¿POR QUE ALABAR?


Deberíamos alabar al Señor porque Dios ama la alabanza y busca adoradores (Jn. 4:23). La alabanza es importante para Él; cada vez que lo alabas, estás cumpliendo uno de los deseos más profundos de su corazón.

Deberíamos alabar al Señor, porque la alabanza es nuestra primera y eterna función en el cielo. En Apocalipsis 4—5, Dios da al apóstol Juan una visión del trono en el cielo. En aquella visión, Juan ve más de cien millones de ángeles (5:11) que están totalmente dedicados, día y noche, a adorar a Aquel que está sentado en el trono y al Cordero que está a su dies­tra (4:6-8; 5:12). Los santos y los ciudadanos del cielo que han ido antes que nosotros están también allí alabando y adorando al Señor. En cierto sentido, cuando alabamos al Señor aquí en la tierra, estamos haciendo un “ensayo gene­ral” de lo que haremos en el cielo por la eternidad. ¿Estás “practicando” a fin de prepararte para el concierto de ala­banza eterna en el cielo?

Deberíamos alabar al Señor, porque Él ha mandado que le adoremos. ¿Sabías que el mandamiento que más se repite en toda la Palabra de Dios es el mandamiento de “alabar al Señor”? (Sospecho que podría ser el mandamiento más olvidado también).

Deberíamos alabar al Señor, porque Él se merece nuestra alabanza y adoración. Solo Él es digno “de recibir la gloria y la honra y el poder” (Ap. 4:11). Él es Dios sobre todos los dio­ses, es Rey sobre todos los reyes, es Señor sobre todos los señores. No hay nadie como Él en el cielo o en la tierra. Él es digno de toda nuestra alabanza.

Deberíamos alabar al Señor, porque hemos sido creados para agradarle, y la alabanza le agrada. ¿Te has preguntado alguna vez cuál es tu propósito aquí en esta tierra? Cuando alabas a Dios, estás cumpliendo el máximo propósito de haber sido creada.

Deberíamos alabar al Señor, porque nos lleva a su presencia y hace descender su gloria. El Salmo 22:3 nos dice que en reali­dad Dios habita entre las alabanzas de su pueblo. Como lo expresó un predicador: “La alabanza es el domicilio de Dios”. El salmista nos invita y nos dice: “Entrad por sus puertas con acción de gracias, por sus atrios con alabanza” (Sal. 100:4).

En la dedicación del templo de Salomón, un coro masivo, acompañado de ciento veinte que tocaban la trompeta, así como otros instrumentos musicales, “alababan a Jehová, diciendo: Porque él es bueno, porque su misericordia es para siempre” (2 Cr. 5:13). En ese momento, “la gloria de Jehová había llenado la casa de Dios” (v. 14).

¿Quieres ver la gloria de Dios? ¿Quieres estar cerca de Él? A través de la alabanza, podrías llegar hasta su trono y al lugar de su más íntima presencia.

Deberíamos alabar al Señor, porque la alabanza es una cura para la sequía espiritual. Dios nos ha creado de tal manera que tenemos sed de Él. Cuando pretendemos que las cosas y las personas de esta tierra sacien nuestra sed, nos secamos y nos decepcionamos. Pero cuando levantamos nuestros ojos a Él en alabanza, nuestro corazón se llena. Un día, cuando David se estaba escondiendo del rey Saúl en el desierto de Judá, y se sentía seco y necesitado, descubrió este poderoso secreto:

“Dios, Dios mío eres tú; de madrugada te buscaré; mi alma tiene sed de ti, mi carne te anhela, en tierra seca y árida donde no hay aguas, para ver tu poder y tu gloria, así como te he mirado en el santuario. Porque mejor es tu misericordia que la vida; mis labios te alabarán. Así te bendeciré en mi vida; en tu nombre alzaré mis manos. Como de meollo y de grosura será saciada mi alma, y con labios de júbilo te alabará mi boca” (Sal. 63:1-5).

¿Estás espiritualmente seca y sedienta? Comienza a ala­bar al Señor, y Él te llenará de sí mismo hasta que tu sed se sacie y tu copa rebose.

Deberíamos alabar al Señor, porque la alabanza derrota a Satanás. Satanás odia la alabanza, porque odia a Dios y odia todo lo que exalte o agrade a Dios. Una de las estrategias de Satanás es hacer que nos centremos en nosotros mismos; en nuestras necesidades, nuestros problemas, nuestras cir­cunstancias, nuestros sentimientos. Cuando alzamos nues­tros ojos, aunque estén llenos de lágrimas, y decidimos ala­bar al Señor, el plan de Satanás es destruido, y Dios gana la victoria en nuestra vida.

Cuando Satanás tentó a Jesús para que cayera y le ado­rara, Él le respondió: “Al Señor tu Dios adorarás” (Mt. 4:10). Al momento que Jesús expresó su compromiso de adorar solo a Dios, “el diablo entonces le dejó; y he aquí vinieron ángeles y le servían” (4:11).

¿Te ha estado atormentado Satanás con dudas y temo­res? ¿Sientes que eres atacada con la tentación a pecar? Trata de alabar al Señor, y verás cómo Satanás huye.

Finalmente, deberíamos alabar al Señor, porque la ala­banza nos hace libres de la esclavitud espiritual. Acuérdate de Jonás. Sentado en el vientre de un gran pez, comenzó a clamar al Señor, primero en humillación, después en adoración. Tan pronto como el profeta arrepentido dijo: “Mas yo con voz de alabanza te ofreceré sacrificios” (Jon. 2:9), “mandó Jehová al pez, y vomitó a Jonás en tierra” (v. 10).

La alabanza precede a la liberación y nos prepara para ella. Acuérdate de Pablo y Silas. En medio de la noche, pre­sos en un calabozo romano de Filipos, dejaron de pen­sar en sus heridas y alzaron sus ojos con himnos de ala­banza. Dios se agradó tanto de ellos, que envió un pequeño acompañamiento celestial en forma de un terremoto que sacudió los cimientos de la prisión y provocó que las puertas se abrieran de par en par (Hch. 16:11-34).

¿Estás viviendo en alguna clase de prisión? Tal vez eres esclava de tu pasado, de recuerdos dolorosos, de fracasos pasados, de las expectativas de otros o de algunos hábitos que te esclavizan. Tu prisión podría ser la consecuencia de tu propia desobediencia, como en el caso de Jonás. O podría ser el resultado del agravio de otros, como en el caso de Pablo y Silas. Si has pecado, entonces, desde luego, el arre­pentimiento es el primer paso. Después, levanta tu corazón en la celda de tu prisión, alaba al Señor y observa cómo Dios comienza a abrir las puertas. Tus circunstancias podrían cambiar o no; pero tú cambiarás; tu corazón será liberado; Dios te hará libre.

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