COMO PUEDES ESTAR DURMIENDO?


El mundo está en medio de una crisis. Las grandes potencias ven destruirse delante de ellos los bastiones que sostenían su esperanza,aquellos en los cuales habían invertido todos sus recursos. El capitalismo, el sistema económico que prometía recompensar con ganancias el esfuerzo y la empresa personal ha fracasado.

Los gobiernos de los países símbolos del capitalismo están tomando acciones similares a las de aquellos gobiernos socialistas que ellos mismos habían criticado o combatido en el pasado. El militarismos como doctrina de poder también ha mostrado su ineficiencia; la ansiada paz mundial sostenida por naciones con un poderío militar nunca se ha podido alcanzar.

Por otro lado, las naciones y pueblos con menos recursos militares, pero con pasión nacionalista o extremismo religioso, han logrado contener el poderío militar. La democracia como sistema de dominación se encuentra en escrutinio, «el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo» no es más que una caricatura dibujada por aquellos que han sabido jugar las piezas políticas, y el sistema que intentaba dar voz al pueblo lo ha amordazado. ¿Dónde está la Iglesia?, ¿dónde se encuentra escondido el instrumento de Dios cuando el mundo está en crisis? Nuestros países también han sido alcanzados por esta crisis. Además de la crisis financiera y de la falta de credibilidad en nuestras instituciones nos encontramos ahora en medio de un tiempo de incertidumbre, corriendo en busca de la justicia, aunque esta parece escaparse de nuestras manos. Unos a otros nos echamos la culpa; con facilidad buscamos la paja en el ojo ajeno, pero… parece que ninguno de nosotros quiere ver la viga en su propio ojo.

Todos están corriendo de un lado para otro buscando alguna respuesta a las preguntas más comunes que surgen siempre que surge una crisis o una circunstancia inesperada: ¿Por qué sucede esto?... ¿Qué podemos hacer?... y… ¿existe alguna esperanza?

Unos tras otros, tecnócratas y futuristas, se turnan para enunciar sus respuestas. Por aquí los economistas afirman que se trata de un ciclo del mercado; por allá los financieros abogan por un nuevo sistema monetario, y, por todos lados, los presidentes echan la culpa a los que les precedieron; los empresarios se apresuran a pedir nuevas ventajas legales para sus negocios. Todos tienen razón, pero sus razones no nos sirven para nada. El ciudadano común y corriente solo entiende las razones simples: cuando el saldo de la chequera del banco no iguala a la suma de su lista de pagos, cuando no logra salir a la calle sin sentir temor o no puede confiar plenamente en sus autoridades.

El libro de Jonás nos presenta una historia que reproduce una situación parecida a la que nos aqueja a nivel mundial. Cuando leemos el primer capítulo del libro, pareciera que el mundo se está planteando una nueva pregunta. No se verbaliza, pero se percibe a medida que la gente entra en la crisis: ¿dónde está la Iglesia?, ¿dónde se encuentra escondido el instrumento de Dios cuando el mundo está en crisis? ¿En qué se ocupan sus siervos cuando deberían estar respondiendo a las preguntas cruciales del mundo?

Jonás ilustra esta realidad. La escena que presentan los versículos 1.5–6 es alarmante: los marineros y pasajeros de aquel barco están en medio de una tormenta, una situación tan desesperada que cada uno comenzó a clamar a su dios en busca de respuestas. Hombres, mujeres y niños por igual infructuosamente tiran cosas por la borda. Primero arrojan lo superfluo, luego lo importante y, finalmente, acaban botando aun lo esencial, pero ningún esfuerzo ayuda a resolver la situación. Todos están desorientados, sin respuesta. De pronto descubren algo terrible: Jonás se había retirado al fondo de la nave y duerme plácidamente. El capitán del barco le hace una pregunta lapidaria que recoge la decepción, el desconcierto y la indignación de toda la gente: «¿Cómo puedes estar durmiendo?» (1.6) .

