PECADO Y SUFRIMIENTO

La doctrina judía, del primer siglo, aseguraba, con bastante ahínco, que existe una relación, directa, entre el pecado y el sufrimiento.

Cuando Jesús se encontró, en el camino, con un ciego, de nacimiento, Sus discípulos Le preguntaron si había pecado él, o sus padres, para que haya nacido sin poder ver (Juan 9:2). Los alumnos del Maestro estaban manifestando, abiertamente, la creencia, generalizada, de que las enfermedades, y las incapacidades físicas, y las limitaciones, de cualquier tipo, son consecuencia, natural, de algún pecado, muy particular.

Casi todos los seres humanos, por lo general, creemos que existe una relación, de causa y efecto, entre los pecados que hemos cometido y las desgracias que vivimos.
No podemos dejar de reconocer, realmente, que un gran número de problemas de salud, y de padecimientos, se deben, básicamente, a las transgresiones que han consumado, en algún momento, aquellos que las padecen (ya que todo lo que uno siembra, eso mismo va a cosechar); pero, muchas veces, esto no es así.

Los amigos de Job intentaron convencerlo, a como dé lugar, para que él aceptará, con resignación, que sus sufrimientos, y sus enfermedades, eran la consecuencia, real, de los pecados que había cometido. Ellos llegaron a acusarle, inclusive, de faltas, y errores, muy concretos; pero estaban equivocados, ya que el Espíritu Santo nos ha revelado, en el Registro divino, que el patriarca fue probado, tenazmente, para demostrar su fidelidad, y no para castigar su inmoralidad. El Omnipotente le dijo a Satanás, por cierto, que Job era Su siervo, y que no había otro como él, en toda la tierra, ya que era un varón perfecto, y recto, y temeroso de Dios, y apartado del mal (Job 1:8).

El Eterno Se hizo hombre para llevar a cabo la redención, universal, y definitiva, de nuestros pecados. El nombre, divino, de Jesús, trae salvación, y vida eterna (Juan 3:18; Hechos 2:21), y puede ser invocado por todos los seres humanos (ya que Él Se ha hecho como uno de nosotros, gracias a Su encarnación) (Romanos 10:6-13).
No hay otro nombre, debajo del cielo, dado a los hombres, por medio del cual podemos, y debemos, ser justificados, salvados y santificados (Hechos 4:12; 9:14; Santiago 2:7).

Los que confiesan que creen en el Mesías, pero sus vidas no han cambiado, o lo demuestran de manera muy discreta, y casi imperceptible, despiertan dudas, y desconfianza, en la gente que los rodea, porque el nuevo nacimiento produce, de manera contundente, un cambio, extremadamente radical (el mismo que no da lugar a ninguna sospecha, ni confusión, en cuanto a la transformación, y a la regeneración experimentada).

Los que seguimos a Cristo somos nuevas criaturas; y nuestros pensamientos, y nuestros actos, pasados, ya nos los practicamos; ya que hemos sido hechos de nuevos (2 Corintios 5:17).

Jesús no ha venido, únicamente, para que nuestros errores sean perdonados; sino, también, para que nos apartemos del pecado y nos consagremos a Él.