CREADAS PARA TENER INTIMIDAD


A todas nos gustan las historias de amor. Las películas, los libros más vendidos y los titulares de periódicos, en su mayoría, están compuestos por historias de amor. Esto se


debe a que hemos sido creadas para dar y recibir amor. Hemos sido creadas para tener intimidad.

Sin embargo, la mayoría de nosotras sabe más acerca de la ausencia de intimidad que de la realidad. Esa sensación de soledad y separación que todas hemos experimentado en algún rincón de nuestro ser es un vacío que Dios mismo ha cr

eado, que necesitamos llenar desesperadamente; es el anhelo de tener intimidad.

Desde muy pequeñas, hemos tratado de llenar ese vacío. Anhelamos sentir cercanía, calidez y afecto; anhelamos saber que le importamos a alguien, que alguien se interesa por nuestra vida, que alguien nos sigue amando a pesar de conocernos en verdad. Sin embargo, aun en las mejores familias y relaciones humanas, en cierto modo, lo único que podemos hacer es aliviar ese profundo anhelo, pues otros seres humanos nunca podrán llenar totalmente ese vacío.

La razón es que dado que Dios es el que creó ese vacío en nuestro corazón, es el único que puede llenarlo. En las Escrituras, vemos que Dios se acerca

a nosotros; quiere que nosotros nos acerquemos a Él; nos conoce íntima y celosamente; y nos invita a conocerlo de la misma manera. En las primeras páginas del libro de Génesis, vemos que el Padre inicia una relación con el hombre. De toda la creación, solo el hombre ha recibido la capacidad de responder a la iniciativa de Dios; de amarlo porque Él nos amó primero; de conocerlo y disfrutar de su compañía.

Sin embargo, apenas comienza la historia, el hombre rechaza esa iniciativa, y la intimidad queda truncada. En respuesta, este Dios-Amante pone inmediatamente en marcha un plan para que sus criaturas amadas, que se separaron de Él, puedan volver a tener comunión íntima con Él. ¿Cuál es el resultado de

ese plan?

Cuando leemos las últimas páginas de Apocalipsis, vemos el grandioso cumplimiento del propósito eterno de Dios, dado que el cielo está habitado por aquellos cuyos corazones han sido conquistados por el amor divino y que pasarán la eternidad en una íntima relación de amor con su Creador.

Así se puede ver, de principio a fin, que la Palabra de Dios es una increíble historia de amor. Y, sorprendentemente, es una historia con tu nombre y el mío. Ya sea que hayas crecido, como yo, en la iglesia, o que no tengas ningún trasfondo religioso; ya sea que tengas un pasado “respetable” o que sea cuestionable; ya sea que tengas un gran conoci­miento de la Biblia o que apenas la hayas abierto una vez, puedes formar parte de esta hist

oria de amor.

En las Escrituras, hay muchos hombres y muchas mujeres que ilustran qué significa ser amado por Dios y responder a esa iniciativa divina con admiración, adoración y feliz sumisión.

Aquellos que bebieron del profundo manantial de ese amor divino anhelaban estar en su presencia y consideraban que su mayor privilegio y objetivo era vivir en constante unión y comunión con Dios. Sus vidas nos despiertan sed de intimidad con el Creador-Amante, que se aviene con el vacío de nuestro corazón.

María y Marta de Betania: “Solo una cosa es necesaria”

El Nuevo Testamento nos presenta a una mujer que disfrutaba de una íntima relación de amor con su Señor y que valoraba el tiempo a solas en su presencia. En realidad, la historia de María de Betania está estrechamente ligada a la de su hermana, Marta. Es una historia que me habla cada vez que la leo.

Encontramos por primera vez a estas dos mujeres en Lucas 10:38-42, donde se nos dice que “Marta le recibió [a Jesús] en su casa” (v. 38). ¡qué maravilloso escuchar esto de una mujer! Marta era una “anfitriona por excelencia”; la hermana con un talento extraordinario para la hospitalidad.

Cuánto necesitamos hoy día mujeres que estén dispuestas a abrir su corazón y su hogar a otros. En una época en la cual la mayoría de las mujeres invierte sus mejores horas en trabajar fuera de su casa, encontramos muy pocas que tengan un corazón hospitalario; para servir y ministrar a otros, ya sea en su hogar, en la iglesia, en un restaurante o en un parque.

