DEPENDIENTE O INDEPENDIENTE


En nuestras así llamadas “sociedades modernas”, no hay acuerdo sobre cuáles son las causas del terrorismo y modos de contrarrestarlo; sobre la guerra y las formas de convertirla en innecesaria; sobre el papel que las religiones deben jugar en la vida pública; sobre cuáles serían los límites legítimos de llevar las cosas al extremo.

Tampoco hay acuerdo sobre el papel que debe ejercer la televisión en divulgar, sostener o condicional el fútbol y otros deportes populares; sobre los parámetros y sobre los canales para adquirir o, simplemente, bajar música vía Internet; y mucho menos sobre cuál sería un uso plenamente humano de las perspectivas abiertas por la genética y la biotecnología.

No hay acuerdo sobre el tipo de Estado óptimo o menos malo, sobre los tiempos y modos de luchar contra la violencia imperante en nuestro entorno.
Es dable admitir que existe todo menos un verdadero acuerdo en los modos de introducir correctivos políticos y económicos que sean capaces de reducir los fenómenos del mercado salvaje y distribuyan los efectos benéficos que puede acarrear la globalización (sí, seguro). Y notablemente, falta un acuerdo sobre los modos de vivir en la globalización sin perder las raíces propias ni transformarse en adoradores de tales raíces que, para algunos, sólo ocultan el deseo de defender los propios intereses y la resistencia a tener una mirada más amplia.

Sin embargo, hay algo en lo que todos parecen estar de acuerdo en el mundo occidental: en que no hay que depender de nadie en absoluto. Es una convicción, un estribillo que comienza en casa desde pequeños. Es un instinto cultivado y reafirmado constantemente en nuestra vida cotidiana. Depender es malo, depender de los otros es malo. Es más que una afirmación “políticamente correcta”: es quizás la única religión que reúne tantos adeptos de manera universal. Creyentes y no creyentes, pero todos fieles a la única verdadera religión de la modernidad en el mundo de las grandes democracias que, gracias al cristianismo, han descubierto en la época moderna el gran valor de la persona y del individuo. Es una religión que tiene sus ritos y que ya es lenguaje.

No hacerse influenciar por los demás, pensar solo, arreglárselas solo, tratar de no pedir ayuda en ningún caso, no mostrarse necesitado, no dar nunca el primer paso. Y, en el modo de construcción de las casas, cerrar la puerta y dejar fuera los problemas de los otros que nos llegan aun sin quererlo. Volverse rico de la nada por el propio esfuerzo, mostrar a los demás la propia capacidad contra todo escepticismo, desconfiar antes que confiar en el desconocido, pensar primero en uno mismo antes que en los demás.

Esto que estamos describiendo no es una pesadilla, sino el normal bullicio de nuestra vida, esa sabiduría contraria a la de Dios, depositada en el corazón y en la vida de todos nosotros, y que no necesita ser explicada o teorizada para ser verdadera. Es así. Y se desprende de las páginas de los grandes semanarios a color. En la publicidad, que recoge el deseo de no homologación en una sociedad y en una vida que homologa a todos, y que invita a aislarse, a ser únicos, a sentirse únicos, a transgredir para ser, pero siempre como si sólo nosotros, sólo yo pudiera verdaderamente tener acceso a ese secreto. Y es ley ética en las respuestas de las secciones sicológicas y de las letras, donde se teoriza, allí sí, que para defenderse de la complejidad y de las desilusiones de la vida es importante apasionarse, atarse a experiencias fuertes con mucha moderación, con el mínimo de pasión indispensable, para evitar, precisamente, depender. Ultimadamente, todo para evitar que el ego se vea agredido. Sacando algún provecho, pero sin exponer demasiado el cuello.

Es uno de los motivos por los cuales resulta exageradamente difícil aceptar la ancianidad propia y ajena. Porque en la vejez las cosas se muestran más en su esencia y se depende de los demás de manera evidente: para caminar, para hacer las compras, para cobrar la jubilación, para alimentarse, para muchas actividades de la vida cotidiana y personal, incluso las más íntimas.