Esta pregunta explica de la mejor manera el porqué de este antiguo libro; pareciera que el capitán personifica al Señor que pregunta a Jonás, en su momento, y a la Iglesia en la hora presente: «¿cómo puedes estar durmiendo cuando hay miles de personas que no son capaces de distinguir entre lo bueno y lo malo?» (1.2, 4.11); «¿cómo puedes estar durmiendo cuando el juicio de Dios se cierne sobre aquellos que desobedecen su mandato?» (1.4, 2.3, 4.8) y «¿cómo puedes estar durmiendo cuando el mundo está en caos y todos buscan por sus medios resolver la situación y solo el pueblo de Dios tiene las respuestas?» (1.5, 13).

El capitán de la historia de Jonás debería cobrar vida el día de hoy y preguntarle a la Iglesia en cada rincón del mundo: «¿Cómo puedes estar durmiendo? ¿Cómo te escondes en el fondo de la Iglesia a cantar, a gozar de la comunión con los hermanos? ¿Cómo no tienes compasión de los que sufren?»

Pareciera que, al igual que Jonás, la Iglesia ha caído en una trampa. En los últimos años, estimulada por un crecimiento numérico, ha sido cautivada por el espíritu del mundo. Al igual que en Wall Street, se premió la eficiencia y la efectividad, pero basada en los mismos valores: crecimiento económico, ampliación del mercado, fijación de la marca, desarrollo de nuevos segmentos de mercado. Ahora, sin embargo, cautiva en su trampa, la Iglesia se ve impotente, incapaz de resolver sus propios problemas al ver caer sus índices. Acaba ocupada en tirar todo lo que puede para salvar el barco, mientras el mundo se pregunta ¿cómo puede la iglesia estar durmiendo?

El libro está lleno de lecciones para los cristianos en particular, como para la Iglesia en general. Estas lecciones nos ayudan a sacudirnos la pereza, despertar de nuestro sueño y comenzar a cumplir el papel que la Iglesia está llamada a desempeñar en momentos como estos. «¡Quién sabe si no has llegado … precisamente para un momento como este!» (Ester 4.14) nos preguntaría Mardoqueo.

¡Levántate! ¡Clama a tu Dios! (1.6) El capitán del barco pronuncia estos dos imperativos en medio de la desesperación, al ver que nada funciona. Parece que, en el momento de crisis, la gente se vuelve a su dios con la esperanza de ser oída. Sin embargo, aquel que está durmiendo sobre la carga, él sí tiene la posibilidad de ser oído por el único y todopoderoso Dios. De él podría ser el testimonio del salmista: «En mi angustia clamé al Señor, y él me respondió» (2.2). Tiene entrada al mismo trono de Dios para interceder por aquellos que se encuentran en medio de la crisis. De hecho, más adelante no dudaría en declarar: «mi oración llegó hasta ti, hasta tu santo templo» (2.7). Él es el único en aquel lugar que tiene la respuesta a la crisis porque sabe que «¡la salvación viene del Señor!» (2.9), pero… está durmiendo. La oración que Dios oye debe ir acompañada de una acción deliberada a negarse a satisfacer los deseos egoístas.La oración escuchada, sin embargo, tiene que cumplir con características específicas que Dios presenta en este pasaje: Debe ser sincera. Jonás lo describe bien «En mi angustia clamé al Señor». Interesantemente, también los ninivitas lo perciben cuando, al escuchar el anuncio del juicio de Dios, «proclamaron ayuno» (3.5), y también cuando su rey les instruyó: «hagan duelo y clamen a Dios con todas sus fuerzas» (3.8). Esta es la oración que Dios escucha, no aquella tímida, cohibida, llena de fórmulas. La persona de corazón sincero reconoce que ¡se juega la vida al orar!

