio, la victoria aparente de Satanás se convirtió en una derrota tremenda y decisiva, a la vez que la aparente derrota de Cristo llegó a ser su victoria suprema, manifestación de su poder infinito (cp. Jn. 4:9, 10; Ro. 5:6-8).

EL SIGNIFICADO DE LA CRUZ PARA NOSOTROS

El aspecto individual

Para el cristiano, como individuo, la cruz encierra un doble significado: por una parte, es la base de su justificación, por la que se arregla su vida pasada frente a la justicia de Dios; y por otra, es el fundamento de su santificación, por la que se gobierna su vida presente según la voluntad de Dios.Pero ahora Cristo, por el cumplimiento de la ley en la cruz, ha derribado la pared intermedia de separación, reconciliandonos con Dios. La base de la justificación

Preciso era que nuestros pecados fuesen cargados sobre el Fiador, quien debió llevarlos como sustituto en lugar de otros, a fin de que éstos, habiendo muerto al pecado, viviesen luego a la justicia (Is. 53:6; 1 Pe. 2:24; He. 9:28; 2 Co. 5:21). De la forma en que la ruina del hombre se produjo por un solo acontecimiento histórico —el de la Caída—, así también tuvo que ser levantado de su postración por el Fiador mediante un solo suceso: el acto de justicia del Gólgota (cp. Gn. 3 con Ro. 5:18). En Romanos 5:18 Pablo emplea la voz griega dikaioma que indica un hecho justo, y no la palabra más corriente dikaiosune que significa la calidad de la justicia o de la rectitud.

La naturaleza esencial del pecado es la rebeldía, que conduce indefectiblemente a la separación de la criatura del Creador como fuente de vida y, por consiguiente, resulta en la muerte del pecador. Obviamente, la expiación ha de corresponder a la naturaleza del pecado y, por lo tanto, el Redentor debió sufrir la sentencia de la muerte para poder efectuar la restauración de la vida. He aquí el significado de la declaración: «Sin derramamiento de sangre no se hace remisión» (He. 9:22). Solamente por medio de tal muerte pudo el Redentor anular el poder de quien tenía el imperio de la muerte, es a saber, el diablo (He. 2:14). En la sabiduría eterna de Dios hubo esta necesidad: que la misma muerte, el gran enemigo de los hombres, llegase a ser el instrumento de su salvación, y que aquello que era tanto el resultado como el castigo del pecado se convirtiera en camino para redimir al hombre de su pecado (1 Co. 15:56; Ef. 2:16).

Pero se desprende de todo ello que la muerte de Cristo es «la muerte de la muerte», según la figura de la serpiente de metal en el desierto, ilustrándose el mismo hecho por la manera en que David mató a Goliat con la misma espada del gigante (Nm. 21:6, 8; cp. Jn. 3:14; 1 Sa. 17:51; He. 2:14).

He aquí la lógica de la salvación, que se arraiga profundamente en el plan divino de la redención, siendo irrecusable y demoledora frente a todos los orgullosos ataques de la incredulidad. La «teología de la sangre» —según la despectiva frase de los enemigos de la cruz— que tiene a Cristo crucificado como su centro, permanece inconmovible como nuestra roca de salvación (He. 9:22; 1 Co. 2:2; Gá. 3:1). Para muchos, ciertamente, es piedra de tropiezo, roca de escándalo y señal que será contradicha, pero para lo redimidos es «la piedra viva, elegida, preciosa», el fundamento inamovible de su fe (1 Pe. 2:4, 6, 8; Is. 28:16; Sa. 118:22). Esta piedra está puesta «para caída y levantamiento de muchos», o según la figura de Pablo en 2 Corintios 2:15, 16, es «olor de muerte para muerte» en el caso de algunos, pero «de vida para vida» tratándose de otros. Para los judíos es tropezadero y para los griegos locura, pero no por eso deja de ser «potencia de Dios y sabiduría de Dios» (Lc. 2:34; 2 Co. 2:15, 16; 1 Co. 1:18, 23, 24).

La cruz es la base de la santificación para los salvos

Cristo el Señor murió en la cruz para que nosotros fuésemos salvados de la cruz. Esta afirmación subraya la parte negativa y judicial de su muerte, o sea la liberación que fue provista por el Gólgota. Desde otro punto de vista, Cristo murió en la cruz con el fin de que fuésemos asociados con Él allí, lo que nos incluye en el significado de su muerte a los efectos morales de una vida santa, y eso señala la obligación del Gólgota. Nosotros somos «plantados juntamente» con el Crucificado, siendo vinculados orgánicamente a la «semejanza de su muerte» (Ro. 6:5). Todo eso es otra manera de expresar las enseñanzas del Maestro en los evangelios: que somos discípulos que llevamos su cruz en pos de Él o, según otra figura, somos granos de trigo a semejanza de Cristo mismo, sabiendo que no llegamos a vivir espiritualmente sino a través de la muerte (Mt. 10:38; Jn. 12:24, 25). Así somos llamados a participar en lo que era la fundación de nuestra redención, o sea, de la muerte, que no por ser tenebrosa deja de ser preciosa.

