EL CARTEL DE CRISTO

Saltillo, Coahuila. Esa tarde en que había ido a testificar a un centro de rehabilitación para adictos de Sinaloa, uno de los 40 internos que estaban allí, todos malandros, gente de la peor ralea, puro loco, se levantó y le dijo:
"¡ Ey!, tú no eres de acá…", "no, yo soy del norte, de Saltillo, Coahuila", respondió el ministro, "¡ey!, ¡tú eres de los zetas!", lo encaró el hombre, "no, pérame, yo soy de un cártel mejor", contestó Pacheco, "¿cuál?, ¿cuál?", lo interrogó el tipo bufando y el pastor replicó, sin miedo y con su sonrisa fácil, "soy del cártel de Cristo, y pertenezco al rey de reyes, al que hizo el universo".
En la sala flotó un silencio de tumba y los adictos escucharon sorprendidos el testimonio de aquel predicador.

Semanas después Pacheco regresó a Sinaloa, con 20 de sus hombres, para llevar la Palabra de Dios en las calles y los barrios bajos de allá.
Su campaña duró 25 días, pero no estuvo solo, un comando de narcos, con camionetas, cuernos de chivo y escopetas a la vista, lo vigiló desde lejos todo el tiempo.


No lo tocaron, lo respetaron. Carlos Alberto Pacheco Coronado, el director de la Casa de Rescate "Cristo Vive" de México, no tuvo miedo.
"Noooo, lo que pasa es que Jesús me llamó a hacer este trabajo. He vivido con los peores hombres de todo Coahuila, Muevo León, Tamaulipas y sus alrededores", declara. Su risa es siempre como un reto, como un desafío… que desarma.
Sólo así se puede explicar que en esta casa, en forma de triángulo, plantada sobre la calle de Salazar, en las entrañas de la colonia Landín de Saltillo, un ex - sicario del Cártel del Golfo pueda dormir al lado de otro ex – malandro del cártel de los zetas, y sentarse a comer con un ex militar adicto y un pastor cristiano.
"Tenemos a muchachos que eran de los diferentes cárteles delictivos, hoy los miras en la calle con una hielerita de burritos, hablando de Jesús, uno del Golfo, con uno de los zetas, hablando de Jesús, un militar, con uno de la Línea, de la Familia Michoacana, hablando de Jesús, transformados, perdonados, limpios por el poder de Jesucristo.
"La gente dice, ¿por qué está usando a estos muchachos, para qué los tiene en su casa?, nomás los está manipulado, les está controlando la mente ¿Qué hace con el dinero de los burritos?, de seguro ese pastor Carlos Pacheco ha de vivir en una residencia de una colonia rica, en Los Pinos, no, aquí vivo con ellos", dice Pacheco.


El Pastor Pacheco volvió a Sinaloa por tercera vez, ya no a predicar en las calles tomadas por camionetas de narcotraficantes con cuernos de chivo y escopetas apuntándole desde las ventanillas, sino para abrir allá una casa de rescate.
"Ahorita tenemos a 20 Chapos, puro loco, ya transformados", se ufana.
Estamos en una salita junto al auditorio, donde los servidores de la casa de rescate, acostumbran recibir a los invitados, cantantes de música cristiana o mensajeros de la palabra, que vienen para compartir sus historias de vida y milagros, con los casi 600 niños, hombres y mujeres, en recuperación que duermen, comen, se bañan, visten, viven aquí.
600 adictos que consumen 17 mil 800 platillos de comida gratis, por semana; cuatro toneladas de frijol, cada 40 días; 350 kilos de tortillas diariamente; cuatro cajas de huevo, cada vez que comen huevo, cinco costales de azúcar por semana, con los que endulzan el café y las aguas; y cinco toneladas de fruta y verdura cada mes.
"La gente se sorprende, se asombra, ¿que no fue el mismo señor Jesús, quien nos puso el ejemplo, que con cinco panes y dos peces, dio de comer a cinco mil personas?, ¿por qué nos debe de asombrar que el mismo Jesús lo haga hoy. Esos milagros nada más los puede hacer el Dios que ama a estas almas perdidas", comenta Pacheco.


