Como el resto de la población, estamos sumidos en el natural miedo y zozobra causados por el avance aparentemente inexorable de un virus tan contagioso como cualquiera de las “plagas” históricas que azotaron Europa en el Medioevo o después, como la peste negra o la cólera, y esto, a pesar de todos los avances en las ciencias médicas y los cuidados sanitarios de los tiempos modernos.
Por nuestros televisores, radios y móviles, etc., hemos asistido y a veces todavía asistimos a escenas de auténtico pánico colectivo provocado por el miedo cerval a este enemigo invisible y silencioso que no respeta ni personas ni espacios ni fronteras, llevándonos a preguntar reiteradamente: “¿Quiénes van a ser los próximos que caerán en el contagio?”
Es natural que la mayoría de la población acepte, con la resignación fatalista de siempre, que desastres naturales como éste han pasado muchas veces en la historia de la humanidad; forma parte de la experiencia colectiva de ella, así que “¿Qué le vamos a hacer?”, preguntan.
Pero el pueblo evangélico no puede aceptar el fatalismo de los demás. Nosotros creemos firmemente que nuestro Dios sigue en el puesto de mando del universo, y que no acontece nada que Él desconoce, ni nada que escape a su control o que Él no manda o permite. Dice Isaías 55:8-9 que sus pensamientos no son los nuestros. Entonces, ¿por qué lo ha permitido en esta ocasión? ¿De qué manera puede tamaño desastre servir a sus propósitos?
No nos toca especular en estos momentos, sino aceptar que tales crisis nos han de recordar forzosamente cual ha de ser nuestra responsabilidad particular en medio de ésta, como ha hecho el pueblo de Dios en incontables ocasiones en el pasado. Cuando desastres naturales, guerras, o plagas que han amenazado naciones y hasta continentes enteros, han caído sobre pueblos o naciones, el pueblo de Dios ha sido movido a intervenir en súplica ferviente al Señor, nuestro gran Sumo sacerdote, Jesucristo, quien, como dice Hebreos 1:3 y 7:25 (DHH): “Después de limpiarnos de nuestros pecados se ha sentado en el Cielo, a la derecha del trono de Dios” desde donde “vive para siempre para interceder...por los que se acercan a Dios por medio de Él”.
Nuestro principal privilegio y responsabilidad e interceder para que la voluntad de Dios se cumpla en la tierra como en el cielo.
Hay varias ocasiones en la historia del pueblo de Dios que hablan de crisis suscitadas por plagas severas, y una de ellas me ha llamado poderosamente la atención en la situación actual que atravesamos. Me refiero a la plaga mortífera que amenazaba a todo el pueblo, que surge al final del capítulo 16 de Números, y que fue, cual fuego devorador, extinguido, por la acción resoluta y arriesgada del sumo sacerdote Aarón, que con su incensario en la mano, corrió para ponerse “entre los vivos y los muertos” a fin de salvar a su pueblo.
Así, esta narración dramática plantea un mensaje desafiante muy claro para el pueblo evangélico en la crisis actual del Coronavirus o Covid-19. Nuestro principal privilegio y responsabilidad, a la par con la adoración y el testimonio, es interceder, sintonizando, para así decirlo, con lo que Jesús está haciendo, para que la voluntad de Dios se cumpla en la tierra como en el cielo, como nos enseñó en la oración del Padrenuestro. Números capítulo 16 nos ilustra gráficamente que nuestra responsabilidad primordial en esta crisis inédita es colocarnos rápida y firmemente entre los vivos y los muertos, como hizo Aarón, en el Nombre del Señor, con nuestro “incensario” en la mano, para pedir:
1) que el Señor tenga misericordia de la humanidad y se digne mandar cesar esta plaga;
2) que los distintos equipos de investigadores que trabajan buscando algún fármaco o sustancia que frene o bloquea la expansión del virus, lo encuentren lo antes posible;
3) que las distintas empresas farmacéuticas se pongan de acuerdo para fabricar y distribuir dicha sustancia lo antes posible y en cantidades suficientes para aplicarlo a todos los contagiados habidos y por haber, hasta que el virus deje de estar operativo;
4) que toda la alarma, el miedo y la agitación global suscitado por esta crisis sirva para que las naciones reflexionen seriamente sobre los verdaderos valores humanitarios y de solidaridad y mutua ayuda, que a menudo somos tan propensos a soslayar o incluso olvidar, y nos lleven a buscar una renovada solidaridad y cooperación entre todas las naciones y pueblos de la tierra, aparcando tantas cosas que nos separan o distancian.
5) finalmente, en cuanto al pueblo de Dios, que sirva para darnos cuenta de una vez que tenemos una oportunidad de oro, de mostrar en qué consiste nuestra verdadera unidad y comunión en Cristo, por encima de diferencias denominacionales y eclesiales, uniéndonos en la oración intercesora movida por el Espíritu de Dios, de acuerdo con la nueva vida de servicio sacrificial por amor al prójimo, tal como nos enseñó a hacer con su vida y muerte nuestro común Maestro y Señor. Sobre todo, que nos sirva de aldabonazo divino a nuestras conciencias adormiladas acerca del verdadero “porqué” estamos en este mundo (1 Pedro 2:9- 10; notemos la colocación destacada de la frase “real sacerdocio” en el v. 9). El pueblo de Dios debe arrepentirse de su relajación en la llamada bíblica de la misión de Dios de rescate y salvación, mediante una reflexión seria en cuanto a sus prioridades tanto como está viviendo como su proclamación verbal del evangelio, que deben ir a la par.
Y para el descargo de esta sagrada responsabilidad, basta una sola de las numerosas y maravillosas promesas que el Señor otorga a sus sacerdotes, en Juan 14:12-13, RVR60: “De cierto, de cierto os digo: El que en mí cree, las obras que yo hago, él las hará también: y aun mayores hará, porque yo voy al Padre. Y todo lo que pidiereis al Padre en mi Nombre, lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo”. ¿Qué más queremos?
A la luz de todo lo visto, estoy convencido que la urgencia de movernos decididamente para ejercer el papel que nos ha tocado en la crisis actual se asemeja a la de la reina Ester (Ester 4:14b), una crisis que amenazaba con la muerte y destrucción de toda su familia y el resto del pueblo de Dios esparcidos por el imperio persa. Su primo Mardoqueo, que vio claramente la situación y que tanto dependía de Ester, como el último recurso que pudiera intervenir para salvar la situación, pregunta a la joven: “¿Quién sabe si no has llegado al trono para un momento como éste?”
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