Según Gálatas 2:20 hemos sido «crucificados con Cristo» y por eso:

- El mundo alrededor está muerto por medio del Crucificado, pues por la cruz el mundo está crucificado a nosotros, y nosotros a Él (Gá. 6:14).

- El mundo dentro de nosotros, es decir, nuestra carne, ha sido crucificada igualmente en la cruz, según la afirmación de Pablo: «sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue juntamente crucificado con él… a fin de que no sirvamos más al pecado» (Ro. 6:6, 11).

- El mundo debajo de nosotros ha sufrido una derrota total por medio de la cruz, de forma que Pablo pudo declarar que Cristo, «despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz» (Col. 2:15, cp. Gn. 3:15).

- El mundo encima de nosotros se ha convertido en una esfera de gracia y de bendición, ya que ha sido abolida la maldición de la ley, siendo clavada en la cruz, de modo que el creyente puede exclamar: «Porque yo por la ley soy muerto para la ley, a fin de vivir para Dios» (Gá. 2:19).

El pecador vivía bajo la amenaza de la ley, pero ahora Cristo ha cumplido su fatídica sentencia en su lugar, muriendo por medio de la ley (Gá. 4:4; 3:10). Por este cumplimiento total de la sentencia de la ley, ésta ya no puede levantar acusación alguna contra Él, como representante de la raza, a la manera en que el hombre ajusticiado pierde toda relación con la autoridad que le condenó a la muerte. Cristo, pues, está muerto a la ley. Ahora bien, el creyente en Cristo tiene su parte en la misma experiencia de Cristo por el hecho de su identificación con Él, resultado de la fe verdadero, y por ende, él también ha muerto a la ley y vive ya en la libertad de su unión vital con Aquel que fue levantado de entre los muertos (Ro. 7:4).

El aspecto colectivo

Por medio de la cruz se abre ante la humanidad un régimen nuevo en el que vemos:

- La anulación del poder de la ley, que crea una nueva situación interna.

- La admisión de todas las naciones a la esfera de la salvación que ha creado una nueva situación externa.

- El triunfo universal del Crucificado que ha creado una nueva situación universal.

La anulación del poder de la ley

En la vida interior del creyente la cruz significa el cumplimiento y la abolición de todos los sacrificios levíticos y, por lo tanto, la abolición de la ley levítica en general, porque los sacrificios eran la base de la función sacerdotal, de la forma en que esta lo era de la ley misma (He. 10:10, 14; 7:11, 18). Así por la cruz, Cristo llegó a ser fin de la ley, como también Fiador de un pacto nuevo y mejor por medio del cual los llamados «reciben promesa de la herencia eterna» (Ro. 10:4; Mt. 26:28; cp. He. 7:22; He. 9:15-17), pero siendo disuelto el sacerdocio levítico, ha pasado también el primer tabernáculo, se ha rasgado el velo del templo, el camino al lugar santísimo está expedito y todo el pueblo de Dios se ha transformado en un reino de sacerdotes espirituales (He. 9:8; Mt. 27:51; He. 10:19-22; 1 Pe. 2:9; Ap. 1:6).

Lo antedicho no obsta a que la ley siga cumpliendo su función de dar el conocimiento del pecado a los hombres, siendo buena en sí, y necesario freno en un mundo de impíos (1 Ti. 1:8-11; Ro. 3:20; 7:12).

La admisión de todas las naciones en la esfera de la salvación

No sólo ha perdido la ley su poder interior, en la vida de los creyentes, sino que ha cesado de ser barrera entre Israel y las naciones. Hasta el momento de cumplirse la obra de la cruz, la ley que actuaba de ayo para conducir a Israel a Cristo (Gá. 3: 24) constituía una valla que separaba al pueblo hebreo de los demás pueblos del mundo (Ef. 2:14). Por eso las naciones se hallan sin ley y extranjeras a los pactos de la promesa, lo que producía una tensión entre ambas partes: una especie de enemistad en los anales de la salvación que impedía que aquellos «de lejos» se acercasen a los otros «de cerca». Pero ahora Cristo, que es nuestra paz, por el cumplimiento de la ley en la cruz, ha derribado la «pared intermedia de separación, reconciliando a ambos pueblos, no sólo entre sí, sino también con Dios, formando las dos partes un solo cuerpo, que es su Iglesia» (Ro. 2:12; Ef. 2:11-22).