El director de la casa de rescate señala ahora un muro forrado de fotografías sepia, que resumen, como en una película, los momentos y los personajes cruciales que han dado origen y vida a esta organización, fundada en 1999.
Este muchacho que ves aquí, dice, era un esquizofrénico, que vivía en las calles drogándose, un vagabundo que llegó a la casa de rescate todo lleno de liendres y piojos, hediendo a muerte.
Ese otro vendía drogas afuera de las fábricas; éste andaba con la pandilla de "Los Nacis" de Lamadrid; éste era distribuidor de drogas en los barrios; éste comía desperdicios en el mercado de abastos y dormía en arroyos; éste se inyectaba cocaína: aquel era el peligroso de su barrio, lo conocían porque era malo, malo…

A éste le decían "El Sapo", en el Valle de las Flores, 67 veces estuvo encerrado en la cárcel Municipal por robo, por amenazas, por pandillero, por vicioso."El último comandante de la policía le dijo 'si te vuelvo a agarrar robando o drogándote, greñudo, te voy a sumir en un tambo de tiner, pa que te mueras, porque ya no sabemos qué hacer contigo'", platica Carlos Pacheco.
A este otro su papá vino y lo aventó a la puerta de la casa, como un costal de papas, "a ver qué saben hacer ustedes por éste, – dijo -, para mí ya está muerto".


El muchacho había estado encerrado en el penal de Saltillo por asaltante y violento, era malo el muchacho.
Éste que está en aquella foto, empezó a fumar mariguana a los 10 años, a los 12 se inyectaba cocaína, estaba en la secundaria y ya era adicto a la cocaína Sus familiares y amigos, que eran adictos a la heroína intravenosa, lo empezaron a inducir.

Llegó a la casa de rescate a los 17 años, con los brazos lacerados por tanta jeringa.

Ese otro era un "Mara Salvatrucha" que se dedicaba a traficar droga con su esposa.

Hoy, dice Carlos Pacheco, todos estos hombres son los líderes de las más de 16 casas de rescate para adictos a las drogas y al alcohol, "Cristo Vive", que se han abierto en distintos municipios y ciudades de la República Mexicana y Centroamérica.

En Guadalajara, en Zacatecas, en Sinaloa, en Chihuahua, en Toluca, en Cuautitlán Izcalli, en Morelos, en Escobedo, Nuevo León, en Parras de la Fuente, en Arteaga, en Ramos Arizpe, en Acuña, en Matamoros (Coahuila), en Lerdo, en Monclova, en Guanajuato y una en San Salvador.
"Eran hombres malos, pero el gran amor de Dios los transformó, cambió sus corazones", dice Pacheco.


Desde entonces, dice este ministro de 47 años, "adicto transformado", y ex – cabecilla de la clica "Los Guajucos" del Ojo de Agua, la noticia de que en Saltillo, una pequeña ciudad del norte de México, miles y miles de adictas y de adictos, criminales y secuestradores, están cambiando, ha traspasado fronteras.
"Aquellos hombres que eran malos, que eran pandilleros, criminales, sicarios, secuestradores, vendedores de droga, Jesucristo lo ha transformado y hoy son hombres de bien".
El pastor muestra ahora otra fotografía sepia en la que se le ve comiendo a la mesa con sus hombres, los primeros ocho adictos que llegaron a la casa de rescate, situada, por aquellos años, en un departamento de la calle Albania 872, en la colonia Oceanía, un barrio de clase media.
La placa le hace recordar aquel pasaje bíblico del día en que los fariseos se le acercaron a Jesús para preguntarle por qué era que comía con borrachos, prostitutas, ladrones y malvivientes.
"Jesús dijo 'porque los sanos no necesitan médico, sino los enfermos', y yo fui uno de los enfermos que necesitó la sanidad de Jesús". Él, dice, que volvió del precipicio.
Él que había crecido en el barrio del Ojo de Agua, uno de los guetos más pobres y violentos del Saltillo de los años ochentas, bajo la influencia del alcohol y las drogas.


