EN DIOS SOY...


HAS SIDO LIBERADO

Dice la palabra del Señor, que la sangre de Cristo habla más fuerte que la de Abel. No era suficiente con que Cristo muriera para que se cumpliera el propósito de su muerte. La muerte no era lo único que iba a redimir nuestros pecados y sacarnos de la maldición. La muerte tenía el propósito de darnos vida y la posibilidad de la resurrección, pero era necesario y vital el derramamiento de sangre.
Cada momento que Cristo vivió en aquella vía dolorosa, era señal de que una parte de nosotros estaba siendo redimida.
En Génesis 3:17-18 dice: Maldita será la tierra por tu causa; con dolor comerás de ella todos los días de tu vida. Espinos y cardos te producirá, y comerás plantas del campo. La tierra fue maldita por causa del pecado del hombre. Desde que el hombre pecó, ha tenido que buscar las flores en medio de las espinas; lo bello, en medio de lo feo. Cuando vemos a Jesucristo recibiendo la corona de espinas, lo primero que está redimiendo es la maldición que hay sobre la tierra, donde la tierra no responde a lo que el hombre siembra.
Muchos viven en frustración porque no están recibiendo los resultados por los cuales han estado trabajando, sino todo lo contrario a lo que han estado esperando, y lo que está a su alrededor no responde de la manera en que fue intencionado.
Cuando Cristo recibe la corona de espinas, cuando va a vencer esta maldición, no recibe esta herida en ningún otro lugar sino en la cabeza, que representa la mente, el pensamiento que te dice: Tanto trabajar, tanto luchar, ¿para que? Tanto esfuerzo, y mira lo que recibo.
Y es que, muchas veces, el enemigo más grande que tienes es tu mente.
Gloria a Dios que hace 2000 años atrás hubo uno que cogió esas espinas que han estado perturbando tu mente y las llevó con orgullo y autoridad. Cada gota de Su sangre, te dice que puedes ser libre de toda espina que esté atormentando tu mente.
Hoy puedes ver la victoria, el gozo, y vivir en una paz que sobrepasa todo entendimiento. La gente no puede entender cómo vives tan tranquilo en un mundo que se está volviendo loco. La razón es que tu mente fue liberada.
No permitas que tu mente te perturbe nunca más. Tú no tienes que sentir el dolor que esas espinas producen en tu vida y en tu mente, el dolor de tu historia. Hoy es un día de oír, no la voz de la tierra que produce espinas, sino la voz de Cristo que te dice: Hace 2000 años atrás, yo te hice libre.

ESPERAR EN SILENCIO

Siempre me ha gustado el Salmo 37… ¡completito! Lo encuentro alentador, pacífico, esperanzador.
“Encomienda a Jehová tu camino y confía en Él, y Él hará” menciona en uno de sus versículos. Y creo que es una palabra que todos los hijos de Dios mencionamos, recomendamos a otros pero que principalmente, creemos.
Días pasados, atravesando una situación personal delicada, me dije una y mil veces a mi misma este pasaje, -“Él hará, Él hará!”- Me lo repetía, dándome aliento y fuerzas para atravesar este valle de sombra.
Pero una mañana, meditando en lo que continuaba del texto leí lo siguiente:
Guarda silencio ante Jehová, y espera en él.” Salmo 37: 7 (b, énfasis añadido)
Me detuve frente a un espejo espiritual y observé mi propio panorama: un valle de sombra, una mujer dispuesta a encomendar su camino a Dios, una mujer capaz de confiar, pero al mismo tiempo, incapaz de cumplir algo tan simple, como este consejo del salmista: hacer silencio ante Jehová.
Comprendí que llevaba días y días de monólogos redundantes ante la presencia del Señor presentando una y otra vez lo mismo.
Así que me decidí por el silencio, y esto no fue dejar de orar, o de estar en su presencia, fue silenciar aquella oración repetida de lo que necesitaba y ocupar mis palabras y mi voz en alabanza, le canté, le adoré, disfruté de ratos con Él en silencio de la situación pero en voz activa de su alabanza. Fue acostarme en su regazo, y disfrutar de su abrazo y su cuidado…
Y cuando el tiempo pasó, y el valle de sombra se acabó, comprendí que mientras silenciaba mi problema y esperaba en Él disfrutando de su compañía, tal y como lo prometió en un principio; ¡ya había hecho!
Entonces dejé atrás aquella situación dolorosa con la bendición no sólo del testimonio de Dios y su obrar maravilloso, sino también con el privilegio de haber pasado días plenos en su presencia, disfrutando de su perfume y de su amoroso abrazo.