Vemos que el cumplimiento de la ley por la muerte de Cristo ha roto el cerco de la ley mosaica (cp. Gn. 12:3; cp. Gá. 3:13, 14), ensanchando así la esfera de la salvación, que no se limita ya a las fronteras de Israel sino que abarca todos los pueblos del mundo. El camino de la cruz fue en extremo angosto y angustioso, pero conduce a una esfera sumamente amplia, que incluye a toda alma sumisa, y así pasamos de la estrechez del período de la preparación hasta la universalidad del cumplimiento del plan de salvación: «Y yo, dice Cristo, si soy exaltado de dentro de la tierra, a todos traeré a mí mismo» (Lc. 12:50; Jn. 11:52; 12:32, trad. lit.).

El triunfo universal del Crucificado

La declaración del Señor en Juan 12:31 es de gran importancia y debiera leerse como en la Versión Hispano-Americana: «Ahora hay un juicio de este mundo; ahora será echado fuera el príncipe de este mundo». Cristo profirió estas palabras en la sombra de la cruz, cuando pronto había de consumarse el triunfo de Aquel que murió: el triunfo que había de despojar de sus armas a los principados de las tinieblas y destruir por la muerte al que tenía el imperio de la muerte. Fue en vista del «juicio de este mundo» y la derrota del «príncipe» que Cristo pudo dar su grito triunfal al expirar: «¡Consumado es!» (Jn. 12:31, 32; Col. 2:14, 15; He. 2:14; Jn. 19:30).

En cuando a la derrota de Satanás vemos:

- La potencia para ella brota de la obra de la cruz (Jn. 12:31).

- Su realización y manifestación necesitarán un proceso por el que el «hombre más fuerte» atará «al fuerte» (Mt. 12:29).

- Su consumación será absoluta y final (Ap. 20:10).

Es importante notar que la Escritura emplea el verbo «levantar» en sentido doble cuando se refiere a la obra de la cruz, pues abarca no sólo el levantamiento en la cruz para morir, sino también el ser exaltado hasta la diestra de la Majestad de las Alturas, estando íntimamente relacionados estos dos aspectos. El Crucificado es también el Coronado, y es necesario que sea echado fuera el príncipe usurpador y antiguo de este mundo para que tome posesión de sus dominios el nuevo monarca legítimo. Los dos aspectos se pueden estudiar en los siguientes pasajes: Juan 3:14; 8:28; 12:32; Filipenses 2:8-11, y Hebreos 2:9.

No debe extrañarnos, pues, que la tierra temblara cuando el Señor murió o que el sol rehusara dar su luz (Mt. 27:52; Lc. 23:44-45), porque en la cruz de Cristo Dios pronunció su ¡No! frente a toda manifestación del pecado (Jn. 12:31). De igual forma, la tierra será conmovida en el día cuando sea juzgada. Al mismo tiempo, se cubrirá de vergüenza el sol, la luna no dará su luz y palidecerán las estrellas, y los cielos y la tierra huirán de la presencia de Aquel que se sentará sobre el gran trono blanco (Hg. 2:6; He. 12:26, 27; Is. 24:23; Ap. 20:11).

Pero entonces, por la transmutación de los elementos del antiguo mundo material, «siendo abrasados», como dice el apóstol Pedro, surgirá un mundo nuevo y glorioso. Al final de los tiempos, pues, el mundo también experimentará su «muerte» para pasar inmediatamente a su «resurrección» sobre la base de la muerte y la resurrección de Cristo, y así amanecerá su «mañana de Pascua» por el poder transformador de Dios. He aquí el significado profético del oscurecimiento del sol y del estremecimiento de la tierra en el momento de la muerte del Redentor.

Cristo, el grano de trigo (Juan 12:20-33)

Mucho de lo que antecede se resume en la figura de Cristo como «el grano de trigo que cae en tierra y muere».

- Fue «echado en tierra» gracias a su amor de Redentor en el primer Viernes Santo.

- Su tallo abrió paso por la tierra en el Domingo de la Pascua, orientándose hacia el cielo.

- Su tallo dorado penetró los cielos en el día de la Ascensión.

- Su espiga se llenó de multitud de granos en la era indicada por el día de Pentecostés.