Pacheco se había habituado al ambiente pachanguero de su barrio en el despachaban cuatro cantinas y tres expendios de cerveza, más o menos en un tramo de dos cuadras.
"Aunque mi papá fue un hombre muy trabajador, aunque tenía mucha responsabilidad y obligación en mi casa, vivíamos en dos piezas de habitación, había muchas carencias, muchas necesidades y el hábito de la bebida de mi papá hacía que la mayor parte de su ingreso lo terminara de esa forma. Eso hizo difícil nuestra niñez, la mía y la de mis cuatro hermanos.
"Porque después del alcohol vienen los gritos, los insultos, las humillaciones, los golpes, el avergonzar a los hijos, el avergonzar a la esposa y eso causa en los muchachos estrés, resentimiento, ira, ofensa, deseos de venganza, coraje en el corazón, ymi hogar no fue la excepción".
La imagen de los chavos banda que bajaban a trabajar de boleros en la Plaza Félix U. Gómez, con los labios manchados de negro, por tanto drogarse con tinta fuerte, se le había quedado pegada en la memoria.
Se llamaban Los Guajucos y eran tantos, como 300, y tan violentos, que hacía falta la fuerza militar para controlarlos.
Pacheco que había padecido desde su niñez la falta de afecto y el alcoholismo de su padre obrero del Grupo Industrial Saltillo, encontró pronto una familia en las filas de Los Guajucos.
A los 13 años Pacheco se volvió el cabecilla de una banda de adolescentes en la Secundaria 1, especialista en golpear y atracar el lonche y el dinero del recreo a los demás estudiantes.


A la salida de la escuela era darse de golpes contra las bandas rivales de otras secundarias, en los terrenos de la estación del tren, hasta que uno de los dos grupos se rendía. En la punta iba siempre Carlos.
"Era muy aventado, estaba flaco, flaco, pero era muy aventado y me lanzaban adelante. Yo tenía la idea de que para ser un verdadero hombre, tenía que darme a los golpes, tomar mucho tequila para tener fuerzas y andar de noviero en todos lados", narra.
Hasta entonces Pacheco se había tomado solamente unos cuantos tragos de cerveza y dado apenas unas pitadas a los cigarros que sus amigos de la banda le ofrecían, "pa que te hagas hombre", en los guateques organizados en casa particulares, con música de acetatos y focos alrededor, forrados de papel celofán de colores, para dar la impresión de una discoteca.
"Ahí teníamos a uno con el switch, apagando y prendiendo los focos, para hacer acá… ambiente. Era una consolota de discos, de esos negros y salía a relucir lo que habíamos visto en el barrio, en la familia: las botellas.
"Yo recuerdo que algunos tíos me invitaban 'a ver muchacho, pa que se haga hombre, tómese un traguito porque los hombres toman cerveza y usté está muy flaco, pa que se embarnezca bien, porque es cebada…'. No pensé que eso me iba a llevar a 15 años de cerveza, de vino¨.


En la preparatoria Pacheco ya es el líder de una pandilla, con credencial del Ateneo Fuente, que se dedica a amenazar, golpear y vender protección a estudiantes, a cambio de dinero o acordeones para los exámenes.
Pacheco y sus amigos se han vuelto los más temidos de toda la escuela "y aguas, ái vienen aquellos, los cholitos, los malillos", dice la gente cada vez que los ve venir.
"Los compañeros de preparatoria nos tenían miedo porque éramos agresivos".
Los guateques, ya no son solamente de tomar buches de cerveza y tragar humo de cigarros, ahora hay botellas de whisky y tequila al por mayor
Pacheco no ha probado las drogas, piensa que no las necesita, pero en cambio su ansia por el alcohol y la nicotina crece cada vez más.
Andando los años Carlos Pacheco es uno de los caudillos principales de la pandilla Los Guajucos. Se ha dejado crecer el pelo y viste pantalones tumbados.
Su método para golpear gente es usar chacos, cadenas, manoplas. Se ha hecho diestro en los chacos de tanto ver en casa a su padre que entrena judo y artes marciales.
Pacheco está convertido en un golpeador a sueldo y se ha hecho de tanta fama en el bajo mundo que la gente viene a buscarlo para preguntarle "¿cuánto me cobras por ir con aquel que me pegó, porque les des dos, tres cachetadas y lo aplaques?".


Al rato Pacheco se va de parranda con sus amigos a Monterey, un día asaltan un Seven para seguir la borrachera, otro cobran cuotas a los vendedores ambulantes de papas, elotes, churros, porque tienen ganas de más vino, de más centros nocturnos.
"Ya me juntaba con hombres que tenían el pensamiento de asaltar negocios, bancos, personas. Estaba obsesionado por un millón de dólares y dispuesto a secuestrar a cualquier persona por un millón de dólares.
"Yo sé que muchos que van a leer esta historia se van a preguntar '¿qué tipo de hombre es éste que está ahí, qué tipo de vida les está impartiendo a los muchachos'", dice el pastor Pacheco.
A estas alturas el futuro ministro y director de la casa de rescate "Cristo Vive" de México, ha sido expulsado del Ateneo Fuente por mala conducta y luego del CBTIS 97, por forzar la ventana de la cooperativa y meterse a robar con sus amigos un par de cafeteras con las que pensaba comprar una botellas de tequila Charanda.
"Después me vino una depresión, ya no me satisfacían las cervezas, los vinos, los amigos, las parrandas, las carnitas asadas, los borreguitos a la griega, el cochinito al ataúd, ya ninguna parranda o fiestecita satisfacía mi corazón".
A pasar de su alcoholismo él quiere volver a la escuela, terminar la preparatoria y graduarse de arquitecto, como ha soñado desde niño.


Se inscribe entonces en el bachillerato abierto, donde conoce una muchacha que se llama Rossy.
Pacheco se ha enamorado de ella y a la vuelta de los días se ponen de novios. La quiere a la buena y, por primera vez, tiene el deseo de cambiar de vida, pero siente que la escuela no se hizo para él o que él no nació para la escuela y al rato está otra vez en la calle.
Ha transcurrido el tiempo, los años se han ido y cosas inesperadas han pasado: Carlos Pacheco es ahora el jefe de mantenimiento de una constructora importante.
Tiene a su mando 56 trabajadores y dos secretarias, maneja una camioneta del año de la empresa, ya no lleva el pelo largo ni viste tumbado, y gana como si fuera un profesionista.
Carlos se ha casado con su novia Rossy, que ahora es licenciada enadministración.
Le ha comprado una casa bonita y muebles, ahora tienen un carro para cada quien y van de vacaciones a Isla del Padre y Acapulco, dos veces por año.
Pero Carlos no ha podido dejar el alcohol ni el cigarro. Su rutina se basa en trabajar y embriagarse con cerveza y brandy casi todas las semanas.


Diario se chupa dos cajetillas de cigarros.
"No era un borracho que estaba tirado en las calles, que andaba vomitando alcohol, trabajaba porque aprendí de mi padre la responsabilidad del trabajo, pero sentía una depresión, me sentía en angustia, vacío, ya no me satisfacía la comodidad".
Pacheco quiere cambiar, pero una bruja de barrio, una de tantas que ha visitado, le ha dicho que no puede ni podrá, porque tiene las venas cruzadas, "no muchacho, tú no cambias, naciste en viernes 13".
"El mal de alma no lo puede quitar el hombre, sólo Jesucristo, el hijo de Dios", dice el pastor.
Se casa y conoce el infierno, hay discusiones y maltratos, su matrimonio está a una gota de desplomarse. Rossy, su esposa, con la que hasta ahora Carlos ha procreado una hija, Déborah, le grita su decepción: "me decepcionaste Carlos, yo esperaba algo mejor de ti, que fueras una persona diferente, un hombre nuevo, no un violento, un borracho".
"Mi hija chiquita me decía 'papi, ¿por qué eres un borracho?, ¿por qué no cambias papá?, ¿por qué no dejas la cerveza papá?', ella quería a su papá".


Carlos es el vecino de la calle Albania, en la colonia Oceanía, que anda borracho, echando maldiciones, echándoles la camioneta encima a las familias de la cuadra, pateando los barandales, amenazando de muerte. El tipo problema del barrio.
Pero está desesperado, tanto que ha llegado a pensar que ya no le queda otra salida que el suicidio, dispararse en la cabeza con una 38, dejarse matar en una riña callejera o despeñarse en un barranco con su camioneta.
Carlos se decide por la última, así Rossy y su hija, podrán cobrar el seguro de vida.
Una mañana en vez de ir a su trabajo toma por una carretera, luego por una beche de terracería, hasta que llega al sitio que ha escogido para lanzarse con su vehículo.
Carlos ha estacionado justo a la orilla de un precipicio, mete el acelerador hasta el fondo sin pensarla mucho y cuando está a unos centímetros del vacío se arrepiente y frena. La camioneta derrapa.


Carlos está llorando, le pide a Dios que lo ayude a salir de la angustia, del alcoholismo que tiene a su familia a una copa de la destrucción.
"Empecé a gritarle a Dios que si él existía me ayudara, que estaba cansado".
Alguien lo invita a una iglesia cristiana, pero él no quiere ir.
Días después los congregantes del templo "Nueva Creación", de Saltillo lo ven postrado en el altar, un predicador norteamericano lo ha ungido con las yemas de sus dedos en el pecho.
"Algo sobrenatural pasó, sentí que algo malo salió de mí y entró una paz y una libertad… Le abrí mi corazón a Jesús y en tres segundos me cambió, en tres segundos. Sentí el espíritu de Dios que entró dentro de mí. Cuando me levanté, porque caí al piso, me sentía limpio, perdonado, libre y empecé a abrazar a todo mundo.
"A la primera persona que abracé fue a mi esposa y le pedí perdón, 'perdóname Rossy, por todo el daño que te causé, por los insultos, por los maltratos, por las ofensas, por las veces que quebré tu corazón con mi mala actitud, mi mal comportamiento. Perdóname por mis borracheras' y mi esposa me abrazó.
"El mensaje de aquel pastor fue 'Jesús les dice a los que están cargados, cansados de la angustia de su vida, de andar en el vicio, de estar sufriendo, de su matrimonio destruido, de tener pensamientos de odio y rencor, vengan a mí y yo los haré descansar'", evoca Pacheco.
La gente podría creerlo o no, que la vida de Carlos Pacheco, un hombre sumido en el vicio del alcohol y al tabaco, dio un vuelco radical.
Pacheco había perdido de repente el deseo de beberse una copa más de vino y de fumarse siquiera un sólo cigarrillo.
Era el año 96, Pacheco había recuperado su familia, a su mujer, a su hija.
Meses más tarde a Pacheco le vino la inspiración, como una forma de agradecer y compartir el milagro, de hacer algo para rescatar a los hombres que se hallaban esclavizadas por el vicio del alcohol y las drogas, pero no sabía qué ni cómo.


Hasta que un día, su suegro, el padre de Rossy, otro cristiano convertido, le trajo a regalar un libro ilustrado en la portada con la imagen de un borracho y abajo un título que decían "Clamor en Barrio".
Era el testimonio de Fredy García, un ex adicto, México – americano que tras su recuperación, "por obra y gracia de Dios¨, fundó una casa de rescate para adictos en San Antonio, Texas.
Al cabo de algún tiempo Carlos Pacheco, que había dejado su trabajo de jefe de mantenimiento en la constructora, su esposa Rossy, la pequeña Déborah y su hijos Sarita y Carlos Israel, que recién habían nacido, se hallaban en Estados Unidos entrenándose para abrir una casa de rescate en Saltillo.
"Los primeros meses yo cuidaba alrededor de 50 ó 60 adictos, entre latinos, centroamericanos, chicanos, norteamericanos, negros, italianos, españoles".
A su regreso en 1999 él y su familia estaban viviendo, en su domicilio de Albania 872, de la colonia Oceanía, con más de 10 adictos que habían recogido de los callejones, tapias y arroyos.
"Imprimí volantes, les puse el teléfono de mi casa y empecé a andar solo en las calles, en el Valle de las Flores, en el Ojo de Agua, en la Minita, en el Tanquecito, en las famosas gradas. Iba a hablarles de Jesús a los adictos, ahí donde se estaban inyectando cocaína, fumando mariguana.
"El primero que empezó a vender burritos fui yo. Mi esposa es muy buena cocinera y me los hacía. La razón y el propósito de los burritos es llevar el mensaje de prevención, de esperanza, de libertad, de sanidad, de salvación de Jesucristo.

"Yo me iba a venderlos con los vecinos 'mire aquí le traigo un burrito', '¿quién es usted?', me decían, 'soy un vecino que vive aquí a tres cuadras y estoy ayudando a personas con esta problemática de las drogas y el alcohol' y muchos con mucho entusiasmo me ayudaban.

"Otros 'no, no, no, ¡lárguense de aquí, bola de locos!, qué están haciendo con esos locos, esos no cambian, un adicto no cambia, tú está igual de loco que ellos, ¿qué fumaste?, a lo mejor te drogaste igual que ellos', no me entendían".
Adictos llegaron de todos lados a la casa de rescate, hasta que por la presión de los vecinos y la falta de espacio, Pacheco, su familia y los muchachos, se mudaron a una vivienda más grande en la colonia Magisterio, que el suegro de Pacheco le había traspasado, a cambio de la casa de Albania,

Al rato en casa de los Pacheco vivían ya más 81 alcohólicos y drogadictos en recuperación, salidos de las calles, rescatados del escuadrón de la muerte.
El poderoso cártel de Cristo iba engrosando sus filas y sentando sus reales en la plaza de Saltillo.