Otra característica es que debe ir acompañada de arrepentimiento y conversión. Jonás lo aprende en el vientre del pez cuando declara: «He sido expulsado de tu presencia, ¿cómo volveré a contemplar tu santo templo?» (2.4). El rey de Nínive evalúa la situación y establece que la crisis, la destrucción, es resultado de su mal proceder y su pecado. Así lo señala en el decreto que dicta para el pueblo: «Ordena así mismo que cada uno se convierta de su mal camino y de sus hechos violentos» (3.8). Esta crisis demanda una evaluación concienzuda de nuestro actuar como personas, como familias, como iglesias y como nación. Debemos hacer duelo, clamar a Dios, pero, sobre todo, apartarnos de nuestro mal camino (2Cr 7.14). La oración que Dios oye debe ir acompañada de una acción deliberada a negarse a satisfacer los deseos egoístas.

El tiempo de abundancia, la prosperidad y el éxito arrastraron al mundo al consumismo, al desperdicio, a oprimir al pobre, a la depredación de los recursos naturales en aras del progreso, desarrollo y mejoramiento, los cuales se tradujeron siempre en satisfacción de innumerables deseos egoístas (Stg 5.4–6). La ética del mundo también cambió; lo bueno y lo malo no se definieron más a lo que agrada a Dios, sino al hecho de que produjeran ganancias y si estas eran abundantes. El mundo debe arrepentirse de este mal proceder, que Dios juzga y castiga.

Sin embargo, la Iglesia también ha sido arrastrada por este mismo pecado. La ley de siembra y de cosecha, la prosperidad como medida de espiritualidad, la medida de éxito y el llamado a las ofrendas han sido tergiversados para abusar de la buena fe de los creyentes, para despojar a las viudas y a los pobres de sus últimos recursos, como también para confundir a los ricos y poderosos, financiando construcciones, empresas personales y negocios millonarios, disfrazados como «la obra de Dios». De esto también debemos arrepentirnos y convertirnos de nuestro mal proceder, para volver a cuidar al pobre, a la viuda, a los huérfanos (Hch 4.34; Stg 1.27; 1Jn 3.17–22). Deberá llegar el momento en que entre nosotros no haya quien tenga necesidad o pobreza extrema, porque solo así, Dios escuchará nuestras oraciones. ¿Qué es lo que has hecho? (1.10) Los marineros, luego de haber escuchado la historia de Jonás, y, sobre todo, de su deliberada acción de huir de Dios, lo animaron, con la desesperación de aquellos que estaban sufriendo las consecuencias de su mal proceder, a arrepentirse, a reflexionar sobre las consecuencias de su rebelión contra Dios. Ver una situación desde la perspectiva de Dios cambia significativamente la percepción para aquellos que están en crisis. Los marineros, que en medio de la crisis que comenzaron invocando a cuanto dios conocían, terminaron volviendo su rostro al Dios verdadero y temieron a su justicia y a su poder.

Jonás, por su parte, es confrontado con si mismo en el vientre de aquel pez, movido a clamar por perdón y misericordia a Dios: «en mi angustia clamé al Señor» (2.2) testifica. Reflexiona acerca de su situación presente y las consecuencias de su pecado: «he sido expulsado de tu presencia». Finalmente, resume su situación, su acción y la respuesta de Dios cuando confiesa: «Al sentir que se me iba la vida, me acordé del Señor» (2.7) El examen personal, la reflexión de la situación desde la perspectiva de Dios y el arrepentimiento son necesarios para que nuestra oración llegue hasta el Señor.

¡Anda, ve y proclama! (1.2, 3.2) Sin duda Jonás es un hombre nuevo, tanto en su interior como en su apariencia física. El pez lo vomita en tierra firme y, acto seguido, escucha nuevamente la misma instrucción que había ignorado: «¡Anda, ve y proclama!». El nuevo Jonás sale ahora en dirección a Nínive y, al llegar, comienza a proclamar en la ciudad el mensaje que Dios le había dado. Al leer el capítulo 3, confirmamos que Jonás era el escogido a quien Dios había preparado para esta tarea.¡Nuestro egocentrismo nos impide ver al mundo como Dios lo ve! Centrarnos en nosotros mismos nos lleva a perder la perspectiva.

