LA PROSPERIDAD DE ISRAEL


Algunos estiman que las iglesias evangélicas enroladas en una o más de las muchas variantes del llamado ‘evangelio de la prosperidad’ ya superan la mitad del total; y que también crece el número de los que se apartan de esa corriente por sentirse defraudados en su buena fe. 


No se puede negar que es mucho lo que se ha escrito –y se sigue escribiendo- sobre este fenómeno que mueve masas de entusiastas seguidores y genera severas críticas.

¿Es la prosperidad material la única (o más deseada) meta para el ser humano? 

¿Debe el cristiano anhelar y obtener la prosperidad prometida por Dios en el Antiguo Testamento? 

¿Por qué el Evangelio de Jesucristo y sus apóstoles desalienta procurar las riquezas terrenales y aconseja las celestiales? 

EL CAMINO DEL SACRIFICIO
Mucho antes del nacimiento del antiguo Israel, las personas escogidas por Jehová Dios tuvieron que soportar duros sacrificios para obedecerle; me refiero a los que sentaron las bases de un pueblo visible; líderes que lo guiaron en medio de un mundo pagano y que murieron como peregrinos, sin entrar en la tierra prometida.

La única propiedad dejada a sus herederos fue –vaya paradoja- la tumba familiar; la posesión adquirida en un sitio de esa tierra prometida por Jehová Dios a Abraham. Allí sepultó el ‘padre de las familias de la tierra’ a Sara y fue sepultado por su hijo Isaac. En ella fueron sepultados después Isaac y Rebeca; Jacob sepultó allí a Lea. José, ‘el soñador’ vendido y dado por muerto por sus hermanos (que, siendo la mano derecha del poderoso faraón egipcio fue acosado sexualmente y calumniado por la mujer de Potifar, zafó del problema y salvó de morir de hambre a su familia), tuvo que recorrer un largo camino desde Egipto para sepultar a su padre.

Para esos escogidos de Jehová Dios, el sepulcro vino a ser un lugar de encuentro familiar; de llanto, reflexión y adoración. Durante esos días de sentido luto el único asunto era recordar esa comunión vital entre sus ancestros y Dios. Eran días de aprendizaje para herederos que no pugnaban en el reparto de la herencia, ni pagaban honorarios para que alguien oficiase de partidor. La herencia recibida era tan valiosa como intangible; requería recordar y grabar aspectos de la vida de sus progenitores; para después pasarlos a sus hijos, y a los hijos de sus hijos.

La autenticidad del relato transmitido de generación en generación no estaba avalada por la prosperidad terrenal sino por un tipo de vida sobrio y sacrificado propio de quienes sabían en Quién esperaban. La confiada espera de la promesa era la condición necesaria y suficientemente para justificar cualquier privación momentánea. Y es aquí donde encontramos la clave: todos aquellos que creían en la promesa de Jehová Dios eran embargados por un temor reverencial que los humillaba y movía a la adoración. Escuchaban Su voz; sus corazones y mentes se ligaban a Él; como resultado, vivían esperando en Aquel a quien creían, a pesar de las circunstancias adversas.

Me pregunto si muchos de los cristianos que tenemos la Biblia como libro de cabecera estaríamos dispuestos a padecer algo parecido a lo que sufrieron los que obedecían a la voz de Dios. El texto bíblico nos revela que los creyentes genuinos no son precisamente los que dicen que la prosperidad terrenal es evidencia de la fe en Cristo.

¿CUÁL ERA LA PROSPERIDAD DE ISRAEL?
Es necesario sumergirse en la historia de los hechos de Dios por amor al hombre para llegar a conocer en qué consistía la prosperidad del antiguo Israel. Es imposible definirla en una corta frase. Para cumplir con la promesa dada a Israel Dios actuó en la Historia, esa que Él nos reveló – a judíos y gentiles por igual - en Su perfecto plan. Estamos hoy acercándonos al cumplimiento final de ese plan, a completar el puzzle gigantesco en el que cada pieza está constituida por un hecho previsto por el Creador y Redentor de la Creación.

Desde nuestro punto de vista actual sabemos que solo Dios estaba detrás de ese bebé que fue salvado de la matanza de niños hebreos, luego adoptado por la hija del Faraón egipcio, bautizado por ella Moisés, educado en la corte imperial, protegido en su huída al extranjero tras cometer un crimen, llamado tras cuarenta años para sacar de Egipto a la gran multitud de los que vivían como esclavos.

No se puede dejar de lado –por lo difíciles de creer– los hechos que suceden para terminar con la salida de los israelitas de Egipto. La orden de Dios a Moisés, el reiterado pedido de éste al Faraón para dejar ir al pueblo, las plagas, la milagrosa como azarosa partida de Egipto, la liberación de la multitud acorralada frente al mar; el cruce en seco de todos ellos y la destrucción del ejército de perseguidores que quedó sepultado en el fondo del mar.

