Durante nuestra vida nos toca a veces atravesar por períodos de turbulencias, las cosas no van como esperamos, trabajamos duro pero no vemos los frutos. Cambiamos de estrategia con esperanzadoras expectativas para comprobar más tarde que el esfuerzo ha sido en vano. Buscamos, luchamos, empezamos de nuevo quedándonos siempre un sabor a poco, una necesidad no cubierta, una búsqueda sin encuentros.
Otras veces todo marcha bien, lo que tanto deseamos va tomando forma en nuestra realidad, todo parece armonizar, el futuro se ve prometedor, sin embargo algo en nuestro interior percibe que los logros no nos terminan de llenar, de calmar, de saciar nuestra sed interior.
En el capítulo cuatro del libro de Juan encontramos un curioso diálogo entre Jesús y una mujer que parece conocer de fracasos, de nuevos intentos, de frustra ciones. La mujer samaritana es sin lugar a dudas una mujer sedienta.
Jesús comienza la conversación con un pedido:
“—Dame un poco de agua.
Pero como los judíos no tienen trato con los samaritanos, la mujer le respondió:
—¿Cómo es que tú, siendo judío, me pides agua a mí, que soy samaritana?
Jesús le contestó:
—Si supieras lo que Dios da y quién es el que te está pidiendo agua, tú le pedirías a él, y él te daría agua viva.
La mujer le dijo:
—Señor, ni siquiera tienes con qué sacar agua, y el pozo es muy hondo: ¿de dónde vas a darme agua viva?
Nuestro antepasado Jacob nos dejó este pozo, del que él mismo bebía y del que bebían también sus hijos y sus animales. ¿Acaso eres tú más que él?
Jesús le contestó:
—Todos los que beben de esta agua, volverán a tener sed;
pero el que beba del agua que yo le daré, nunca volverá a tener sed. Porque el agua que yo le daré se convertirá en él en manantial de ag ua que brotará dándole vida eterna.
La mujer le dijo:
—Señor, dame de esa agua, para que no vuelva yo a tener sed ni tenga que venir aquí a sacar agua.”
(Juan 4: 7-15)
Jesús y la mujer parecen referir a dos planos diferentes. La mujer sólo puede considerar el plano real, el que se ve y se toca: “ ¿Cómo piensas sacar el agua? El pozo es profundo y no tienes con qué.” Jesús en cambio intenta llevarla al plano espiritual: “ Si supieras quién soy, tú serías quién pidiera de beber, y recibirías agua viva. El que beba de mi agua ya nunca volverá a tener sed.”
En el diálogo hay un conocimiento del Señor Jesús sobre la mujer samaritana que no se explicita, sin embargo, como en muchos otros encuentros de Jesús con la gente, él hará de este conocimiento el centro de su mensaje. Jesús conoce el corazón sediento de la samaritana, ella tiene sed de un agua especial, no de la que podía sacarse del pozo, sino del agua viva que sólo Dios puede dar.
Irónicamente esta mujer iba a diario a ese pozo en busca de la ración de líquido que le permitía vivir. Cada día, tal vez varias veces a lo largo de una jornada, debía caminar hasta el pozo, cargar su recipiente y volver de regreso con el agua.
Aunque ella nunca no lo hubiera notado, esta actividad de su vida cotidiana reflejaba una necesidad mucho más profunda y arraigada en el seno de su ser. Era una mujer sedienta, y en la búsqueda de saciar su sed iba ya por el quinto marido. Tal vez despreciada, marginada, carente de amor verdadero, iba errante por el desierto de su vida buscando el líquido que pudiera saciar su sed interior.
Nosotros no somos muy diferentes de la mujer samaritana, todos cargamos con la necesidad consciente o no, de saciar nuestra sed interior. Somos por naturaleza seres sedientos y esto es bueno, pues Dios ha puesto sed de vida en el corazón del hombre, y ha provisto también el agua capaz de saciarla.
En algunos casos la autosuficiencia, en otros la negación de Dios, en otros, ¿por qué no?, la falta de fe, nos llevan a intentar saciar nuestra sed con otras aguas, aguas que tras un instante de saciedad ponen aún más de manifiesto nuestra necesidad ardiente de beber. Aguas que hay que ir a recoger a diario, pues nunca terminan de apagar nuestra sed.
Construimos nuestras propias cisternas, abandonando la fuente verdadera de agua viva. Nos aferramos a ellas, pues creemos que de ellas mana la vida, y de ellas hacemos depender nuestra supervivencia, a veces ni siquiera notamos que son pozos rotos incapaces de conservar el agua.
¡Dejemos de lado las cisternas de las que nos hemos provisto!, no valen nada comparadas con el agua viva que Jesucristo ha venido a darnos. Sepamos como la mujer samaritana responder: ¡Señor, dame de esa agua! y que el agua viva pueda convertirse en nosotros en manantial que brote para vida eterna.
“Mi pueblo ha cometido un doble pecado:
me abandonaron a mí,
fuente de agua viva,
y se hicieron sus propias cisternas,
pozos rotos que no conservan el agua.” Jeremías 2:13
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