José les proporcionó [a sus hermanos] carros […], y les dio provisiones para el viaje. A cada uno le dio ropa nueva, pero a Benjamín le dio cinco mudas de ropa y trescientas monedas de plata. También le envió a su padre diez burros cargados con los mejores productos de Egipto, y diez burras cargadas con grano, pan y otras provisiones que necesitaría para el viaje. Entonces José despidió a sus hermanos y, cuando se iban, les dijo: “¡No se peleen por todo esto en el camino!”. Y ellos salieron de Egipto y regresaron donde vivía su padre Jacob, en la tierra de Canaán (Génesis 45:21-25, NTV).
Los hijos de Jacob regresaron a Canaán a la moda. No más túnicas gastadas y burros demacrados. Conducían camionetas nuevas llenas de regalos. Llevaban chaquetas de cuero y botas de piel de caimán. Sus esposas e hijos los vieron en el horizonte. “¡Están de regreso! ¡Están de regreso!”, seguido de abrazos y besos.
Jacob salió de una tienda. Su vieja cabellera plateada le llegaba hasta los hombros. Lucía encorvado. Su rostro, como de cuero, de cuero crudo. Miró con los ojos entreabiertos debido al sol a sus hijos acercarse con todo el botín. Estaba a punto de preguntar dónde habían robado todas esas cosas, cuando uno de ellos le dijo: “José sigue vivo, y es gobernador de toda la tierra de Egipto”. “Y el corazón de Jacob se afligió, porque no les creía” (Génesis 45:26).
El viejo agarró su pecho. Tenía que sentarse. La tristeza había socavado los últimos vestigios de alegría de Jacob. Pero cuando los hijos le dijeron lo que José había dicho, cómo había preguntado por Jacob, cómo les había pedido que se fueran a Egipto, el espíritu de Jacob revivió.
Sus ojos comenzaron a brillar, y sus hombros se enderezaron. “Entonces dijo Israel: Basta; José mi hijo vive todavía; iré, y le veré antes que yo muera” (v. 28). Jacob tenía 130 años en ese momento, lo cual se dice fácil. Tenía reumas, y problemas en sus articulaciones, pero nada impediría que viera a su hijo. Tomó su vara, y dio la orden: “¡Carguen todo! Nos vamos a Egipto”.
Setenta personas emprendieron el viaje. Y qué viaje fue. Pirámides, palacios, granjas irrigadas, silos. Nunca habían visto nada parecido. Entonces, llegó el momento que habían estado esperando: un amplio flanco de la realeza apareció en el horizonte. Carros, caballos y la Guardia Imperial. Cuando el séquito se acercó, Jacob se inclinó para ver mejor el hombre en el carro del centro. Cuando vio su rostro, Jacob susurró: “José, hijo mío”.
En la distancia, José se inclinó hacia delante en su carro. Le pidió al conductor que le diera un fuetazo al caballo. Cuando los dos grupos se encontraron en el plano de la llanura, el príncipe no dudó. Bajó de su carro y corrió en dirección a su padre. En cuanto José lo vio, “se echó sobre su cuello, y lloró sobre su cuello largamente” (Génesis 46:29).
Se acabaron las formalidades. Se olvidó el protocolo. José enterró su rostro en el hombro de su padre y “lloró sobre su cuello largamente” (versículo 29). Mientras las lágrimas humedecían la túnica de su padre, ambos hombres se juraron que nunca más se despedirían.
El adiós. Para algunos esta palabra es el desafío de la vida. Superarlo representaría superar la soledad, el dolor agotador. Dormir solos en una cama matrimonial. Caminar por los pasillos de una casa silenciosa. Llamar su nombre inadvertidamente, o hacer inconscientemente el amago de tomar su mano. Al igual que a Jacob, la separación ha agotado nuestro espíritu. Nos sentimos en cuarentena, aislados. El resto del mundo ha seguido adelante, pero a nosotros nos duele hacerlo. No podemos, no podemos con el adiós.
Pero, ¡animémonos! Dios ya lo ha anunciado: las despedidas tienen los días contados. Están cayendo como granos en un reloj de arena. Si en la sala del trono celestial hay un calendario, hay un día encerrado en un círculo rojo y resaltado en amarillo. Dios ha decretado la reunificación familiar:
Porque cuando Dios dé la orden por medio del jefe de los ángeles, y oigamos que la trompeta anuncia que el Señor Jesús baja del cielo, los primeros en resucitar serán los que antes de morir confiaron en Él. Después Dios nos llevará a nosotros, los que estemos vivos en ese momento, y nos reunirá en las nubes con los demás. Allí, todos juntos nos encontraremos con el Señor Jesús, y nos quedaremos con Él para siempre (1 Tesalonicenses 4:16-18).
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