Leer sobre la odisea de Moisés y Aarón guiando a los israelitas por el desierto es descubrir hasta dónde pueden llevar al ser humano la tozudez, la murmuración, la codicia y la rebeldía. Así, el viaje rumbo a la tierra prometida a Abraham cuatro siglos antes – que dado el número de viajeros y el volumen de bienes que llevaban consigo podría haber insumido a lo sumo unos pocos meses – les llevó cuarenta años. No pasa mucho tiempo sin que el pueblo murmurase por el largo viaje y pidieran regresar a Egipto. Extrañaban el pescado, los pepinos, melones, puerros, cebollas y ajos que comían siendo esclavos maltratados en Egipto, y no conformes con el maná que recibían del cielo cada día clamaban por carne. Cuando tuvieron codornices murieron por comer desaforadamente de ellas. Iban rumbo  “a la tierra que les había provisto, que fluye leche y miel, la cual es la más hermosa de todas las tierras”;pero sus mentes y estómagos los impulsaban a regresar a la antigua vida.

El salmista resume así la provisión divina en ese tiempo Extendió una nube por cubierta, y fuego para alumbrar la noche. Pidieron, e hizo venir codornices; y los sació de pan del cielo. Abrió la peña, y fluyeron aguas; corrieron por los sequedales como un río. Porque se acordó de su santa palabra dada a Abraham su siervo.” 

A causa del pueblo contumaz que guiaba su siervo Moisés, más de una vez se encendió Dios en su justa ira. Ni siquiera el castigo merecido les hizo enderezar el rumbo y el pueblo deambulaba año tras año. La Ley que Dios le da a Moisés para que legisle con ella a los israelitas vino a poner un marco de necesaria contención. Sin embargo, aún con los Diez Mandamientos el pueblo siguió pecando; por murmurar su descontento ninguno de los que habían salido de Egipto pudieron entrar en Canaán. Tampoco entró Moisés, a quien Dios le permitió ver la tierra desde lejos. Un valiente Josué, acompañado por Caleb y el pueblo nacido en el desierto, entra a la tierra prometida tras cruzar en seco el Jordán y ver la caída de las murallas de Jericó, ambas obras divinas realizadas para alentar a los israelitas a conquistar toda la tierra en el temor del Dios Altísimo.

En este punto de la historia del antiguo Israel comienza el largo período donde actúan los jueces, sacerdotes, reyes y profetas. Es el que cubriremos en nuestra próxima nota para cerrar este capítulo. Pero, hasta aquí se va haciendo evidente que la prosperidad de Israel vista con los ojos del pueblo sacado de la inhumana esclavitud en Egipto no coincide con la visión de los siervos escogidos por Dios para conducirlo a la tierra de promisión. Mientras los israelitas ven a la prosperidad con un sentido de urgencia los líderes deben apelar a todos los medios a su alcance para apaciguar los ánimos y construir hábitos cotidianos en base a la esperanza.

El profeta Isaías arenga a los pocos israelitas justos que sufren a causa de líderes ambiciosos que deseaban aprovechar el hecho de que Dios fuese Su protector para tener éxito como nación y exhibirse con orgullo a las demás naciones en sus tiempos. Aunque son una minoría les insta a no desfallecer diciéndoles:  “Mirad a Abraham vuestro padre, y a Sara que os dio a luz; porque cuando no era más que uno solo lo llamé, y lo bendije y lo multipliqué.”   

Es sobre este fundamento que Juan, el precursor, siglos después amonestará duramente a sus contemporáneos:  “Haced, pues, frutos dignos de arrepentimiento, y no penséis decir dentro de vosotros mismos: A Abraham tenemos por padre; porque yo os digo que Dios puede levantar hijos a Abraham aun de estas piedras.”   

Muerto Juan a manos del rey de los judíos (impuesto por el Imperio Romano) (10)  Jesucristo habla a la gente como el enviado del Padre. Para el Maestro de Galilea no había duda alguna: ser hijo de Abraham era algo más que cumplir con el rito de la circuncisión. Para Jesús no es lo mismo ser ‘descendiente de Abraham’ que ser ‘hijo de Abraham’. El primero lo es en la carne, el segundo por tener fe en Dios.

 “Respondieron y le dijeron: Nuestro padre es Abraham. Jesús les dijo: Si fueseis hijos de Abraham, las obras de Abraham haríais.” 

En adelante, hemos de ver cómo la Promesa va dibujando en el Israel antiguo la persona y carácter del Mesías a ser encarnado en Jesucristo; cómo cobra realismo en el ‘kairós’ divino. Paralelamente, también veremos cómo los israelitas se afanan y desesperan con tal de anticiparlo en su ‘cronos’ temporal.

Ocurre que la prosperidad ha sido, es y será una constante lucha entre el ‘aquí y ahora’ del hombre y el ´dentro de poco’ y ‘en aquél día’ de Dios.

Los que buscan ser prosperados ‘ya’, reciben solo lo perecedero e imperfecto que amerita su obrar en la carne; mientras que los que buscan primeramente ‘el reino de Dios y su justicia’ no solo son prosperados por la eternidad, sino que reciben todo lo que Dios sabe que les conviene y necesitan para ser bendecidos cada día de sus vidas.

0 comentarios: