EL VALOR DE LA DISCIPLINA

Ahora que mis hijos son adultos, me doy cuenta más que nunca la importancia de la disciplina. El temor que tenía en aquellos primeros días realmente era infundado. Al contrario, ahora no tengo ninguna duda de que mi disciplina preparó el camino para que tengamos la relación armoniosa de la cual gozamos hoy. La disciplina desarrolla respeto; profundiza las relaciones. Y eso también es cierto en cuanto a nuestra relación con Dios.
Después de todo, aunque nuestros padres humanos nos disciplinaban, los respetábamos. ¿No hemos de someternos, con mayor razón, al Padre de los espíritus, para que vivamos? En efecto, nuestros padres nos disciplinaban por un breve tiempo, como mejor les parecía; pero Dios lo hace para nuestro bien, a fin de que participemos de su santidad (Hebreos 12:9-10).
Si podemos entender el valor de la disciplina en el contexto de un padre terrenal con sus hijos, ciertamente podemos apreciar hasta cierto grado el inmenso valor de un Padre celestial que se toma el tiempo para disciplinar a sus hijos. No solo es poco agradable estar cerca de ellos, sino que su comportamiento casi siempre se inclina hacia aquellas cosas que son destructivas.
He notado en los jóvenes de nuestra iglesia que los adolescentes que tienen inclinaciones al tabaco, a las drogas, y al alcohol, por lo general,  son aquellos que provienen de hogares en los que hay poca disciplina. En donde haya una deficiencia en el área de la disciplina, se está propenso a un comportamiento destructivo. No estoy seguro de entender completamente la relación entre ambas cosas, pero he visto  este patrón lo suficiente como para saber que existe una relación.
Dios también está consciente de esa relación. Él sabe que a menos que nos discipline, es probable que le permitamos al pecado que tome un curso destructivo (ver Santiago 1:15). Él está consciente de las consecuencias finales del pecado cuando se le permite pasar sin obstáculos. El amor que siente por nosotros no le permite quedarse inmóvil y observar que nuestras vidas se están destruyendo; por eso interviene con la disciplina.
Todo padre conoce el dolor y la pena que da cometer el error de ser demasiado severo con su disciplina a un hijo que no tenía culpa de nada. Sin embargo, aun con la posibilidad de repetir esos desatinos, un buen padre mantiene la rutina de la disciplina, puesto que la importancia de la disciplina vale el riesgo de errar ocasionalmente.
Si creemos que cualquier padre terrenal debe continuar disciplinando a sus hijos, sabiendo que de vez en cuando esa disciplina va a ser injustificada o va a ser administrada de manera incorrecta, cuanto  más deberíamos apoyar a un Padre perfecto, omnipotente y celestial que disciplina a sus hijos. Si respetamos a nuestros padres terrenales e imperfectos cuando nos disciplinan de acuerdo a lo que saben, podemos estar seguros de que nuestro Padre celestial va a estar perfectamente consciente de nuestras necesidades individuales.
Hay otra diferencia principal entre la disciplina de nuestros padres y la de Dios. Tiene que ver con el propósito. A menudo, las razones principales por las que fuimos disciplinados por nuestros padres fueron para que nos “comportáramos” o para que fuéramos “buenos”. Otras veces, sus razones fueron egoístas; sencillamente no querían quedar mal. Nuestro padre celestial tiene un plan diferente. El escritor de Hebreos lo redacta de la siguiente manera:
En efecto, nuestros padres nos disciplinaban por un breve tiempo, como mejor les parecía; pero Dios lo hace para nuestro bien, a fin de que participemos de su santidad. Ciertamente, ninguna disciplina, en el momento de recibirla, parece agradable, sino más bien penosa; sin embargo, después produce una cosecha de justicia y paz para quienes han sido entrenados por ella (Hebreos 12:10-11).       
El objetivo de Dios al disciplinarnos no es simplemente para que sepamos comportarnos. Su propósito es hacernos santos, llevarnos a ser como su Hijo. Quiere que sintamos el mismo odio por el pecado que él, un odio que va a hacer que nos separemos no solo de la práctica del mal, sino también de la mera apariencia del mismo. 

A través de este proceso, nuestro carácter será bien afinando para reflejar el carácter de Dios mismo. Dios conoce nuestro interior, Él es capaz de diseñar nuestra disciplina de tal manera que pueda llevar a cabo eso mismo.

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