JESÚS Y LA RELIGIÓN EN SU TRATO CON LAS MUJERES

Solamente las esposas de los rabinos eran instruidas, de vez en cuando, en las leyes del Eterno. 

En el judaísmo, del primer siglo, ninguna mujer tenía liderazgo. En un país, donde la élite religiosa estaba constituida, únicamente, por hombres (que subestimaban, colectivamente, a las mujeres), es correcto suponer, sin que nos cueste mucho esfuerzo, que ellas eran consideradas, literalmente, como incapaces, e inútiles, e imperceptibles, ya que no se las tomaba en cuenta, para nada; ni tenían autoridad, ni participación, de ningún tipo, en la vida espiritual, de la gente (excepto para Jesús, Quien manifestó, abiertamente, un afecto muy especial, y natural, por aquellos que eran menospreciados, y humillados, por otros).

Las mujeres no gozaban, socialmente, de buena reputación. Ellas eran discriminadas, sin piedad, por la mayoría de los hombres. Las escuelas eran sólo para los muchachos; la instrucción de las mujeres se limitaba, básicamente, a aprender trabajos de índole doméstico (como cocinar, coser y tejer). 

A las damas adultas se las consideraba, inclusive, como menores de edad. Cuando eran solteras, el padre era el responsable de sus actos, y de sus vidas; y si ya estaban casadas, los esposos.
Ellas eran vistas, por lo general, como inferiores a los hombres. Cuando llegaba algún invitado, a casa, la esposa comía en un lugar aparte, alejada de todos. Las mujeres no participaban en la vida pública, ni comunal, del pueblo; y salían poco de casa. A las hijas de Eva se las podía vender, como esclavas, para pagar alguna deuda.

El Príncipe de paz, en cambio, acogió, y estableció, a las mujeres, como parte del selecto grupo de Sus seguidores. Cuando Él Se trasladaba, caminando, de una ciudad a otra, predicando, y anunciando, el evangelio, Lo acompañaban Sus apóstoles, y muchas mujeres. 

Ellas contribuían, activamente, en la satisfacción de las necesidades, básicas, del grupo. Estas señoras, devotas, sostenían, económicamente, a los viajeros; proveyendo, y ayudando, con sus propios bienes, y dinero, al Mesías, y a Sus discípulos. El Buen pastor había sanado, a alguna de estas princesas, piadosas, de diferentes enfermedades, y llegó a expulsar, de sus cuerpos, a los espíritus, inmundos, que las perturbaban, antes de que empezaran a seguirLo. 

Entre este peculiar, y glorioso, ejército de guerreras, estaban María, a la que llamaban Magdalena, quien había tenido siete demonios. También se encontraba Juana, la esposa de Cuza, el administrador del rey Herodes Antipas, y Susana, una mujer muy generosa, y solidaria (Lucas 8:1-3).

Jesús recibió, muy gozoso, a todas las mujeres que venían a Él, para escuchar Sus enseñanzas, magistrales, sobre el Reino de Dios, y las convirtió en Sus discípulas, junto a los varones que Él había llamado. La conducta del Maestro, realmente, no era habitual, ni frecuente, ya que las mujeres, comúnmente, no podían conversa, con los hombres, en público (ni, mucho menos, caminar con ellos, por todas partes)...