Los ninivitas son confrontados a través del mensaje de Jonás y movidos a ver la situación y la crisis desde la perspectiva en que Dios la ve. Entienden que lo que sucede no es un accidente de la naturaleza, ni de las finanzas; no es un ciclo del mercado, ni un catarro pasajero de la bolsa de valores. Ellos entienden que todo lo que está a punto de pasar es por causa de su maldad. Entonces el pasaje relata que «le creyeron a Dios, proclamaron ayuno y, desde el mayor al menor, se vistieron de luto en señal de arrepentimiento» (3.5). La escena que vemos aquí es inaudita. Sería propio esperar tal reacción y respuesta del pueblo amado de Dios, pero, ¡oh sorpresa!, esta respuesta surge de un pueblo cuya maldad había colmado la paciencia de Dios y cuyas vidas habían sido condenadas a la destrucción.

¿Cuál fue el mensaje de Jonás? ¿Cómo fue su predicación? ¿Qué estilo y metodología utilizó? No lo sabemos. Lo realmente importante es que su mensaje inició un movimiento de arrepentimiento que llegó, no solo a todos los rincones de Nínive, sino que también afectó a todos los niveles de la sociedad. El movimiento que vemos aquí es un verdadero avivamiento en Nínive; tan genuino que el escritor refiere su resultado con las siguientes palabras: «Al ver Dios lo que hicieron, es decir, que se habían convertido de su mal camino, [Dios] cambió de parecer y no llevó a cabo la destrucción que les había anunciado» (3.10).

Jonás exhibe características relevantes que son necesarias para aquellos a quienes Dios ha llamado para «ir y proclamar». En primer lugar, Jonás utilizó una clara y efectiva estrategia de proclamación, no solo en la forma sino, en especial, en el contenido «se fue internando en la ciudad … mientras proclamaba».

Jonás fue capaz de ingeniárselas de tal manera que logró que, en menos de cuarenta días, cada una de las personas que había escuchado el mensaje lo entendiera y fuera confrontada a actuar en consecuencia. Consiguió que el contenido del mensaje llegara a oídos del propio Rey. No fueron noticias de un alarmista que los visitaba, un saboteador, un loco que andaba por las calles asustando a los Ninivitas; tal como consta en el testimonio escrito, el mensaje llegó al trono con el mismo poder, la misma claridad y autoridad con que se estaba escuchando en cada uno de los cuatro costados de Nínive.

Finalmente, articula con claridad la demanda de Dios de modo que el rey se baja de su trono, se sienta en el suelo, se rompe sus ropajes reales y echa ceniza o tierra sobre su cabeza; y todo esto, a la vista de sus súbditos. Hay una respuesta individual del pueblo, de las familias que una a una se van sumando al ayuno y al clamor, pero la maldad de Nínive demanda también una respuesta oficial y esta es la que vemos en el decreto que se transcribe en los versos 3.7–9. Tal como se puede imaginar al leer este pasaje, el pueblo entero estuvo en un constante clamor de arrepentimiento y contrición delante de Dios con una sola esperanza: «¡Quien sabe! Tal vez Dios cambie de parecer, y aplaque el ardor de su ira, y no perezcamos» (3.9).

Esta es la razón por la que existe la Iglesia como pueblo de Dios en un mundo en crisis, en un mundo como el que hoy nos toca vivir a cada uno de nosotros. La Iglesia no está llamada a dar respuestas económicas, administrativas, filosóficas o comerciales. Cientos de personas están lanzando sus tesis, presentando este tipo de propuestas. La respuesta que la Iglesia pueda dar responde a su naturaleza. La Iglesia debe articular una respuesta clara y contundente que muestre que Dios es soberano «sobre el mar y la tierra firme» (1.9), Dios es justo y su juicio es real y verdadero sobre aquellos que «abandonan el amor de Dios» (2.8); Dios es compasivo y llega a usar misericordia con aquellos que, con sinceridad, se «convierten de su mal camino y de sus hechos violentos» (3.8). Siempre termina su historia con la misma pregunta: «¿No habría yo de compadecerme?» (4.11).

