SANIDAD DE DIOS


La sanidad, como explicaremos aquí, comenzó con Jesús. Siempre había habido supersticiones, por supuesto, oraciones a los dioses, aguas milagrosas como leemos en el capítulo 5 de Juan, y cosas semejantes, como ocurre en el mundo en la actualidad. Quienes recibieron la mordedura de las serpientes fueron sanados al creer y mirar a la serpiente de bronce que hizo Moisés, a la que Jesús mismo hizo alusión en Juan 3:14. 

Sin embargo, el ministerio de sanidad de Cristo fue totalmente nuevo y extraordinario y, por eso, el ministerio de Cristo sigue siendo así hoy día a través de sus iglesias que creen.


Lo que Jesús hizo nos da algunas verdades fundamentales. Jesús sanó sin condiciones y sin presionar a nadie a que se convirtiera. Por supuesto, buscaba a los perdidos de su época, y lo sigue haciendo en nuestros tiempos, pero los sanaba independientemente de si creían que Él era el Hijo de Dios o no. Su compasión era sin vacilaciones y universal. Cuando un soldado extranjero dijo que su siervo estaba enfermo, Jesús inmediatamente dijo: “Yo iré y le sanaré” (Mateo 8:7). Su obra entre los enfermos fue una demostración de la verdad de la gracia divina.

Jesús actuó en el nombre de Dios Padre y demostró así la verdad de que la salud es la bendición normal de Dios, como el sol y la lluvia para el justo y el impío. Él sanó de su propia voluntad, por amor, no por efecto, porque los enfermos estaban enfermos.

Cristo no sólo amaba el alma de la gente, sino a la gente, y por eso se interesaba por sus necesidades físicas. Dios amó al mundo (en griego: cosmos, el globo habitado), a todas sus criaturas, de tal modo que ni un pajarillo cae de un tejado sin que el Padre lo sepa, como dijo Jesús. Al sanar a los afligidos, Jesús demostró que estaba haciendo la obra del Padre y demostrando la actitud verdadera de Dios hacia todo lo que respira.

El ministerio de Jesús fue algo más que curaciones físicas. Él dijo, de todas las maneras posibles, que el hombre completo necesitaba ayuda: física, psicológica y espiritual. Quiso hacer algo más que solamente sanar, diciendo que no era útil para un hombre estar bien físicamente si después se iba al infierno. Se entristecía cuando la gente se alejaba después de haber sido fácilmente contentada. “Trabajad, no por la comida que perece, sino por la comida que a vida eterna permanece”, les dijo. (Véase Juan 6:26-27). Quería que ellos leyeran sus maravillas como señales, declarando la tremenda verdad de un gran corazón de amor que latía por ellos: que ellos necesitaban a Dios. A menudo las personas aceptaban el reparto de una cura pero se alejaban, y se quedaban fuera de los beneficios completos del Reino de Dios.

Jesús fue más que un mero reformador social. Su método era intensamente personal y se interesaba por la personalidad entera. El punto de la sanidad de la mujer con el flujo de sangre no es tanto la sanidad en sí misma, sino su interés personal por ella. Rodeado por una multitud de sus coetáneos, Él calmó los temores de esa mujer y le aseguró su salvación. Ella había tomado la sanidad de su manto, pero Él no pudo dejarla ir así. Quería que fuera algo personal, para que todos supieran que fue un regalo de amor de Él hacia ella.

Cristo buscaba crear una relación de alabanza, agradecimiento y adoración entre los enfermos y su Padre. Cuando sanó al ciego (Juan 9), Jesús fue a encontrarle después y le preguntó: “¿Crees tú en el Hijo de Dios?”. El relato termina con esto: “Y él dijo: Creo, Señor; y le adoró” (v. 38). Jesús mandó a sus discípulos que sanaran a los enfermos, y después, aún más, que proclamaran las buenas nuevas, el evangelio, que “se ha acercado a vosotros el reino de Dios” (Lucas 10:9). Sanó al leproso (Marcos 1:41-45) y le envió a ofrecer un sacrificio de agradecimiento como testimonio. También sanó a diez leprosos, pero solamente uno, un samaritano, regresó para darle las gracias (Lucas 17:12-19). Jesús dijo: “Y los nueve, ¿dónde están? ¿No hubo quien volviese y diese gloria a Dios sino este extranjero?” (vv. 17-18). Él quería que los que fueron sanados tuvieran más, que establecieran una relación de adoración con Dios.

Incluso al principio Moisés le dijo al faraón: “Jehová el Dios de Israel dice así: Deja ir a mi pueblo a celebrarme fiesta en el desierto” (Éxodo 5:1). Faraón no lo cuestionó. Israel fue liberado para alabar a Dios en la tierra, y su canto de alabanza está escrita una y otra vez en las Escrituras. Jesús a menudo liberó a las personas antes de que ellas se volvieran a Dios, incluso aunque no lo hicieran nueve de cada diez veces, un porcentaje justo quizá en nuestras reuniones evangelísticas. La sanidad puede ser un fin en sí misma, si eso es todo lo que queremos. Pero desde el ángulo de Dios, es abrir nuestro corazón a más amor.

Este es un importante resumen que hay que aprender bien. Conocer y amar a Dios es más importante que la sanidad. Muchos regresan sin sanarse a pesar de la oración y la fe, pero la sanidad no lo es todo. La enfermedad no es el mal final, ni tampoco son las curaciones el bien supremo.

Es absurdo perder la fe cuando no se produce la sanidad. Dios hace muchas más cosas que sanar, y Él no falla. Hay beneficios infinitamente mayores para los que Cristo trabajó y murió. La sanidad, de hecho, sólo adquiere significado, importancia y valor cuando abre un alma al amor de Dios. Entonces se convierte en una señal que la persona ha leído.

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