HABLA, REINA MADRE


Resultado de imagen para madre e hijo siluetaUna madre le está hablando a su hijo; una madre sin nombre de un rey poco conocido. Se trata de la madre del rey Lemuel, de Massá, en Arabia, y las palabras están registradas en Proverbios 31.1–9. Ese pasaje de la Biblia es fascinante porque se origina en una mujer, una mujer gentil, no perteneciente al pueblo de Israel. Pero ese es otro asunto. ¡Escuchémosla primero!

En el período del antiguo Testamento, y también en las naciones vecinas, el papel del padre en la educación del hijo era de suprema importancia, y normalmente la función de la madre era solamente reforzar aquello que el padre enseñaba. Buenos ejemplos de esto ocurren en Proverbios 1.8 —«Hijo mío, oye la enseñanza de tu padre y no dejes la instrucción de tu madre». Es probable que el esposo de esta «reina madre» ya hubiese fallecido. De cualquier manera ella se lanzó a la tarea de orientar a su hijo que se encontraba en una posición muy importante —el futuro de la nación dependía de su desempeño— Entonces, ¿cómo valorar la instrucción dada? ¿Qué podemos aprender de esta mujer?

En el versículo 2, observamos cuánto ella amaba a su hijo: «Hijo mío … hijo de mi vientre». Evidentemente ella lo había consagrado a Dios, pues lo describe como «hijo de mis votos». De hecho, el nombre dado, Lemuel, significa perteneciente a Dios. Y, movida por ese amor tan intenso por su hijo, lo orientó sin importar la posición de él. Ella es quien tenía la experiencia de vida que los años proporcionan; así, consiguió detectar las áreas donde él precisaba de más ayuda.

Antes de considerar esas áreas, unas observaciones simples. A veces, esas madres sin nombre, madres amorosas, creyentes sinceras, con tanta facilidad se pasman al ver el diploma universitario de la hija, o se intimidan por la posición del hijo en una gran empresa. Se pasman, se intimidan y paran de orientar. Cohibidas, ¡piensan que una universidad nos enseña a vivir la vida como realmente es! Si ellas supiesen lo que pasa en realidad, las tonterías que se hablan en un aula, se llenarían de coraje, pedirían al Señor las palabras necesarias, el momento oportuno e irían adelante.

Háblele a su hijo de la indisciplina, de la desgracia que para miles y miles. ¡Hable, mujer! ¡Y no se olvide de vivir de acuerdo a la Escritura! ¡No se esconda detrás de la disculpa trillada de «yo no sé qué decir»; o «ellos ya están formados y no lo necesitan»! Tampoco se calle porque su esposo sea fiel a la tarea de orientar. Recuerde que el nombre de la madre de muchos de los reyes del Antiguo Testamento aparecen en el texto bíblico (1Re 1.11–13; 2Re 15.2; 18.2; 2Cr 15.16, y otros), justamente porque ellas ejercieron un papel preponderante en el desempeño de sus hijos, para bien o para mal. En su caso particular no tiene que ser diferente.

Esa madre sabia que nos ocupa trabajó varias áreas donde la experiencia confiere una autoridad innegable. Primero ella trabajó el área de la disciplina personal, y dio su aviso contra la inmoralidad sexual —«No des a las mujeres tu fuerza, ni tus caminos a las que destruyen los reyes» (Pr 31.3)— refuerza la enseñanza de otros pasajes, como, por ejemplo, Proverbios 5.7–23. Llama la atención la franqueza y su abordaje sin rodeos. Cuánta fuerza moral, cuánta fuerza emocional, cuánta fuerza espiritual y fuerza física (¡que lo diga un infectado de VIH!).

¿No se disipan nuestros países, inclusive nuestras iglesias, debido a la indisciplina personal y la inmoralidad? ¿Cuántos jóvenes con tanto potencial no perderán el camino por esta causa? Destruidos en su vida académica, financiera, profesional, espiritual —para no hablar de otras consecuencias, el luto de las madres solteras, una generación que crece sin saber lo que es tener un hogar dirigido por un padre y una madre casados, una generación que crece en las calles de nuestras grandes ciudades. ¡Esta es una instrucción clara, sabia e imprescindible! No podemos jamás renunciar a nuestra responsabilidad, pensando que la educación sexual en las escuelas, la educación informal de los compañeros o las telenovelas van a ser suficientes. Toda orientación aunque sea escasa, cuando no está de acuerdo con la Biblia, es inoportuna. ¡Tome coraje! ¡Hable, mujer! Hable como esa madre que hace tanto tiempo habló.

Pero ella no paró allí. Una alusión a las bebidas alcohólicas es relevante. Aunque hoy, muchos, desesperados —«los que perecen», los «amargados de espíritu» (Pr 31.6)— se anestesian de los dolores de la vida en los clubes, en las fiestas sociales, en los millares de barcitos, o aun en casa. Con buena percepción, la madre de Lemuel comenta aquello que lleva a tantos a caer en esto: «para que se escapen de su pobreza y no se acuerden más de sus fatigas» (Pr 31.7), sin mencionar el número creciente de accidentes provocados por aquellos que, bebidos, «se olvidan de la ley» (Pr 31.5). La situación es igualmente seria. Con las consabidas disculpas nos mantienen callados: «los jóvenes de hoy en día son así», «todos beben, aun sé de un dirigente de la iglesia que tiene un bar en la sala». ¡Dígale la verdad a su hijo! Háblele de la indisciplina, de la desgracia que la bebida trae para miles y miles. ¡Hable, mujer! ¡Y no se olvide de vivir de acuerdo a la Escritura!

