REFLEXIONES SOBRE EL FARISEO Y EL PUBLICANO


Dos hombres vinieron a orar a la casa de Dios. Aparentemente no se conocían. Espiritual y socialmente pertenecían a dos mundos aparte, o al menos así es como se veían a sí mismos. (¡Algunos grupos sociales les dan mucha importancia a esas distinciones!) Estos dos hombres representan a dos grupos de personas que siempre han llegado a la casa de Dios para orar.

Uno de ellos era considerado como un ciudadano básicamente bueno y respetable. Pertenecía a la “clase media”. Vivía una vida decente y es probable que se veía a sí mismo como un modelo digno de ser imitado. Sabía con claridad qué estaba bien y qué estaba mal. Por lo menos así lo creía. El otro era considerado un estafador; su conducta no se veía favorecida al ser expuesta. En realidad, era un personaje despreciable. Uno era tenido en alta estima, el otro, ciertamente, no. Al uno se lo describía como “fariseo”; al otro, como “publicano” o recaudador de impuestos.


Para que tú no te sientas turbado por la inferencia de que las personas que entran en la casa de Dios para adorar y orar pueden fácilmente dividirse en estos dos grupos, permíteme decirte inmediatamente que las cosas no se dan así. A nosotros nos sería difícil encontrar a muchas personas con la firmeza, el celo y la disciplina de un fariseo. Y probablemente no muchos de los que vienen a la iglesia se han hundido en las profundidades del proverbial publicano. Sospecho que en la mayoría de nosotros hay algo de los dos, un poco del publicano y un poco del fariseo; a veces más del fariseo y a veces más del publicano. Pero entre los dos probablemente tenemos un promedio de la gente que viene a orar.

El mensaje básico de este relato contado por Jesús y registrado en Lucas 18:9-14, es un mensaje tanto de juicio como de salvación. El juicio está dirigido primariamente contra aquellos que tienden a compararse con otros en la iglesia, y al hacer eso terminan sintiéndose muy bien. Se ven a sí mismos como realizados y exitosos, en contraste con los que tienen una autoestima negativa. Al expresar los dos hombres sus pensamientos y sentimientos ante Dios en oración, resulta clara la percepción que tenían de sí mismos.

Uno se alaba a sí mismo y a Dios por lo que es y por lo que es capaz de hacer. No tiene deseos de ser diferente. No tiene nada que pedirle a Dios. Sus ayunos, su vida de oración, sus contribuciones de diezmos y ofrendas son impresionantes. (“¡Seguramente, Dios, tú reconoces eso!”) Su mente está concentrada en qué puede traer a Dios, no en qué ha recibido de Dios. Y en eso radica su primer gran defecto.

En contraste, vemos al otro individuo, de aspecto miserable, que se siente completamente fuera de lugar. Su mismo trabajo (recaudador de impuestos) era algo que iba en su contra. La gente decente no escogía esa profesión. Socialmente, no era aceptado. Muchos lo veían como un “leproso” moral. De modo que lo más adecuado era que se quedase “lejos”, como dice el texto.

Uno podría preguntar: ¿Será posible que tengamos en esta historia a un hombre básicamente recto, convertido injustamente en víctima de una profesión con un estigma social? ¡No, ni por asomo! Era una persona corrupta y estafadora. Su postura y sus palabras, todo reflejaba su verdadera condición. Todo andaba mal en su vida. No había nada en él que lo recomendase.

Pero, precisamente en eso radicaba su salvación. Tuvo el valor de ser honesto consigo mismo y con Dios. Al estar delante de Dios, no encontró nada en sí mismo de lo cual sentirse bien. Sólo veía fracaso y miseria. Con sentimientos que evocaban los de David muchos años antes (“Lávame más y más de mi maldad, y límpiame de mi pecado. Porque yo reconozco mis rebeliones, y mi pecado está siempre delante de mí”, Salmo 51:2-3),* clama por ayuda.

Leyes de la vida espiritual

De esta historia memorable se extraen tres leyes importantes de la espiritualidad.

Primera ley: La persona que confiesa sinceramente su pecado ante Dios está más cerca de Dios que aquella que cree que no tiene nada que confesar. Dios puede encargarse de los pecados; lo hace todo el tiempo. Es muy competente en eso. (“Es quitada tu culpa, y limpio tu pecado”, Isaías 6:7.) Pero la ceguera de la arrogancia es difícil de curar.

Uno puede preguntarse: ¿Cuál fue el criterio del fariseo para sentirse tan logrado y exitoso espiritualmente? ¡Se comparó con un individuo por quien no tenía sino desprecio! El compararnos con otros, lo que hacemos a menudo, generalmente ayuda poco. Las conclusiones que extraemos en esas circunstancias son inseguras. Y eso nos conduce a otra ley de la espiritualidad.

Segunda ley: La persona que admira su propia espiritualidad por lo general encuentra correspondientemente difícil ver lo bueno en otros. Se nos recuerdan las palabras de advertencia de Pablo: “Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga” (1 Corintios 10:12). Al estar en la presencia de Dios, probablemente no hay sentimiento más arriesgado para acariciar que éste: “Señor, mientras otros quizás no sean capaces, te agradezco que yo lo soy”. Esto trae a nuestra mente el pensamiento bien conocido: “Mientras más nos acerquemos a Jesús, menos nos sentiremos inclinados a ensalzarnos a nosotros mismos. Aquellos a quienes el cielo reconoce como santos son los últimos en alardear de su bondad” .

Los verdaderos peregrinos no encuentran satisfacción en proclamar su propia espiritualidad. La humildad es su perfil característico (ver Filipenses 2:3). Un verdadero peregrino conoce por experiencia personal la fragilidad de la humanidad; entiende y toma tiempo para dar una mano a compañeros de travesía que encuentran difícil el camino.

Tercera ley de la espiritualidad: Mientras los seres humanos aclaman natural y espontáneamente a los ganadores, Jesucristo se interesa espontánea y profundamente por los perdedores. La historia de Lucas 18 nos habla acerca de la solidaridad de Cristo con aquellos que luchan y encuentran todo demasiado difícil. El dijo: “No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento” (Lucas 5:32). El también declaró a través del profeta: “Yo habito en la altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes” (Isaías 57:15).

La maravillosa verdad es que ante Dios nadie necesita desesperarse. David oró: “Oh Señor, ninguno hay como tú. Señor, Dios misericordioso y clemente, lento para la ira, y grande en misericordia” (Salmo 86:8, 15). Las buenas nuevas para todos nosotros es que Dios puede proveer el bálsamo de Galaad a fin de encontrar sanidad para nuestras heridas (Jeremías 8:22).

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