A medida que se desarrolla el relato, vemos una escena dramática que conozco demasiado bien. Una banda de hombres hambrientos llega a la casa de Marta. Puedo imaginarme el proceder de esta mujer sumamente organizada y eficiente. Les da órdenes a todos los que tiene a su alcance; no hay tiempo que perder; el tiempo apremia; hay que amasar y hornear el pan; hay que preparar y asar la carne; hay que lavar y saltear los vegetales; hay que limpiar el piso, poner la mesa; servir las bebidas…

Al leer el pasaje, podemos percibir que las cosas no están muy bien, y que esta mujer virtuosa está nerviosa y alterada; ¡es que no hay manera de que todo esté listo a tiempo! Leemos que “Marta se preocupaba con muchos quehaceres” (v. 40). La Nueva Versión internacional dice: “Marta, por su parte, se sentía abrumada porque tenía mucho que hacer” (cursivas añadidas). La palabra abrumada literalmente significa “separada”.1 ¿Te has sentido así alguna vez? Pues yo sí.

Comenzamos con las mejores intenciones de servir a aquellos que nos rodean. Pero una circunstancia se suma a la otra hasta que nos obsesionamos tanto con la mecánica y los detalles de nuestro trabajo, que comenzamos a sentirnos separadas y perdemos de vista qué fue lo que en un principio nos llevó a servir.

Me ha sucedido en la cocina, al preparar el refrigerio para un grupo de estudio bíblico. Me ha sucedido en mi cuarto de estudio, al preparar los mensajes de una conferencia para mujeres. Me ha sucedido en la iglesia, al coordinar los detalles para la clase de escuela dominical.

Tal vez todo sucedió cuando Marta se olvidó de poner el minutero, y los panes se quemaron; cuando la irritación, que se estaba generando, finalmente comenzó a arder al mirar alrededor y darse cuenta de que su hermana menor no estaba en ningún lado.

—¡¿Dónde está María?! —le reclamó al criado que estaba más cerca.

—Está en la sala con los hombres.

Eso era demasiado. ¡Marta no aguantó más! Cuando estalló, no fue a hablarle a María, sino directamente a Jesús. “Señor —protestó—, ¿no te da cuidado que mi hermana me deje servir sola?” (v. 40). Cuando nos preocupamos por las cosas terrenales y no por las eternas, somos egocéntricas, nos enojamos y nos resentimos. Comenzamos a sentir conmiseración de nosotras mismas y a creer que nadie —ni siquiera Jesús— sabe todo el sacrificio que hemos hecho o que ni siquiera le importa. “Dile, pues, que me ayude”, le pide. (¿Has llegado a decirle alguna vez a Dios lo que tiene que hacer?).

La razón por la que hasta ahora la mayoría se identifica con esta historia es porque hemos conocido en carne propia esa perturbación interior; nos hemos disgustado, nos hemos enojado y nos hemos vuelto exigentes; hemos sentido como si hubiéramos perdido el control de nuestras circunstancias y emociones. Después de estallar de ira, nos sentimos horribles y pensamos: ¿Qué me pasó? ¿Por qué actué de esa manera? ¿Por qué me puse tan tensa y nerviosa por algo tan insignificante como unos panes quemados?

Las palabras que Jesús habló a Marta están dirigidas a todas las Martas que hay en nosotras. Con paciencia le dijo: “Marta, Marta, afanada y turbada estás con muchas cosas. Pero sólo una cosa es necesaria; y María ha escogido la buena parte, la cual no le será quitada” (Lc. 10:41-42, cursivas añadidas). ¿qué es lo que María había elegido? ¿qué estuvo haciendo María todo ese tiempo? Tan solo estuvo sentada a los pies de Jesús para “ [oír] su palabra” (v. 39).

Es como si Jesús dijera: “Marta, tienes muchas cosas en la cabeza y en tu ‘lista de cosas para hacer’. No tiene nada de malo que quieras servirnos la cena. El problema es que has permitido que tu ‘lista de cosas para hacer’ te aparte y te distraiga de lo único que realmente importa en este mundo: conocerme, escucharme, tener una relación conmigo. Esto es lo único absolutamente esencial. Aunque no llegues a hacer las otras cosas de tu lista, ¡nunca dejes de hacer esta!”.

Jesús le recordó a Marta que María había tomado la decisión de cultivar su relación con el Maestro. Para desarrollar intimidad con el Señor, es necesario tomar una decisión consciente y deliberada. Es la decisión de pasar tiempo sentadas a sus pies y escuchar su Palabra, incluso cuando hay otras cosas buenas que demandan nuestra atención. Es la decisión de ponerlo a Él primero, por encima de los demás quehaceres y responsabilidades que tenemos.

Es como si escuchara a Jesús decirle a Marta: “No tenemos que tener una cena de cinco platos. Yo estoy bien con una sopa y unas galletas. No importa si la cena se retrasa, si los panes se queman o si ni siquiera cenamos. Nada de esto realmente importa. Lo que realmente importa es mi relación contigo. Por eso vine a tu casa. Por eso vine a este mundo. Tu compañía significa mucho más para mí que tu comida. Tú eres mucho más importante que cualquier cosa que hagas para mí”.