“Pero la salvación de los justos es de Jehová,
Y él es su fortaleza en el tiempo de la angustia.
40 Jehová los ayudará y los librará;
Los libertará de los impíos, y los salvará,
Por cuanto en él esperaron.”
Salmo 37: 39 y 40

ENCUENTRA AYUDA EN EL DESIERTO

Algunas veces el problema que afrontamos es fabricado por nosotras mismas. Es en esos tiempos difíciles cuando nos preguntamos si Dios aún nos ayudará, nos fortalecerá y estará con nosotras. Si está afrontando este tipo de situación hoy, quiero animarle diciéndole que Dios no se ha rendido con usted. Él está con usted y le dará la fuerza para superar cualquier obstáculo, incluso si ese obstáculo es uno fabricado por usted misma. Si lo duda, repase la historia de una joven mujer llamada Agar en el Antiguo Testamento. Agar era una esclava en la casa de Abraham. Ella fue también la mujer nominada como “madre de alquiler” cuando Sara decidió que Abraham tuviera un bebé acostándose con alguien más joven y más fértil que ella. Como esclava, Agar probablemente no tuvo elección en el asunto. Así se hacían las cosas en aquella época. Pero una vez que se quedó embarazada del hijo de Abraham, ella pudo elegir cómo iba a reaccionar ante la situación, y no decidió muy bien. 

Hizo de una situación ya complicada algo peor, comportándose con altivez hacia Sara y tratándola con desprecio. Para decirlo con suavidad, Sara no respondió bien. De hecho, se enojó categóricamente. Decidida a poner a Agar en su sitio bajándole unos cuantos escalones, Sara la hostigó y la humilló en cada oportunidad. Así que Agar huyó . . . al único lugar al que se puede huir cuando se vive en un campamento en el Medio Oriente. El desierto. Para una joven embarazada, sola y sin provisiones, el desierto es un lugar duro para vivir. También es peligroso. Agar podía haber muerto allí perfectamente. Pero no murió porque Dios en su gran misericordia tuvo un encuentro allí con ella y le dijo lo que debía hacer. Regresa a tu señora y sométete a su autoridad . . . yo te daré más descendientes de los que puedas contar . . . Ahora estás embarazada y darás a luz un hijo. Lo llamarás Ismael (que significa «Dios oye»), porque el Señor ha oído tu clamor de angustia . . . A partir de entonces, Agar utilizó otro nombre para referirse al Señor, quien le había hablado, «Tú eres el Dios que me ve» . . . Génesis 16:9-13, NTV El Dios que me ve. ¡Ese es un nombre hermoso para el Señor! Y fue dicho por vez primera por una madre en una situación de las que encogen el corazón. Una madre que había caído presa de malas actitudes y el comportamiento impío, exactamente como hacemos todas nosotras de vez en cuando. El problema de Agar era, en parte, culpa de Abraham y Sara y en parte culpa de ella misma. Dios mismo no merecía nada de la culpa. 

Pero Él intervino de todos modos, derramó su bondad sobre ella y les prometió a ella y a su hijo un futuro fructífero. Si Dios hizo eso por Agar en el Antiguo Testamento, ¿no podremos nosotras, madres de la época del Nuevo Testamento, estar incluso más seguras de que Dios nos verá y nos cuidará cuando nos encontremos en el desierto? ¿No podremos acaso acercarnos a Él con confianza para recibir misericordia y gracia para ayudarnos en nuestro momento de necesidad, incluso si la necesidad es resultado de nuestro mal juicio o comportamiento? ¡Sí! ¡Por supuesto que podemos! Pero cuando lo hagamos, deberíamos recordar que Dios no nos liberará inmediatamente de toda situación problemática. No siempre hará que nuestras dificultades hagan ¡PUF! y desaparezcan. 

