DE LA AFLICCION A LA ADORACION


Hoy día padecemos una seria confusión al tratar de conciliar la naturaleza de la adoración y la naturaleza del sufrimiento, el dolor, la angustia. Pareciera que una persona que está sufriendo no encuentra fuerzas para adorar con libertad y discernimiento, pues, la estorban ciertas actitudes pecaminosas que surgen de la angustia. El caso de Ana puede ayudarnos a superar esa distorsión. Ana era la esposa de Elcaná, pero no era la única, había otra, Penina. Ambas mujeres acompañaban cada año a su esposo para adorar al Señor. Ambas amaban a su esposo. Él las amaba a ambas y proveía para las dos. Pero ambas actuaban de maneras diferentes en la adoración, ya que su entendimiento de ella era diferente (vea 1 Samuel 1). Ana callaba y lloraba con amargura, Penina hablaba palabras altaneras y arrogantes para humillar a su rival, porque Ana no podía darle hijos a Elcaná.

Su condición de mujer estéril, en su época, significaba toda una calamidad para quien la padecía. De esa aflicción se derivaban varios problemas. Uno de ellos era económico. Sin hijos no habría quién la cuidara en su vejez si llegara a enviudar. Pero en ese momento, la mayor preocupación de Ana, era su condición social, cómo la miraban los demás. La esterilidad representaba una mancha para ella. Ana enfrentaba a diario las maliciosas e intrigantes palabras de Penina.

Elcaná, a pesar de ser un buen esposo, no alcanzaba a entender su profundo sufrimiento, pues pensaba que él era suficiente para ella. Por supuesto, él ya había procreado hijos con Penina. Podría decirse que su perfil encajaba más con el de las mujeres que escuchan que con el de las que hablan. Pero llegó el día en que sintió que ya había escuchado suficiente a Elcaná y a Penina —el primero no entendía su dolor y la segunda, entendiéndolo muy bien, sacaba ventaja de ello para causarle mayor humillación— y a lo mejor, también había escuchado bastante a Dios. Ana había llegado a su límite del aguante.

Dejemos que Ana nos enseñe cómo consiguió ser una adoradora en espíritu y en verdad en medio de la aflicción.

La adoración en medio de la aflicción es…


Reconocer el papel de Dios en mi vida


En medio de su humillación cotidiana ella reconocía que Dios es quien toma las decisiones (1Samuel 1:6–7)

Nuestras luchas y dolores más profundos no impiden, necesariamente, que nos mantengamos conscientes de la soberanía de Dios. Esa conciencia es la que nos ayuda a diferenciar entre lo que somos y lo que él es. Ese es el primer paso para adorar en espíritu (Juann 4:23–24). Ana se sabe impotente para alcanzar su mayor anhelo, pero a la vez sabe que solo Dios decide si ocurrirá lo imposible. Una mirada a su cántico en el capítulo 2 nos puede dar una idea de cómo se sentía antes de concebir. Se sentía débil (4) para cambiar el rumbo de su historia, estaba hambrienta del placer de la maternidad (5), se sentía muerta por ser estéril (6), se consideraba pobre (8), pues, sin hijos, no recibía ninguna honra en la sociedad.

Pero esa sensación de carencia que la embargaba la ayudó a enfocar su mirada en Dios y no en responder con máscaras a la lengua arrogante y altanera de Penina (2). No fingía la fuerza que no poseía (9), y no le importaba mostrarse débil (1.6–7). ¡Era ella misma! Una mujer amargada. No le importaba que su más implacable rival conociera tal cual se sentía. Ese es el primer paso para adorar en verdad (Juan 4:23–24). Cuántas veces nuestro corazón pecaminoso se dispone a disfrazarse y con ello lo único que consigue es que nuestra vida se fragmente. Dejamos de ser íntegras. Sin la integridad podemos resbalar en cualquier pecado —solo déle rienda suelta a su imaginación: fingir que no sufro para no darle el gusto, responder con la misma arrogancia buscando un motivo para humillar a mi rival (de cualquier índole), murmurar de la persona que me ofende.