Por lo tanto, volvemos al punto de partida y nos damos cuenta de que Dios es el Amante que nos creó para que tengamos relación con Él. De esto se trata la vida cristiana. No se trata de lo que hacemos para Dios; se trata de recibir su amor, de amarlo porque Él nos amó primero y de caminar en unión y comunión íntima con Él.

La decisión que María tomó no fue por obligación, sino por devoción. Ella no estaba sentada a los pies del Señor Jesús por un sentido del deber, sino porque valoraba su rela­ción con Él.

Poco antes de que Cristo fuera a la cruz, María asistió a otra cena donde Jesús fue un invitado; esta vez en la casa de Simón el leproso (Jn. 12:1-8). Una vez más, encontramos a Marta que se está encargando de servir (¡aunque quisiera pensar que sirvió esta comida con una actitud diferente!). Y una vez más, encontramos a María a los pies de Jesús, esta vez ungiendo sus pies con una libra de un costoso ungüento. Esta acción, aunque despertó la indignación de algunos de los que observaban, fue muy apreciada por Jesús, pues Él sabía que su amor había cautivado el corazón de ella.

Devocionales sin “devoción”

Puede que algunas hayamos tenido devocionales, pero sin devoción. Hay una gran diferencia. Puede que leamos la Biblia y “digamos nuestras oraciones”, pero sin cultivar una relación de amor con nuestro Dios-Amante. Sabemos mucho acerca de Él, pero en realidad no lo conocemos a Él. Estamos activas y ocupadas en una diversidad de actividades espirituales, pero hemos perdido la perspectiva y ya no sabemos a quién estamos sirviendo y por qué.

El resultado de nuestra religión “sin devoción” se ve en la manera de responder ante las presiones. Son muchas las mujeres cristianas con estrés crónico. Dondequiera que vaya, lo veo en los ojos y lo escucho en las voces de las mujeres; y muchas veces lo veo cuando me miro al espejo. Sé qué se siente cuando nos presionan de todos lados. Sé qué es responder por cansancio, con un espíritu de hastío e impaciencia. Y sé qué es discutir con Dios, incluso con los ojos llenos de lágrimas por la frustración que sentimos con nosotras mismas y con nuestras reacciones.

También sé que hay un solo lugar donde nuestro ego que se enoja, reacciona y se agobia puede ser transformado —el mismo lugar que eligió María—: a los pies de Jesús. Debemos tomar la decisión diaria, consciente y deliberada de sentarnos a sus pies, de escuchar su Palabra, de recibir su amor, de permitir que nos cambie y derramar nuestro corazón en devoción a Él.

Cuando entro en su presencia, todo el mundo parece diferente. Cuando me acerco a su corazón, encuentro misericordia a pesar de saber que merezco el juicio; encuentro perdón de todas mis acciones mezquinas y egoístas; encuentro gracia para todas mis faltas; encuentro paz para mi corazón atribulado; encuentro perspectiva para corregir mi punto de vista distorsionado. En Él, encuentro el ojo en medio de la tormenta. ¡Oh! Puede que la tormenta alrededor de mí no se calme inmediatamente; pero la tormenta dentro de mí se aquieta.

Una invitación a la intimidad

Por lo tanto, Dios, con su corazón de Padre-Amante, sigue llamándonos a tener una relación con Él. Busca amantes. Siempre piensa en nosotras, siempre desea nuestra com­pañía y nuestra comunión; Él anhela escuchar nuestra voz y ver nuestro rostro.

Hasta que nuestra máxima prioridad y meta en la vida sea buscar a Dios, no podremos cumplir el propósito por el cual Él nos ha creado. Nada —absolutamente nada— es más importante. Y esa relación por la que hemos sido creadas no puede cultivarse o sostenerse si prescindimos del tiempo regular a solas con Él.

¿Cómo es tu relación con Él? ¿Es íntima, vital y creciente? ¿O se ha vuelto distante y desapasionada? ¿Cultivas esta relación y pasas tiempo a solas con Él cada día? ¿Te está dando Él un nuevo deseo de conocer más a Dios y su amor, y ofrecer verdadera devoción a Él? Si es así, ¿por qué no tomas la oración de David (Sal. 27:4) y la haces tuya?

Señor, tú me has mostrado que solo una cosa es absolutamente necesaria; y es la única cosa que deseo con todo mi corazón: que pueda estar en tu presencia todos los días de mi vida, que pueda contemplar tu hermosura en admiración y adoración, y que pueda conocer tu corazón, tus caminos y tu voluntad. Me consagro a este propósito supremo. Por tu gracia, haré de esta mi mayor prioridad en la vida. Amén.

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