La cruz desde la eternidad hasta la eternidad

- La cruz en la eternidad. La cruz es un pensamiento eterno de Dios, pusto que el Cordero fue «conocido ya, de cierto, antes de la fundación del mundo» (1 Pe. 1:20).

- La cruz en el pasado. Es el hecho histórico llevado a cabo en la consumación de los siglos y asociado con los nombres de Getsemaní, Gabatha y Gólgota (He. 9:26).

- La cruz en el presente. «Cristo crucificado» es el tema único y fundamental de la predicación del evangelio, como también norma para la vida del creyente «muerto con Cristo» y que desea vivir «semejante a él en su muerte» (1 Co. 2:2; Gá. 2:20; 6:14; Flp. 3:10).

- La cruz en el porvenir. Será el Salvador que murió en la cruz coronado de espinas, colocando así la piedra fundamental de su propio reino, quien gobernará gloriosamente como Rey en el reino mesiánico visible (Flp. 2:8-11).

- La cruz en la gloria del cielo. El hecho de la cruz será el tema de las alabanzas de los redimidos, y «en medio del trono» se verá un «Cordero como inmolado». Los apóstoles del Cordero tendrán su parte en el fundamento de la ciudad eterna (Ap. 5:6-10; 21:14).

EL EJEMPLO DE MARIA


Para mi es maravilloso pensar que mi Jesús utilizara a una mujer para así ayudarse a enseñar una lección.




El único evangelio que narra que María de Betania derramara el nardo sobre sus pies y lo secara con sus cabellos es el de Juan. Lo que me llama la atención es que en el siguiente capítulo, y por lo que puedo decir al día siguiente, Juan narra la historia de cuando Jesús lava los pies de sus discípulos. Ningún otro evangelio, excepto el de Juan, cuenta este evento y la historia de María cuando «lava» los pies de Jesús.

¿Será que Juan tal vez esté indicando que Jesús había seguido el ejemplo de María; un ejemplo que para él fue muy valioso y que quiso repetir con su propio énfasis? Jesús pudo haber hecho cualquier otro acto para enseñarles a sus discípulos un ejemplo de servicio, pero escogió la forma en que María lo había servido la noche anterior. El ejemplo se tenía que escoger cuidadosamente ya que Jesús sabía que sería su último, y por tanto, quizás más duradero ejemplo de servicio, igualdad y amor que le iba a dejar a sus discípulos.

María tomó lo mejor que tenía y lo usó para servir al Señor y mostrarle su amor ilimitado. Esto lo hizo de la forma más humilde que existía. Las Escrituras dicen que, al día siguiente, Jesús «los amó hasta el fin» (Jn 13.1 NVI) y lo hizo de la misma forma en que María se lo había demostrado justo la noche anterior.

Piense en eso. Mientras Jesús se acercaba a cada uno de sus discípulos para lavarles sus pies, la fragancia del nardo seguramente seguía brotando de sus propios pies y cuerpo. Esto tal vez desencadenó un recuerdo vívido y reciente del ejemplo de María que había ocurrido, en forma muy parecida, la noche anterior. Todos los discípulos estuvieron presentes en el momento en que María le lavaba los pies a Jesús. Y todos estuvieron presentes cuando Jesús hizo lo mismo con ellos. La fragancia que había cuando María le lavaba sus pies llenó la habitación la noche anterior con un aroma inolvidable que probablemente la mayoría de estos hombres nunca antes había experimentado. Sin embargo, ese aroma ahora estaba ligado, sin duda alguna, al hermoso acto de servicio y amor que María realizó para su Señor. Ella secó sus pies «con sus cabellos» (Jn 12.3) y Jesús secó sus pies «con la toalla que llevaba a la cintura» (Jn 13.5). La fragancia, que todavía provenía de los pies de Jesús mientras lavaba los pies de sus discípulos, intensificaría la lección que Jesús quería enseñar. Lecciones que quedarían grabadas en las mentes de sus discípulos al utilizar todos los sentidos.

Esta fue la última lección «formal» que Jesús le dejó a sus discípulos. Él pudo haber utilizado este precioso tiempo para establecer una jerarquía de quien dejaría «a cargo» después de que él se marchara. Él pudo haber dicho: «Pedro estará a cargo de la iglesia y quiero que Mateo tome la tesorería de Judas… » En vez de eso, la lección de Jesús fue acerca de igualdad, amor y servicio. Para mi es maravilloso pensar que mi Jesús utilizara a una mujer para así ayudarse a enseñar una lección. Me atrevo a decir que al menos en la experiencia del discípulo, esta lección fue más poderosa debido al doble ejemplo de María y de Jesús.