En Éxodo 34, Jehová dijo a Moisés que escribiera las palabras del pacto: Los diez mandamientos. Al descender del monte, el rostro de Moisés resplandecía.
Cuando hablamos con alguien, su rostro nos dice más que lo que nos habla la persona. Cuando Dios hace que el rostro de Moisés brille, es por una razón.
Dice la palabra que el pueblo tuvo miedo de acercarse a Moisés. Hubo una reacción del pueblo. Moisés los llamó y les habló, mandando todo lo que dijo Jehová en el monte Sinaí. Cuando hubo terminado de hablar, puso un velo sobre su rostro, y solo se lo quitaba para ir ante Dios y para hablarle al pueblo lo que Dios le había dicho, y luego se volvía a cubrir.
Pero esta no era la primera ocasión en que Moisés les pronunciaba aquellas palabras.
En una ocasión, como Moisés tardaba en bajar del monte, el pueblo hizo un becerro de oro. Moisés, entonces, comienza a hablarle al pueblo, y el pueblo no tuvo reacción alguna ante sus palabras. ¿Has tenido tú la experiencia de hablarle a alguien y que tus palabras no causen ningún efecto en su vida? Puedes estar diciendo lo que Dios quiere que tú digas, pero la gente no reacciona. Es frustrante tener las palabras que alinearían el corazón de aquellos a tu alrededor, pero darte cuenta que tus palabras no tienen efecto ni en su conducta ni en su relación con Dios.
Todos queremos que el mundo a nuestro alrededor reaccione ante nuestras palabras. Es parte de tu naturaleza divina. Dios creó el mundo, a través de la palabra. Todo debe reaccionar a la palabra. Y la frustración viene, cuando nuestras palabras no provocan ninguna reacción.
Moisés siente esa frustración, porque el pueblo siguió bailando con el becerro, mientras que Aarón lo que hizo fue justificar al pueblo porque Moisés se tardó en bajar. La reacción de Moisés fue romper las tablas que Dios, con su dedo, había escrito.
Fue entonces que Moisés tuvo que volver al monte a buscar revelación. Lo curioso es que, cuando lo hizo, Dios le dijo lo mismo que le había dicho la primera vez.
Hay veces que oramos por segunda vez, esperando que Dios nos diga algo diferente a lo que nos dijo la primera vez. Y, si frustrante es que no haya reacción ante nuestras palabras, frustrante es también volver a donde Dios y oír lo mismo. Moisés quería algo diferente. Pidió a Dios ver su gloria, y Dios le mostró sus espaldas; pero le volvió a decir las mismas palabras, con la diferencia de que, esta vez, Moisés tendría que escribir las tablas.
Aquellos eran los mismos diez mandamientos que Dios le dio en la primera ocasión. Cuando Moisés bajó del monte, dijo lo mismo que había dicho la primera vez. La primera vez no hubo reacción del pueblo. La segunda vez, el pueblo entendió. Y la única diferencia no fueron las palabras, no fue el monte, fue que el rostro de Moisés brillaba.
Cada vez que Moisés quería decirle al pueblo lo que Dios había dicho, mostraba el rostro para que el pueblo recibiera las palabras, porque era entonces que el pueblo reaccionaba a las palabras. El pueblo no reaccionaba al rostro de Moisés, sino al rostro de Dios en Moisés.
Tu mundo no va a reaccionar a tu rostro, a tu semblante. Tu mundo va a reaccionar, cuando la gente pueda ver la imagen y la gloria de Dios en tu rostro. Tus palabras toman relevancia, cuando son dichas con un rostro que resplandece, porque nadie se puede escapar de reaccionar a la presencia de Dios.
Tu rostro no brilla por tu talento, por tus habilidades, por tus logros, por tu potencial, sino que brilla si has estado en la presencia de Dios, y todo el mundo tiene que reaccionar a esa presencia.
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