LA ARMADURA DE LA ORACION

En el último capítulo de Efesios, Pablo nos instruye acerca de que necesitamos ir a orar por otros como si estuviéramos entrando en una batalla. Tenemos que vestirnos con la armadura de la fe. Nos dice: “Por lo demás, hermanos míos, fortaleceos en el Señor, y en el poder de su fuerza. Vestíos de toda la armadura de Dios, para que podáis estar firmes contra las asechanzas del diablo. Por tanto, tomad toda la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo, y habiendo acabado todo, estar firmes” (Efesios 6:10–11, 13). Luego continúa describiendo cada uno de los componentes de esa armadura: “Estad, pues, firmes, ceñidos vuestros lomos con la verdad, y vestidos con la coraza de justicia, y calzados los pies con el apresto del evangelio de la paz. Sobre todo, tomad el escudo de la fe, con que podáis apagar todos los dardos de fuego del maligno. Y tomad el yelmo de la salvación, y la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios; orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda perseverancia y súplica por todos los santos” (Efesios 6:14–18). 

Cuando nos dedicamos a la oración, la verdad es lo que nos reviste y lo que sostiene las piezas de nuestra armadura en su lugar. La verdad de que somos justos delante de Dios por medio del sacrificio expiatorio de Jesucristo es lo que protege nuestros corazones de la duda y la indecisión. A dondequiera que vayamos, tenemos que recordar que nuestro propósito es la paz shalom que Dios escogió como su propio nombre. La fe es lo que nos protege de los contraataques del enemigo y detrás de la que nos recargamos a la vista del temor. La espada que empuñamos es las promesas de la Palabra de Dios, ya que ellas son las leyes y los preceptos del reino de los cielos por medio de los cuales decimos en la corte del cielo que tenemos el derecho de recibir aquello que estamos pidiendo. Revestidos así, estamos listos para enfrentar cualquier batalla y pedir que la luz del cielo produzca cambios. 

Y, a medida que nos revestimos de estas cosas, empezamos a convertirnos en aquellas personas que Dios pretendía que fuéramos cuando nos puso en esta tierra: sus representantes en la tierra, reflejos de su Hijo en palabras y hechos. En este pasaje en Efesios, Pablo incluso usa una cita del libro de Isaías que se refería al Mesías que habría de venir, Jesús: Y lo vio Jehová, y desagradó a sus ojos, porque pereció el derecho. Y vio que no había hombre, y se maravilló que no hubiera quien se interpusiese; y lo salvó su brazo, y le afirmó su misma justicia. Pues de justicia se vistió como de una coraza, con yelmo de salvación en su cabeza; tomó ropas de venganza por vestidura, y se cubrió de celo como de manto. “Y vendrá el Redentor a Sion, y a los que se volvieren de la iniquidad en Jacob”, dice Jehová. (Isaías 59:15–17, 20). Por lo general, subestimamos tremendamente el poder de nuestras oraciones por otros. Dios nos llama a la aventura y al diálogo de la intercesión porque está buscando compañeros en la tierra que acudan y salven a aquellos a los que ama en la tierra, parándose entre ellos y la catástrofe. Quiere hijos e hijas en la tierra que sean semejantes al Cristo encarnado. Jesús, después de todo, “vive siempre para interceder” (Hebreos 7:25). Si nos esforzamos por ser como Él, ¿acaso no debemos también estar intercediendo? Cuando de veras nos “revestimos de Cristo” (Gálatas 3:27), también debemos vestirnos de intercesión, porque eso es lo que Él hace día y noche. 

Es, en resumen, el poder fundamental para traer un cambio por medio del espíritu en nuestro mundo físico. Es el trabajo de cada creyente. Es la clave para la expansión del reino de Dios. Y es el fundamento de una vida que vale la pena vivir. No solo eso, sino que es imposible que haga tales peticiones al cielo sin determinación y sin que esa determinación lo cambie a usted. En su libro en la escuela de la oración Andrew Murray llamó a la oración intercesora “la escuela de entrenamiento de la fe”. Continúa diciendo: Allí se prueba nuestra amistad con Dios y con los hombres. Allí se ve si mi amistad con el necesitado es tan real, como para que dedique tiempo y sacrifique mi descanso, vaya incluso a la medianoche y no cese hasta que haya obtenido lo que necesito para ellos. Allí se ve si mi amistad con Dios es tan clara, de modo que puedo depender del hecho de que no me defraudará y, por tanto, orar hasta que Él dé. Oh qué misterio celestial tan profundo es el de la oración perseverante. El Dios que ha prometido, que anhela, cuyo propósito firme es dar la bendición, la retiene. Para Él es un asunto de tal importancia que sus amigos en la tierra conozcan y confíen plenamente en su Amigo rico en el cielo, que los entrena, en la escuela de la respuesta demorada, a ver cómo su perseverancia realmente importa, y qué asombroso poder pueden ejercer en el cielo, si tan solo se empeñan en ello. Hay una fe que ve la promesa, y la abraza, y sin embargo no la recibe (Hebreos 11:13, 39). Es cuando la respuesta a la oración no viene, y la promesa en la que parecemos estar confiando con mayor firmeza aparentemente no tiene ningún efecto, que la prueba de la fe, más preciosa que el oro, tiene lugar. Es en esta prueba que la fe que ha abrazado la promesa se purifica y se fortalece y se prepara en una comunión personal y santa con el Dios viviente, para ver la gloria de Dios. La toma y se agarra de la promesa hasta que ha recibido el cumplimiento de lo que había reclamado en una verdad viviente en el Dios invisible pero viviente. Este no es un asunto trivial. Incluso si comenzamos a interceder en el mismo instante en que escuchamos la necesidad de otro, tenemos que adoptar el modo de pensar de fe que dice que nuestras palabras harán algo más que solo producir vibraciones en el aire. 

Tenemos que reconocer que tenemos un lugar delante del trono de Dios y el derecho de estar allí. Tenemos que reconocer que hay promesas de Dios que se aplican, leyes espirituales en las que se puede confiar para proporcionar ayuda en tiempos de necesidad. Y, tal como lo hizo Ester, usted tiene que venir con la convicción de que no será rechazado, después de todo, sabe que lo dice la Palabra de Dios.  

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