Así como envió a Agar de vuelta para aguantar a Sara durante un tiempo, Dios a menudo requerirá de nosotros trabajar con nuestros problemas durante un tiempo con su ayuda. Y cuando le digamos que no podemos hacerlo, Él nos dirá lo que le dijo a Pablo en 2 de Corintios 12:9: Mi gracia . . . es suficiente para ti. “Señor, ¡la personalidad terca de mi hijo es demasiado para mí! ¡Me está volviendo loca!”. Mi gracia es suficiente para ti. “Señor, ¡sé que necesitamos el dinero, pero no soporto este empleo ni un sólo día más!”. Mi gracia es suficiente para ti. “Señor, es difícil ser madre soltera. ¡Estoy demasiado agotada para continuar!”. Mi gracia es suficiente para ti.

CAMBIAR DE DENTRO HACIA AFUERA

Como un ejemplo inspirador de una mujer que aprendió el misericordioso arte de dejar ir, la historia bíblica de Ana comienza de esta manera: 

Hubo un varón de Ramataim de Zofim, del monte de Efraín, que se llamaba Elcana hijo de Jeroham, hijo de Eliú, hijo de Tohu, hijo de Zuf, efrateo. Y tenía él dos mujeres; el nombre de una era Ana, y el de la otra, Penina. Y Penina tenía hijos, mas Ana no los tenía. 


Y todos los años aquel varón subía de su ciudad para adorar y para ofrecer sacrificios a Jehová de los ejércitos en Silo, donde estaban dos hijos de Elí, Ofni y Finees, sacerdotes de Jehová. Y cuando llegaba el día en que Elcana ofrecía sacrificio, daba a Penina su mujer, a todos sus hijos y a todas sus hijas, a cada uno su parte. Pero a Ana daba una parte escogida; porque amaba a Ana, aunque Jehová no le había concedido tener hijos. Y su rival la irritaba, enojándola y entristeciéndola, porque Jehová no le había concedido tener hijos. Así hacía cada año; cuando subía a la casa de Jehová, la irritaba así; por lo cual Ana lloraba, y no comía. (1 Samuel 1:1-7). 

Resultado de imagen para cambiar de adentro hacia afueraEstos versículos revelan un hecho acerca de Ana con el que muchas de nosotras podemos relacionarnos: su sueño de tener un hijo venía envuelto en un tipo muy especial de dolor. Siendo estéril durante años, ella sufrió la vergüenza cultural de no tener hijos. Sufrió tormento y dolor implacables. Su alma anhelaba un hijo; sin embargo, ella no podía concebir. De manera que adoptó la perspectiva común en las primeras etapas de un sueño divino, y vio su sueño como un camino hacia la realización personal, como una manera de obtener lo que deseaba y necesitaba para sí misma. 

En otras palabras, Ana asumió lo que todos asumimos en nuestra adolescencia espiritual: que nuestros sueños se tratan acerca de nosotros. Cuando ella clamó al Señor que le diera un bebé, el vacío de su propia vida era su enfoque principal. Y cuando las oraciones no eran respondidas al no poder pensar nada más que su propio deseo incumplido—, ella cayó en depresión. Se acongojó y lloró, y en sus peores días incluso se negó a comer. ¿Alguna vez ha estado ahí? De seguro que sí. Yo también. Con la posible excepción de la parte en que nos negamos a comer (¿qué hay en los sueños aplazados que nos hacen ansiar chocolate?), todas nos regodeamos en autocompasión de vez en cuando. 


La mayor parte del tiempo ni siquiera tenemos una buena razón como la de Ana. La suya era de verdad una situación trágica. En su día, el valor de una mujer dependía casi exclusivamente de su capacidad de producir bebés. La esterilidad equivalía a la inutilidad. De ahí que el clamor y el sueño de Ana continuaran, hasta que un día ya no lo soportó. 


Después de demasiadas burlas de Penina, quien se embarazaba todo el tiempo, y otra comida de doble ración para la cual no tenía apetito, se fue sola a la casa del Señor, determinada a convencerlo de que hiciera algo acerca de la situación. Y se levantó Ana después que hubo comido y bebido en Silo; y mientras el sacerdote Elí estaba sentado en una silla junto a un pilar del templo de Jehová, ella con amargura de alma oró a Jehová, y lloró abundantemente. E hizo voto, diciendo: Jehová de los ejércitos, si te dignares mirar a la aflicción de tu sierva, y te acordares de mí, y no te olvidares de tu sierva, sino que dieres a tu sierva un hijo varón, yo lo dedicaré a Jehová todos los días de su vida, y no pasará navaja sobre su cabeza (1 Samuel 1:9-11). 

¿Se dio cuenta del cambio que hizo en ese momento? Cuando oró, la perspectiva de Ana cambió. En lugar de enfocarse solamente en lo que pudiera obtener de Dios, ella comenzó a pensar en lo que podía darle a Dios. Aflojó el aferramiento egoísta a su propio deseo y abrió su corazón al plan que Él tenía en mente. En otras palabras, creció un poco. Eso es lo que siempre sucede cuando producimos vida a la manera de Dios. Maduramos y nos desarrollamos. Comenzamos a mirar más allá de nosotras mismas y lo que deseamos, para ver lo que Dios desea. Es un proceso transformador. 

Al concebir a nuestros hijos y verlos crecer, nosotros también crecemos. Y ese crecimiento lo cambia todo. Ana lo comprobó. En el momento en que ella hizo un cambio interno y dio un paso hacia la madurez espiritual, su historia dio un giro drástico. Mientras ella oraba largamente delante de Jehová, Elí estaba observando la boca de ella. Pero Ana hablaba en su corazón, y solamente se movían sus labios, y su voz no se oía; y Elí la tuvo por ebria. 


Entonces le dijo Elí: ¿Hasta cuándo estarás ebria? Digiere tu vino. Y Ana le respondió diciendo: No, señor mío; yo soy una mujer atribulada de espíritu; no he bebido vino ni sidra, sino que he derramado mi alma delante de Jehová. No tengas a tu sierva por una mujer impía; porque por la magnitud de mis congojas y de mi aflicción he hablado hasta ahora. Elí respondió y dijo: Ve en paz, y el Dios de Israel te otorgue la petición que le has hecho. Y ella dijo: Halle tu sierva gracia delante de tus ojos. Y se fue la mujer por su camino, y comió, y no estuvo más triste. (Versículos 12-18) Observe que Dios no le otorgó su deseo a Ana hasta que ella le entregó a Dios su deseo. 

Aunque su sueño de tener un hijo fuera bueno, sano y estuviera inspirado divinamente, antes de que pudiera ser cumplido tenía que ser sometido y rendido al Señor. Cuando Ana lo rindió, ella no solamente lo hizo en el fervor fugaz del momento. Su compromiso con Dios era sólido como roca. Ella lo decía en serio. Luego de que naciera su precioso hijo Samuel, ella lo mantuvo en casa hasta los tres años de edad. Ella empacó la maleta de su pequeño, tomó su mano e hizo el viaje de diez millas (16 km) desde su casa en Ramá hasta la casa del Señor en Silo. Cuando llegaron, ella se lo llevó a Elí y dijo: . ¡Oh, señor mío! Vive tu alma, señor mío, yo soy aquella mujer que estuvo aquí junto a ti orando a Jehová. Por este niño oraba, y Jehová me dio lo que le pedí. Yo, pues, lo dedico también a Jehová; todos los días que viva, será de Jehová. Y adoró allí a Jehová. Versículos 25-28 Con esas palabras, Ana se volteó; y luego de besar a su pequeño en la mejilla una vez más, regresó a casa . . . sin él. 

¿Puede imaginarse cuán difícil debió haberle sido? No solamente decirle adiós a Samuel, sino también dejarlo al cuidado de Elí. De acuerdo con la Biblia, no era conocido por ser un gran padre. Tenía dos hijos que eran rebeldes, corruptos y completamente profanos. 


Al servir como sacerdotes bajo la supervisión de Elí, hurtaban los sacrificios de la gente e incluso “dormían con las mujeres que velaban a la puerta del tabernáculo de reunión” (1 Samuel 2:22). No obstante, Elí no hizo nada para detenerlos. Aunque los regañaba un poco, ellos no atendían en absoluto a sus palabras. Elí difícilmente era el mejor modelo a seguir para el pequeño de Ana; ya había demostrado la desastrosa influencia que podía ser. ¡Qué situación! Si ya sería bastante difícil dejar a su hijo de tres años en manos de un buen hombre, debe preguntarse cómo es que Ana reunió el coraje para dejar a su hijo con un hombre como Elí. Solamente hay una explicación posible: su confianza no estaba en el hombre, sino en Dios. 

Ella creyó con todo su corazón que Dios cuidaría y guardaría fielmente a su hijo. Debido a esa confianza, luego de una corta temporada de tener a Samuel cerca, Ana pudo soltarlo a su destino divino. Lo que ella no hizo, sin embargo, fue abandonarlo. 

Ella continuó amándolo, como lo hacen las mujeres llenas de gracia, influyendo en él en su propia manera dulce, incluso desde lejos. Ella le cosía un pequeño vestido cada año, luego lo llevaba consigo cuando Elcana y ella viajaban a Silo para adorar. Y cada año, luego de que ella colocara su obra manual sobre los hombros cada vez más anchos de su hijo, Elí bendecía al esposo de Ana, y le decía: Jehová te dé hijos de esta mujer en lugar del que pidió a Jehová. Y se volvieron a su casa. Y visitó Jehová a Ana, y ella concibió, y dio a luz tres hijos y dos hijas. Y el joven Samuel crecía delante de Jehová (1 Samuel 2:20-21). Aunque Ana posiblemente se haya perdido de tener a su primogénito bajo su techo, su nido no estaba vacío. 

Lleno de las recompensas de su obediencia, su hogar reverberaba con el sonido de las carcajadas de sus hijos y con el estruendo energético de pies en crecimiento. 

Y rebosaba con las respuestas a las oraciones de Ana: cinco hermosos recordatorios de que no importa cuánto demos, nunca podemos dar más que Dios. “Bien, esto está bien para Ana —dirá usted—, ¿pero qué hay de Samuel? ¿Cómo resultó?”. Resultó ser uno de los sacerdotes y profetas más grandes de Israel. Se convirtió en una bendición mayor para la gente de lo que Ana pudo haber imaginado. Además regresó a su ciudad natal en Ramá y vivió ahí el resto de su vida. Piénselo. Samuel eligió Ramá, no Silo. Aparentemente, aunque la oportunidad de Ana de ser madre de Samuel a tiempo completo fue breve, su influencia dejó una impresión duradera. 


Su corta temporada de cuidados, prodigados a la manera de Dios y en el tiempo de Dios, impactó a su pequeño más de lo que pudo Elí.  

UN ENCUENTRO EN ORACION

Las oraciones carnales no mueven el corazón de Dios. Orar impropiamente no mueve el corazón de Dios, y finalmente termina en vanidad. Tales oraciones son inútiles y Dios no obtiene la gloria. En Daniel 10:7-12, Daniel tuvo un encuentro en oración. Los hombres que estaban con él no pudieron experimentar lo que Daniel oía y veía, sino que en cambio huyeron llenos de temor. 

Un ángel guerrero se dirigió a Daniel. Mientras Daniel estaba temblando, el ángel le consoló y dijo que su presencia era el resultado de las palabras que Daniel había orado. Daniel se unió a sí mismo a la oración. El ángel dijo que él había sido enviado como resultado de las palabras que Daniel había pronunciado. El envío del ángel fue el resultado o la manifestación final de la situación. Debemos ver que antes del envío, hubo una guerra librándose en el espíritu. El ángel fue entorpecido por el príncipe (principado) de Persia durante veintiún días. Las “palabras” de Daniel de las que habló este ángel, dabár en lengua hebrea, se definen como comunión, conferencia y consejo. Sería peligroso pensar que el ángel fue enviado solamente porque Daniel pronunció palabras en oración. 

No, fue algo más que eso. Fue la comunión, conferencia y consejo de Dios en la vida de Daniel lo que liberó la voluntad de Dios en la tierra. Daniel pronunció palabras que estaban de acuerdo con el cielo porque él tenía una relación con Dios. La humildad de Daniel al proponerse en su corazón y su mente entender la voluntad de Dios fue lo que estableció la relación correcta. El factor subyacente en todo el escenario fue que había una guerra librándose en el espíritu.