Es una paradoja: nuestra sociedad se basa en el no depender y a la vez fomenta la dependencia, que lleguemos a ser iguales, hasta el punto de convertirla en el aire que se respira, sin que ya se pueda reconocer. Contrario a ella, y por toda respuesta, el Libro de los libros es una exhortación a la dependencia.

Pero, en un mundo homologado, donde para existir y tener derecho a una mirada de los propios compañeros de clase es necesario parecerse a los demás, corresponder a la gramática del uniformismo, tener la mochila de las dos marcas líderes para existir; en un mundo en que hay que evitar ser demasiado incorrecto, aunque los símbolos de la homologación deben verse de lejos, para crear tribu, familia, aun donde se habla y se comunicar poco, es fácil pensar en no depender de nada ni de nadie y convertirse, poco a poco en toxicodependientes. Y en algunos casos, dependientes de un nuevo modo. Las hay clásicas, tan antiguas como el hombre mismo.

Luego existen otras adicciones que hubieran sido inimaginables en el pasado, como al Internet, a los videojuegos, a la pornografía. Internet juega un papel importante en todo esto. No es ni buena ni mala, ha abierto y abre posibilidades extraordinarias. Los motores de búsqueda nos ponen en contacto con lo mejor que la humanidad ha producido y expresado desde sus orígenes. Internet acorta los tiempos de la investigación pura y alarga los tiempos durante los cuales podemos reelaborar los conocimientos, apropiárnoslos, ampliarlos con asociaciones que de otra manera requerirían un viaje, a veces una generación. Es la atmósfera en la que vivimos, es un dato de nuestra vida. Pero Internet ha amplificado, también, de manera exponencial, la posibilidad de estar en contacto, mediante un clic, con los aspectos más extraños, incluso bizarros y perversos del alma humana. Convirtió en repetible aquello que era ocasional, difícil de encontrar, y no parece tener límites.

¿Es que hay alguna solución para esto? Porque quien siente que ya no domina su propia vida, piensa que ya no hay nada que hacer.
Lo paradójico es esto: empeñados en no depender de nada ni de nadie, terminamos dependiendo de toda suerte de cosas que bien haríamos en rechazar. Es como el slogan que reza: “Solo hazlo.” ¿Hacer qué? ¿Y quién me dice que lo haga? He escuchado muchas veces que se me dice, “he decidido que soy el dueño de mi destino y que no tengo porqué considerar autoridad alguna.” A lo que respondo: “Me parece interesante pero, ¿de dónde sacaste eso?” A lo que se me responde: “Mi profesor tal de la universidad me lo dijo.”
Ah.

Todo esto me permite explicar un poquito acerca de otra paradoja, empero, mucho más dulce que la anterior. Es la aparente contradicción de que solamente dependiendo, es que se puede ser verdaderamente libre. El ser humano es dependiente por naturaleza, y bien haríamos en cuidar de qué estamos dependiendo. Dios no nos deja mucho espacio para maniobrar en lo que se refiere a las elecciones, porque todos terminaremos dependiendo de algo, y el terreno neutro es inexistente. Con eso en mente, los invito a leer el siguiente pasaje de la carta del apóstol Pablo a la iglesia en Roma, allá por el siglo I.
Romanos 2
1 Por lo cual eres inexcusable, oh hombre…
5 Pero por tu dureza y por tu corazón no arrepentido, atesoras para ti mismo ira para el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios,
6 el cual pagará a cada uno conforme a sus obras:
7 vida eterna a los que, perseverando en bien hacer, buscan gloria y honra e inmortalidad,
8 pero ira y enojo a los que son contenciosos y no obedecen a la verdad, sino que obedecen a la injusticia;
9 tribulación y angustia sobre todo ser humano que hace lo malo, el judío primeramente y también el griego,
10 pero gloria y honra y paz a todo el que hace lo bueno, al judío primeramente y también al griego;
11 porque no hay acepción de personas para con Dios…
14 Porque cuando los gentiles que no tienen ley, hacen por naturaleza lo que es de la ley, éstos, aunque no tengan ley, son ley para sí mismos,
15 mostrando la obra de la ley escrita en sus corazones, dando testimonio su conciencia, y acusándoles o defendiéndoles sus razonamientos,
16 en el día en que Dios juzgará por Jesucristo los secretos de los hombres, conforme a mi evangelio.

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