Por eso ella pudo cantar «él [Dios] guarda los pies de sus santos» (9). Ella había experimentado con la herida abierta la fortaleza de ser ella misma. Así que, solo siendo fiel a lo que uno es, aun en medio de la aflicción, es posible adorar en espíritu y en verdad.}

Ser honesta ante Dios (1Samuel 1:10)


Una característica de adorar en verdad (Juan 4:23–24) consiste en no esconder lo que sentimos y lo que interpretamos de cómo Dios está actuando en nuestra vida. Precisamente así procede Ana. No llega ante Dios con ninguna máscara. Al contrario, «derrama su alma» (1.15). Se desnuda a sí misma ante Dios, sin dejar ninguna puerta con cerrojo, porque esconde algún sentimiento o pensamiento vergonzoso. Sabe que ante Dios no puede esconder nada, y su mejor medicina está en ser ella misma ante él.

Cuando describe a Elí la condición de su corazón, usa un lenguaje muy rico que nos permite acercarnos a su oración silenciosa delante del Señor: «atribulada de espíritu», carece de paz. ¡Y vaya si realmente no se libra una guerra diaria tener que pelear contra un enojo (1.6) causado por el veneno de una lengua como la de Penina! (2.3). Y sospecho que se entregaba a una guerra no solo contra ese enojo, sino también contra aquella sensación de desamparo que deja la falta de empatía del esposo, cuando este no consigue entender que él no es el único bien que puede disfrutar su esposa, que sus necesidades son serias y genuinas, y que soslayarlas profundiza el dolor.

«La magnitud de mis congojas» (1.16), le advierte a Elí que ese ha sido el contenido de su oración. Entre otras, le ha hablado a Dios de la pesadilla que ha significado para ella tener que interpretar que su esterilidad se debe a que él se ha olvidado de ella (1.11), pero que a la vez este pensamiento le causa compunción de espíritu porque se opone a su teología.

Mantenerse sobria (1.15)

Ella le asegura a Elí que «no he bebido vino ni sidra». Aun en medio de su aguda aflicción ha sabido ser objetiva. Perdemos lo objetividad cuando buscamos escapar del dolor que nos asedia por medio de la negación o de cualquier actividad que nos distraiga de él. Me llama muchísimo la atención que este sea uno de los imperativos previos a la exhortación a la santidad del apóstol Pedro en su primera carta a los cristianos que padecían injusticias por vivir de acuerdo a su fe (1.13–15). Es decir, mientras Ana se encuentre consciente de los pecados en los que ella puede caer por causa de su sufrimiento, o para escapar de él, podrá defenderse contra ellos. Eso es adorar en espíritu. Es la capacidad de mantener la mente en vigilia para no ceder ante ninguna tentación que me lleve a ofender a Dios. Ella lo sabía bien cuando en su cántico afirma «los impíos perecen tinieblas».

Esperar por completo en la gracia de Dios

El cronista afirma en su relato que «no estuvo más triste» (1.18). ¡Cómo pudo conseguir ya no estar triste? La sensación de tristeza se obtiene al combinar dolor, pesadumbre, aflicción, insignificancia… Es decir… esas sensaciones que suman la tristeza desalojaron su corazón. Realmente ella misma (1.18) y Pedro me ayudan a entender lo que ocurrió en Ana cuando Elí la despidió. La clave acá es la gracia de Dios. Solo en esa gracia Ana conseguiría ordenar en paz sus sentimientos y pensamientos (Fil 4.6–7). Eso es adorar en espíritu. Solo la gracia de Dios sería capaz de sanar las heridas de Ana causadas por Penina y Elcaná.

Unirme en la adoración comunitaria a los que me han lastimado

«Adoraron delante de Jehová» (1.19), y ella ya no sentía el enojo que la carcomía contra ellos. Eso es adorar en verdad. La genuina adoración no me da lugar a cuestionar la legitimidad de la adoración de los otros. Solo me alienta a entregar sencillamente mi propio corazón. En la adoración comunitaria, mi responsabilidad es centrarme en lo que Dios es y que solo por su gracia me es posible adorar. No es un privilegio que yo he ganado, es un privilegio que se me regalado.

Regocijarme en la respuesta de Dios

«Mi corazón se regocija en Jehová» (2.1), así inicia su cántico Ana. Detenerse a enlistar los atributos de Dios que intervienen en su trato para con nosotros desata un extenso examen de mis debilidades frente a su poder. Es así como se perfecciona la adoración.

0 comentarios: