MALAQUÍAS Y LA CORRUPCIÓN DEL CLERO

El último libro de los profetas –último además del Antiguo Testamento según la clasificación cristiana– es el del profeta Malaquías. Situado también en un regreso del exilio que debía haber implicado un renacimiento espiritual de Israel, pero que dejó al descubierto una crisis de profundas características, Malaquías apuntó de manera fundamental a la corrupción del sistema espiritual. Éste, como sucedería hasta su destrucción por las tropas romanas en el 70 d. de C., giraba en torno al templo de Jerusalén. 

Que así fuera tenía una lógica aplastante. No se trataba sólo del recuerdo de la gloria nacional que fue el reinado de Salomón o de lo que constituía la diferencia esencial en la vida de los reinos ya divididos de Israel y Judá. En el templo, por añadidura, se celebraban los sacrificios realizados para expiar los pecados del pueblo. El mensaje no podía ser más claro: nadie podía obtener la salvación por sus medios, sus méritos o sus obras. Por el contrario, Israel tenía que ser consciente de que sus pecados lo separaban de Dios. La remisión del pecado venía por el sacrificio de alguien que fuera perfecto, sin defecto e inocente. La sangre derramada sacrificialmente era conectada con la expiación (Levítico 17: 11). 

No resulta difícil comprender –los paralelos históricos son notables– que un sistema que operaba el perdón de los pecados ofrecía un flanco importante a la corrupción. Caer en ella era una posibilidad innegable salvo que existiera una voluntad firme de evitarla. En primer lugar, el clero podía aprovechar la situación para desplazar el foco espiritual desde Dios hacia si mismos. La gente no contemplaría la salvación inmerecida de Dios como un regalo de Su misericordia sino que, por el contrario, acabaría llegando a la conclusión de que los sacerdotes ofrecían un perdón que, por supuesto, se podía comprar. En segundo lugar, un clero satisfecho por la fortuna que significaba dispensar mediante pago la salvación experimentaría un proceso creciente de corrupción. Inicialmente, percibiría el dinero por los servicios prestados, pero, con el paso del tiempo, no se conformaría con esos beneficios e iría ideando nuevas maneras de acrecentar esas ganancias. 

Basta analizar la Historia de la iglesia católica a lo largo de la Edad Media para percatarse de que ese proceso de corrupción puede alcanzar una sofisticación escalofriante. Finalmente, la corrupción cúltica se iría extendiendo a otras áreas de la vida. Jesús calificaría unos siglos después el sistema del templo de cueva de ladrones (Lucas 19: 46) repitiendo una acusación que el profeta Jeremías había formulado antes de la destrucción del templo (Jeremías 7: 11). Entre ambas situaciones, Malaquías desarrolló su ministerio. Resulta enormemente significativo que la profecía fuera “contra Israel” (1: 1). No son pocos los que, a lo largo de los siglos, han considerado que Israel constituye una entidad que no puede ser objeto de la menor crítica y que sólo merece un respaldo total y cerrado, acrítico y absoluto. Esa interpretación no puede estar más lejos de la realidad y los distintos profetas son buena prueba de ello. El amor de Dios se manifiesta, entre otras vías, no a través de la tolerancia frente a cualquier conducta de Israel sino mediante mensajes que le advierten de las terribles consecuencias de apartarse de El aunque ese distanciamiento se disfrace bajo una espesa religiosidad. Dios ama a Israel y ese Amor se manifestó desde el principio, desde aquel momento en que decidió elegir a su antepasado Jacob sin ningún mérito y frente a su hermano Esaú (1: 2-4). Posteriormente, Pablo recurriría a este pasaje (Romanos 9: 13) para dejar de manifiesto hasta qué punto la gracia de Dios se manifiesta a través de una elección que no tiene nada que ver con méritos sino con Su sencillo amor. Malaquías insiste en que esa elección es una muestra clara de que Dios ha amado a Israel. A fin de cuentas, ¿no podía haber cumplido la promesa a Abraham a través de otro descendiente suyo llamado Esaú en lugar de hacerlo a través de Jacob-Israel? Sin embargo, rechazó a Esaú y eligió a Israel y lo hizo antes de que ninguno de ellos hubiera dado un solo paso. Lamentablemente, la casta sacerdotal no sólo no respondía en esa época al amor de Dios manifestado a lo largo de los siglos sino que incluso se permitía despreciarlo (1: 6). Debería haber respondido como el siervo al señor y el hijo, al padre, pero su conducta era la del menosprecio. Ese distanciamiento despectivo respecto de Dios se manifestaba en las tareas de culto. Su obligación era ofrecer un sacrificio perfecto que mostrara que sólo alguien así podría en un futuro lavar con su sangre los pecados del pueblo. Sin embargo, lo que ofrecían eran animales baratos, impropios, defectuosos, posiblemente los que les permitían embolsarse una cantidad respetable marcada por la diferencia entre lo que pagaban los fieles y el coste real de la ofrenda (1: 7-8). Frente a esa situación, la única salida era pedir a Dios que se apiadara de ellos por haber actuado así (1: 9) porque por más que se realizara la liturgia del templo de acuerdo a los ritos establecidos, Dios no se complacía en ella (1: 10). No sólo eso. En realidad, lo que sucedía en el templo de Jerusalén resultaba muy inferior espiritualmente al sacrificio que tenía lugar en otros lugares del globo donde se invocaba el nombre de Dios (1: 11). A qué y quiénes se refiere Malaquías sólo puede ser objeto de especulación, pero encierra una realidad espiritual sobrecogedora. En apariencia, el templo de Jerusalén era el único lugar donde se honraba a Dios y las naciones no eran sino un foco de idolatría. La realidad era bien diferente: el templo de Jerusalén había sido profanado por los que deberían servirlo y en lugares desconocidos, entre las naciones, el nombre de Dios era verdaderamente ensalzado con ofrenda limpia. Llama la atención ese aserto de Malaquías y, sin embargo, no debería ser así. A fin de cuentas, ¿quién era ese Melquisedec, sacerdote del Dios Altísimo, al que Abraham reconoció una autoridad espiritual (Génesis 14: 17-24)? Ciertamente, no un descendiente suyo. ¿Y Job? No pertenecía tampoco a la estirpe de Abraham, pero sabemos que no había hombre como él en toda la faz de la tierra (Job 2: 1-3). Sí, por mucho que pudiera escocer al clero de Jerusalén, lo que ellos hacían era profanar la santidad del lugar mientras que otros, en absoluto relacionados con Abraham o Moisés, sí honraban debidamente el nombre de Dios. Semejante conducta tendría sus consecuencias porque Dios no lo iba a pasar por alto. Por el contrario, maldeciría las bendiciones que pudieran esperar los sacerdotes (2: 1-4). La expresión es, ciertamente, sobrecogedora y no puede serlo menos porque implica que lo que ha de ser bendición se torna en una maldición. De un sacerdote se espera que enseñe a los fieles lo que Dios ha mandado porque debe actuar como un mensajero de YHVH (2: 7). 

Sin embargo, la experiencia del Israel regresado del exilio era muy diferente. La conducta de los sacerdotes había sido de desprecio por la verdad (2: 8) y el resultado había sido que la gente también había comenzado a despreciarlos a ellos (2: 9). No era sorprendente porque los habían visto tratar a la gente de manera desigual, discriminatoria, favoritista (2: 9). Esa conducta resultaba especialmente odiosa porque todos los judíos estaban unidos por la existencia de un pacto con Dios que excluía, por definición, ese tipo de conductas (2: 10). Pero no se trataba únicamente de la devaluación del culto del templo ni del deterioro de la imagen de los sacerdotes. A decir verdad, todo eso era simplemente el principio. Porque de un sistema espiritualmente corrompido sólo podían derivar frutos malos. El primero es que los judíos habían comenzado a contraer matrimonios mixtos -¿lo llamaríamos hoy multiculturalidad?– con gente que adoraba a otros dioses. De ahí, sólo podían surgir el distanciamiento del verdadero Dios y la idolatría como había acontecido incluso con alguien tan sabio como el rey Salomón, el constructor del primer templo (I Reyes 11: 1-9). La desgracia es lo que esperaría a quien actuara así (2: 12-13). El segundo efecto de aquel deterioro espiritual sería la disolución de la familia (2: 14-26). La estabilidad matrimonial se vería sustituida por la quiebra del vínculo conyugal. No es que, ocasionalmente, tuviera lugar el divorcio que permitía la ley de Moisés sino que aparecería el repudio, es decir, el abandono de una persona sin motivo alguno y sólo por mero capricho (2: 16). 

Finalmente, tras el debilitamiento de la relación con Dios y la disolución de la familia, los judíos llegarían al último escalón. Éste no sería el de negar la existencia de Dios –podían ser malos, pero no necios– sino, de manera bien reveladora, el de pensar que, al fin y a la postre, el Ser absoluto se complace en el que hace el mal y no interviene con justicia en este mundo. Dios existe –sí– pero Su comportamiento hacia el género humano es insoportablemente injusto. 

No se necesita ser especialmente agudo para comprender la situación expuesta por Malaquías ni tampoco para captar paralelos angustiosos a lo largo de la Historia e incluso en la época que nos ha tocado vivir. Mientras la apariencia de vida espiritual se sigue centrando en ritos y ceremonias, por debajo subyace la existencia de un clero no pocas veces inmoral y despegado de la misión que debería cumplir. El resultado es su descrédito, pero también la disolución de una sociedad, la pérdida de su cohesión interna, la mezcla con gentes de otra cultura contraria a la verdadera fe, la destrucción de la familia sin motivo que lo justifique y, por último, la asunción de que Dios existirá, pero que deja de manifiesto, día a día, que ayuda a los que hacen el mal y desprecia la justicia. 

No cabe duda de que muchos pensarán que aquella sociedad de Malaquías era un foco de aspectos positivos. En ella se daban cita una sana secularización, una clara libertad en las relaciones personales, una creciente multiculturalidad e incluso un espíritu crítico sin límites. Sin duda, es una forma de verlo, pero no cabe duda de que no es la de Dios. 

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