En segundo lugar, ella abordó cuestiones ligadas a la esfera pública. La mamá de Lemuel estaba orientando a un rey, al líder de una nación. No piense, que por esto sus palabras no tienen nada que ver con usted. Al final, por ahí afuera van mujeres criando los futuros líderes de nuestros países, lavando su ropa, haciendo su comida, disciplinando, jugando, trasmitiendo valores —tal vez usted sea una de ellas. ¿Ya pensó en esa posibilidad? Asusta, ¿no? Pero, aunque sus hijos no lleguen a dirigir una nación, necesitan una orientación que los ayude a ser buenos ciudadanos, para el bien común. Los valores sociales aquí esbozados son válidos para todos, en todas las épocas.

Aunque sus hijos no lleguen a dirigir una nación, necesitan una orientación que los ayude a ser buenos ciudadanos, para el bien común.

«Abre tu boca a favor del mudo, por los derechos de todos los que se hallan desamparados» (Pr 31.8). Esa orden no es sólo una vindicación de un trabajo serio, intérprete entre sordos y mudos. ¡Ojalá tuviésemos más personas, más creyentes que se preocuparan por ellos! La palabra mudo se refiere, ante todo, a aquellos que no cuentan con alguien que hable a su favor, quien reivindique sus (a veces pocos) derechos. Podemos incluir aquí huérfanos, viudas, niñas y niños de la calle, limitados físicos…

Cómo impresiona el testimonio de Job que «hacía de ojos para el ciego, y de pies para el cojo. De los necesitados era padre, y aun la causa de los desconocidos examinaba» (Job 29.15–16). ¿Qué tal comenzar a trasmitir valores de verdadera compasión a los hijos? El mundo actual es tan cruel con su filosofía de «cada quien por su lado», «ese no es mi problema, gracias a Dios». Mas sepa que, gracias a ese mismo Dios, el problema es suyo. El Señor anda por el patio de nuestra casa, por el estacionamiento del condominio donde vivimos, preguntando: «¿Donde está tu hermano?» (Gn 4.9) Ese «no sé» de Caín a toda su indignación no valdrá de nada. Las universidades y escuelas no enseñan esa compasión de Cristo y de Job. Cursos acerca de la «Sociología de la miseria» no son la misma cosa.

Queda, todavía, otro grupo enorme de mudos. Son los que no nacieron y que nunca nacerán; los que fueron abortados. ¿No será hora de asumir el desafío, la desgracia de ese aspecto de la realidad nacional y mundial aún con más ahínco como madres cristianas, como madres creyentes, pues el problema está en la iglesia también? ¡Hable mujer a sus hijos e hijas de todo ese cuadro social doloroso! Ayúdelos a sentir el dolor del pueblo, la tragedia de todos aquellos que se hallan desamparados.

Ese cuadro social también incluye pobres y desamparados (Pr 31.9). Mucho se ha hablado de esa realidad tercer-mundista y quedamos casi anestesiadas, no sentimos más la injusticia de una situación de tamaña desigualdad.

Pero, la madre de Lemuel orientó a su hijo para tener una actuación definida, concreta…«haz justicia a los pobres y a los desamparados». Ella no estaba incentivando a su hijo hacia ninguna política de izquierda —considere que en todo el pasaje no hay ninguna orientación sobre cómo guardar las fronteras nacionales, sobre el ejército y su tamaño, sobre los tipos de castigo que deberían aplicarse o sobre el nombre del primer ministro.

Ayúdelos a sentir el dolor del pueblo, la tragedia de todos aquellos que se hallan desamparados. Orientar bíblicamente no es la misma cosa que andar arengando porque «los jóvenes ya no aguantan más las mismas salidas». Hay principios de justicia que son universales porque son bíblicos y este es uno de ellos. ¡Hable, mujer! No se esconda detrás de las viejas disculpas: «La gente ya no sabe por qué partido político votar», «el problema es del gobierno», «ya lo intentamos pero los pobres siguen en las mismas; no quieren mejorar», «una vez pobre, siempre pobre». La Biblia insiste: «Abre tu boca, juzga rectamente».

¿Será que nuestros países necesitaban ser como son? ¿Esa multitud de necesitados va creciendo y creciendo sin que digamos nada, sin que hagamos nada, nunca? Hable, mujer, por amor a Dios, por amor a todo su pueblo, por amor a su propio hijo. El egocentrismo es la esencia misma del pecado y ninguna madre amorosa va a querer que su hijo viva en pecado, por el contrario como la madre de Lemuel, será celosa con el hijo que tanto quiere, orientándolo sabiamente. ¡Feliz Lemuel que tuvo una madre así! Hable usted, mujer y «sus hijos se levantarán y la llamarán dichosa» (Pr 31.28).

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