RAQUEL

Raquel era la hija menor, y la más hermosa, de Labán, y la segunda esposa de Jacob. Ella esperó, pacientemente, catorce largos años, para convertirse en la cónyuge del hombre que la amaba, intensamente. Luego tuvo que aguardar otros años más, todavía, para tener hijos, ya que era estéril. A pesar de que no conocía, personalmente, la bondad, y el poder, del Creador, decidió postrarse ante Él, para pedirle por esta dificultad, indeseables. 

El Omnipotente tuvo compasión de Raquel, y respondió a sus oraciones; la hizo fecunda, y le permitió quedar embarazada (Génesis 30:22). Los años largos, e interminables, de espera, de Raquel, llegaron, finalmente, a su fin. El Señor escuchó su clamor, y observó su alma, perturbada, y le concedió un primer hijo, al que llamó José; luego volvió a estar embarazada; pero, fatalmente, en el momento del parto, tuvo dificultades muy serias, y falleció, inesperadamente. Su segundo hijo nació bien, y le pusieron por nombre Benjamín.

La influencia, la autoridad y la soberanía, del Creador, sobre el vientre de las mujeres, son evidentes, e incuestionables. El dominio del Soberano en el útero (el órgano genital, femenino, en el que se desarrolla, y se aloja, el feto, durante la gestación), es un tema frecuente, e interesante, en las Sagradas Escrituras. Los propósitos de Dios, en la apertura de unos, o en el cierre de otros, suele depender, y respetar, un propósito, glorioso, del Hacedor de maravillas. El Santísimo le concedió gemelos a Rebeca (Génesis 25:21); el Señor abrió el vientre de Lea (Génesis 29:31); el Espíritu cerró, por un tiempo, el útero de Ana (1 Samuel 1:5).

La historia, bíblica, de Raquel, nos provee una gama, exquisita, de lecciones, diversas; las mismas que debemos aplicar a nuestra vida, diaria. La paciencia, y la tolerancia, que demostró la esposa de Jacob, es asombrosa, y singular. Ella tenía un carácter prudente. La virtud de quienes saben sufrir, y comprender, las adversidades, y los problemas, con fortaleza, y sin lamentarse, es asombrosa. Los cristianos esperamos, con calma, y con buen humor, que las cosas sucedan, a su tiempo, y de acuerdo a la voluntad del Admirable.

En el momento que nuestra fe, y nuestra confianza, en el Buen pastor, es puesta a prueba, debemos responder positivamente, y sin sobresaltos (y acostumbrarnos, a soportar, con hidalguía, los inconvenientes). Resistir, y sufrir, las angustias, y los padecimientos, hasta el final, para que seamos mejores, y para que podamos obedecer, fácilmente, lo que Dios nos manda, es muy importante, y necesario, para que no nos falte nada (Santiago 1:3-4). Cuando nos esforzamos, intelectualmente, en encontrar paz, y gozo, durante el tiempo de aflicción, y de tormento, generalmente, olvidamos que la paciencia, y el dominio propio, son fundamentales, y poderosos, para que las dificultades, en vez de derrotarnos, vivifiquen, y fortalezcan, nuestro carácter.

Despojarnos, para siempre, del hombre, natural, que llevamos dentro, todavía, para convertirnos en santos, y ponderados, gracias a la expiación que ha realizado el Cordero de Dios, a nuestro favor; y volvernos como niños, inocentes, y bien educados (sumisos, sencillos y pacientes; llenos de amor, y de misericordia, y dispuestos a someternos, continuamente, a la voluntad del Príncipe de paz), es la obra monumental, y perpetua, que desea hacer el Consolador en cada uno de los discípulos del Maestro.

Cuando nuestro enfoque descansa, mayormente, en la apariencia, física, de una persona, es probable que fracasemos, sentimentalmente. Jacob prefirió galantear, y amar, a Raquel, en vez de a Lea, posiblemente, porque era muy hermosa. Cuando alguien se enfocó en el físico, de su pareja, y no descubre la elegancia, y la finura, de las virtudes de su personalidad, se equivoca, rotundamente. El temor a Dios; la solidaridad, la piedad y la generosidad, son más importantes que el aspecto físico, y lo atractivo, y lo elegante, de la gente. La hermosura, exterior, de alguien, va a desaparecer, en cualquier momento; pero la del alma, permanece, para siempre.

Procuremos, siempre, manifestar, libremente, la belleza pura, e intachable (la que procede de lo más íntimo, y tierno, de nuestro corazón, redimido); la misma que se exhibe a través de la honestidad, y de la amabilidad, de un temperamento tierno, sumiso y tranquilo. Esto es lo que tiene más valor, y sentido, delante del Inconfundible (1 Pedro 3:4). Jesús anhela que apreciemos, y valoremos, correctamente, la gloria, y la gracia, de Su Espíritu.