"Llegaban a la casa con la bolsa de resistol, con el tinher, con las marcas de que se habían querido suicidar, con el cuello morado, donde se estuvieron ahorcando. Llegaban heridos y lastimados. Otros con las venas llenas de pus, de bolas, donde se estaban inyectando cocaína con jeringas contaminadas. Yo los bañaba, los ayudaba a que se restauraran, se alimentaran, mi esposa les cocinaba y entre todos hacíamos los quehaceres de la casa. Era un trabajo de todos los días con ellos.

"Unos llegaban a la casa llorado y me decían 'pastor, déjeme quedar, tengo muchos años de drogadicto y los últimos meses viviendo en la calle'. Les decía 'es que no tengo una litera para ti muchacho, tengo el cupo lleno', decían 'áy me duermo en el suelo, estoy acostumbrado a dormir en la central de autobuses, en la estación del tren, en las tapias.. Nomás deme un cartón, una toalla, Ya oí que aquí están cambiando a los adictos, yo soy un adicto y quiero cambiar'.

Carlos Pacheco tiene los ojos aguados y la voz ahogada por el llanto,"Eso me quebraba el corazón porque me acordaba cómo había sufriendo yo. Me acordaba como andaba en la calle, buscando ayuda y nadie me daba, buscando quien me tirara la mano, pero en lugar de la mano me daban una crítica, un insulto, una ofensa".

El problema ahora era alimentar, medicar, vestir a los muchachos.
La venta de los burritos y las donaciones de comida por parte de algunos empresarios y comerciantes del mercado de abastos, apenas alcanzaba.
La tarjeta de crédito de Pacheco estaba sobregirada, su liquidación de la constructora y el dinero que había conseguido vendiendo los muebles de su casa, se habían acabado.



"Pero empezó Dios a abrirnos puertas con personas bondadosas, que venían con tortillas, con pan, con alimentos, con higiénicos.. Y así empezó Dios a soportar la casa, con milagros, como lo está haciendo hoy".
Esta vez las quejas de los vecinos de Magisterio, por la presencia de los adictos en la colonia, motivó que la municipalidad diera la orden desalojar la casa.
"Llegaban los muchachos con las bolsas de resistol y otro con un machete en la mano, pos quién no se iba a asustar, venía al adicto rayando el machete, sacando chispas, pero venía porque quería cambiar".
Luego vino un viacrucis, entre que la casa de rescate "Cristo Vive", encontraba un lugar mejor para mudarse.

Hasta el día en que Pacheco se instaló con sus hombres en un terreno en forma de triángulo, con árboles, pozo de agua y una vieja pileta, que un empresario de la ciudad les había regalado, tal y como se lo había revelado Jesús a Pacheco noches antes.

Ese día hicieron una fiesta, prepararon unos lonches de huevo con tomate, varias jarras de agua de sabor y cantaron alabanzas al Señor en señal de agradecimiento.

"¿Y la camionetas de 'Cristo Vive'?, le pregunto, "son donaciones que nos ha hecho la gente agradecida con Jesús,las autoridades. Nos regalaron una Expedition que confiscaron a alguien malo, me veía en la Expedition, que era de muy buen modelo, y la gente no paraba de hablar 'mira, para eso quiere los burritos'".

Ocho meses después los adictos, con sus talentos y habilidades, hasta entonces perdidos, levantaron la casa de rescate donde en los últimos 15 años han vivido, comido y dormido cerca de 18 mil adictos.

"De entre os adictos empezaron a salir los albañiles, los pintores, los carpinteros y entre todos comenzamos a hacer este sueño del corazón de Dios, no era el sueño mío".

Por eso es que al pastor Pacheco no tiene miedo de ir a testificar a los barrios violentos de Sinaloa, donde se pasean los narcos con escopetas y cuernos de chivo.



"Una señora muy distinguida y muy respetada en la ciudad me dijo 'tienes que estar bien loco pata hacer lo que estás haciendo…', le dije 'tiene razón, mi esposa y yo estamos locos por Cristo y nuestro manicomio está en el cielo'", suelta Pacheco.

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