EL DIA QUE DIOS MURIO


El 8 de abril de 1966, la tapa de la revista Time preguntaba en letras en negrita: «¿Dios está muerto?». El artículo principal describía el trabajo de varios teólogos que ya no se adherían a los conceptos tradicionales de Dios. Coincidían al concluir que el Dios de nuestros padres no había sobrevivido a la aparición de los conceptos de la evolución y del control de la natalidad.

El debate que seguía no se relacionaba tanto con Dios, sino con nosotros. Estábamos atravesando una década turbulenta; nuestro mundo cambiaba. Una guerra poco popular en Vietnam incitaba el uso de adhesivos en los automóviles, que decían: «Cuestionemos la autoridad». La ciencia y la tecnología mejoraban nuestra vida y nos hacían perder conciencia de la necesidad de un Dios sobrenatural.

Otras razones para pensar que Dios está muerto. Los cuestionamientos a la imagen tradicional de Dios se multiplicaron en las décadas subsiguientes. No todos eran seculares. Las estafas a los consumidores en los programas religiosos por televisión expusieron al Dios de la Biblia al ridículo público. Las promesas de «bendiciones a cambio de dinero» asociaron el nombre de Cristo con fraudes que sugerían: «sea rico ya» o «adelgace de inmediato». Últimamente, en los medios públicos aparecieron pruebas de abusos por parte del clero. Con esos informes, surgieron historias de víctimas que, por esos abusos, ya no consideraban al Dios de la iglesia una opción real.

Sin embargo, los iluminados por la ciencia o los desilusionados por los líderes religiosos no son los únicos que hablan de la muerte de Dios.

La Biblia también habla de la muerte de Dios. El Dios de la Biblia estaba tan conmovido por el daño que las personas se hacen a sí mismas, que ciertamente eligió morir por eso. En un determinado momento de la historia, el Dios eterno cerró Sus ojos y dejó de respirar. Bajo el peso de los pecados del mundo, Su cuerpo cayó agotado y sin vida. En aquel instante, Dios estaba muerto, no sólo según la percepción de otros, sino en un tiempo y en un lugar reales.

Al afirmarlo, la Biblia va mucho más allá de las portadas y las páginas de la revista Time. En vez de preguntar: «¿Dios está muerto?», la teología bíblica nos deja un misterio que sobrepasa la comprensión humana (1 Timoteo 3:16). La segunda Persona de un Dios que es tres en uno se transformó en un hombre real para morir de verdad por nosotros (Juan 1:1-3,14; Filipenses 2:5-11).

A medida que se revela este incomparable drama, vemos que la muerte física no fue el mayor sacrificio de nuestro Señor. Aun antes de soltar Su último aliento en una cruz romana, soportó la oscuridad infernal de la separación espiritual de Su Padre celestial. Cuando los cielos se oscurecieron a mediodía, Su gemido angustiado hizo eco en las cámaras del cielo y de la historia: «¿Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Mateo 27:46).

Según la Biblia, nuestro Creador soportó esa muerte agonizante para venir a rescatarnos.

Lo que la muerte de Dios nos dice sobre nosotros mismos. Los que tendemos a considerarnos víctimas más que infractores podríamos inferir que la muerte de Cristo probablemente diga más de la maldad de otros que de nosotros mismos. Siempre podemos señalar a alguien que pensamos que nos dio una excusa para reaccionar sin amor.

Pero, si nos detenemos en el sufrimiento de Cristo, obtenemos un cuadro diferente. Si la Biblia está en lo cierto, Él no murió solamente por los pecados de cualquier otra persona. Él murió por nosotros (Juan 3:16; Romanos 5:8). El dolor que soportó dice muchísimo sobre la extrema naturaleza de nuestra necesidad (Romanos 3:10-20).

Cualquiera que quiera ser incluido en la muerte de Cristo debe admitir que, a los ojos de Dios, nuestros propios pecados están a la altura de quienes violan las leyes federales con delitos penados con la muerte. La magnitud de Su sacrificio dice que, sin Su intervención, seguiríamos siendo delincuentes condenados, sin esperanza y aguardando en el «pabellón de la muerte» lo que la Biblia denomina «la muerte segunda» (Romanos 6:23; Apocalipsis 20:14).

Cómo la muerte de Dios puede ayudarnos a encontrar vida nueva. Las Escrituras no dan esperanza para los que no creen que Cristo sufrió por ellos. Sin embargo, ofrece una vida completamente nueva para los que creen que Él vivió y murió en lugar de ellos. Tal como los que son incluidos en un programa de protección para testigos, aquellos que encuentran refugio en el Hijo obtienen una nueva identidad. En Él, se esconden los pasados problemáticos (Colosenses 3:3). Adoptan Su nombre, reciben Su Espíritu y se convierten en templos del Dios viviente (1 Corintios 3:16; 6:19).

Los que permiten que el Espíritu de Cristo se manifieste en ellos son un antídoto contra el concepto de que «Dios está muerto». Su felicidad y sus lágrimas se transforman en una muestra silenciosa del amor, el gozo y la paz de un Dios que está vivo y que extiende Su mano a la humanidad a través de Sus hijos. Nadie lo hace a la perfección, pero lo que más se necesita son personas imperfectas, angustiadas y agradecidas que cada vez tienen más deseos de permitir que Cristo viva Su vida a través de ellos (Romanos 8:11).

¿Cómo podemos lograr este compromiso? Comencemos mirando a Jesús nuestro Señor andando por el huerto de Getsemaní hacia la página central de la historia humana. En el camino, gime: «No se haga mi voluntad, sino la tuya». Luego, en medio de una multitud que gritaba, en una colina fuera de los muros de Jerusalén, voluntariamente soportó el peso eterno de nuestro pecado y de nuestra muerte; lo hizo por nosotros.

Padre celestial, no queremos dejar de agradecerte nunca el precio que pagaste por nosotros. Sin embargo, nos distraemos tan fácilmente. Ayúdanos en este día a renovar nuestra gratitud por la muerte de tu Hijo. Usa la consagración de este momento para dejar que tu vida se manifieste en nosotros hoy.

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