¿Tienes razón para enfurecerte tanto? (4.4) Esta pregunta nos anticipa la última lección que este libro contiene. El libro de Jonás también nos evidencia que, como siervos del Señor llamados a una tarea especial siempre estamos en riesgo de caer víctimas de nuestro propio ego. El peor enemigo del siervo es él mismo.Centrarnos en nosotros mismos nos lleva a perder la objetividad. Nos conduce a que juzguemos a los demás y sus acciones de manera más estricta que el juicio que emitimos sobre nuestras propias acciones. Jonás evidencia esa falta de objetividad en la contradicción que él mismo enfrenta en su libro. Jonás ora sólo dos veces: la primera de ellas es para pedir compasión de Dios para él (2.1) y la segunda, para reprochar la compasión de Dios para con los demás (4.2). ¡Nuestro egocentrismo nos impide ver al mundo como Dios lo ve! Podrá la Iglesia darle la respuesta acertada a un mundo que está en crisis?, ¿tendremos el valor de levantarnos, salir de nuestros «guetos evangélicos» y acercarnos más y mejor al mundo? Centrarnos en nosotros mismos nos lleva a perder la perspectiva. No somos capaces de ver cuán pequeños somos comparados con Dios. La actitud desafiante de Jonás ofrece evidencia de esto cuando «salió y acampó al este de la ciudad. Allí hizo una enramada y se sentó bajo su sombra para ver qué iba a suceder con la ciudad» (4.5) El pasaje puede darnos dos posibilidades: la primera, que este sea un desafío al carácter compasivo de Dios, en cuyo caso la explicación sería que Jonás fue allí a esperar que el Señor cumpliera su palabra de destruir a Nínive. Otra posible respuesta es que, confundido, como está, por la actitud de Dios, va a aquel lugar en espera de que el Señor haga algo que le permita entender la manera como Él actúa con los hombres. Ambas perspectivas nos muestran el mismo problema: la pérdida de perspectiva del siervo en su acercamiento con Dios para ver la grandeza de Dios y la pequeñez del hombre, aun cuando este sea su siervo.

Centrarnos en nosotros mismo nos lleva a perder la compasión. No somos movidos a mostrar el amor incondicional con el que Dios se relaciona con nosotros. Dios aún no ha terminado con su siervo y le enseña que, por estar muy preocupado por sí mismo, ha perdido la capacidad de compadecerse por los de Nínive. No es que Jonás no posea compasión, pues él la siente por su arbusto. No obstante, su compasión por el arbusto solamente está relacionada con el beneficio que este le otorga: comodidad y satisfacción.

El libro termina con una pregunta: «¿No habría yo de compadecerme?» (4.11). Dios ha tenido compasión de Nínive pero también de su siervo, para mostrarle a él y a nosotros, en esta época de nuestra vida, que nos ha dejado una tarea por delante y que, si bien esta nos supera, podemos cumplirla cuando nos levantemos, nos arrepintamos, cumplamos la obra de Dios y nos cuidemos a nosotros mismo para no caer. ¿Podrá la Iglesia darle la respuesta acertada a un mundo que está en crisis?, ¿tendremos el valor de levantarnos, salir de nuestros «guetos evangélicos» y acercarnos más y mejor al mundo? ¿Seremos capaces de articular las respuestas eternas de Dios en términos y lenguajes que sean cultural y lingüísticamente amigables para el mundo? Sin duda, la respuesta está en manos de la Iglesia. La pregunta, sin embargo, ya ha sido lanzada: «¿Cómo puedes estar durmiendo?»

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