NAHUM Y LA JUSTICIA DE DIOS


Nahum. Autor de un texto breve, Nahum suele ser un gran desconocido –moléstese el lector en preguntar por él a la gente que lo rodea– a pesar de que fue contemporáneo de Isaías. De hecho, no son muchos –Calvino es una de las excepciones– los que han llegado a captar la grandeza de su breve libro. No sabemos mucho de Nahum e incluso es difícil determinar si ése era su nombre real o un simple apodo ya que la palabra en hebreo significa “consolador”. Incluso su lugar de origen, Alqosh, no se ha identificado con certeza ya que algunos lo ubican en el Alqosh asirio y otros en Cafarnaum o Capernaum en Galilea. 

El libro que lleva su nombre debió escribirse en algún momento previo al año 615 a. de C., es decir, poco antes de la caída de Asiria, el imperio que había aniquilado al reino de Israel y que había estado a punto de conquistar Jerusalén. Su primer capítulo es un poema extraordinario centrado en la justicia de Dios. En la actualidad, resulta muy habitual retratar a Dios como una especie de Santa Claus que pasará por alto cualquier acción que perpetren los seres humanos y que tiene como misión casi exclusiva atender nuestras peticiones aunque nosotros no tengamos Su voluntad en la menor consideración. Algunos incluso denominan a semejante comportamiento el propio de un padre sin percatarse de que un padre así estaría educando a sus hijos para ser caprichosos, egoístas, indisciplinados y mal criados. 

Nahum, sin embargo, nos recuerda que Dios es no sólo justo sino también justiciero (1: 2). El despliegue de Su justicia haría temblar a las mismas montañas (1: 5) y, por supuesto, Su cólera no puede ser resistida (1: 6). Esa justicia que, tarde o temprano, acaba ejecutándose va acompañada por el hecho de que Dios es también bueno y no rechaza a los que se acercan a El y constituye un refugio en el peligro (1: 7). Pero Su paciencia no significa que vaya a dejar el mal impune (1: 3). De hecho, por citar un ejemplo, siempre castigará a aquellas culturas en las que es habitual rendir culto a imágenes (1: 14). Los juicios de Dios son, por paradójico que pueda resultar, el paso previo a la paz (2: 1) y es así porque implican que se hará justicia. Una clara demostración de esa tesis es el anuncio de que el imperio asirio recibiría su justo castigo por todas las iniquidades que había perpetrado a lo largo del tiempo. Algunos pensarán que la caída de los imperios se explica simplemente por razones políticas, sociales o económicas. Así es, ciertamente, pero sólo en parte. La clave real del desplome de los imperios a lo largo de la Historia es que Dios los acaba llamando a juicio (2: 14). No hay excepciones. 

Si Nahum habla de Asiria, otros profetas se refieren a diversos estados y, por supuesto, esa circunstancia no concluyó en los tiempos bíblicos. Fue la razón por la que Bartolomé de las Casas estaba convencido de que los días del imperio español estaban contados y por las que no pocos anunciaron la derrota final de Napoleón y Hitler o el desplome de la Unión soviética. Esos imperios podrán haber acumulado riquezas ingentes fruto del saqueo (3: 1), habrán podido disponer de pueblos como si fueran de su propiedad (3: 4), habrán podido entregarse a la superstición religiosa convencidos de que los protegerá del destino (3: 4). Sin embargo, nada de eso podrá salvarlos del juicio de Dios. Al fin y a la postre, Dios siempre ejecuta juicio porque es justo e incluso, sin poder entender lo que sucede, serán muchos los que aplaudirán cuando haga justicia porque la maldad perpetua merece su castigo (3: 19). 

Efectivamente, pocos años después de que se escribiera el libro de Nahum, Asiria fue aniquilada y no fueron pocos los que exhalaron un suspiro de alivio. No es poco lo que se puede aprender de este breve libro. En sus versículos, se disipan las visiones bobaliconas y buenistas que tanto se han difundido y que tanto gustan porque son una excusa para la irresponsabilidad y para guiar la propia vida sobre la base de nuestras únicas apetencias. Dios es justo; Su justicia es cósmica y, precisamente por ello, la acabará ejecutando sobre personas, culturas, naciones e incluso poderosos imperios. Dios es igualmente soberano y nunca pierde las riendas de lo que sucede en Su creación. Por supuesto, también llama a la gente a la conversión, a que cambie su forma de vida, a que se vuelva a El. Ay de aquel que pase por alto estas realidades.

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