Después de 25 años de matrimonio, mi estatus cambió de repente a madre soltera. Los numerosos problemas de la vida me daban vueltas en la cabeza. Pero la tarea más grande que tenía ante mí era la educación de mi hijo adolescente Jeff. ¿Cómo podría lograrlo sola?
Pasé las páginas de mi Biblia utilizando el procedimiento acostumbrado, pero no encontré el consejo para el asunto que me preocupaba. Los preceptos de la Palabra de Dios me daban una base sobre la cual apoyarme y encontrar seguridad, pero aún necesitaba una orientación práctica. “Señor, ayúdame”, oraba siempre. “No sé cómo hacerlo”.
Poco a poco, el pánico se hizo menor, hasta que aprendí algunas prácticas clave para tener éxito como madre soltera, y en mi crecimiento espiritual.
1. Fije sus prioridades y aférrese a ellas. Esto significó renunciar a mi sueño de convertirme en escritora a tiempo completo, teniendo que tener tres trabajos para sobrevivir. Pero tomé empleos que fueron suficientemente flexibles para atender las necesidades de Jeff. Aunque la supervivencia era necesaria, mi condición de madre seguía siendo lo principal.
2. Esté abierta al cambio. Tuve que hacer algunos cambios grandes que al final le darían a Jeff más seguridad, vendí la casa y me deshice de todo, menos de lo indispensable. En medio de esos reajustes, veíamos la manera como Dios cuidaba de nosotros. Nos dio una hermosa casa que nos rentó una mujer de quien una vez fui orientadora. No fue necesario entregarle un depósito y nos trajo una enorme caja de comestibles cuando ocupamos la casa.
3. Determinar límites firmes. Como Jeff puso a prueba los nuevos ajustes, me pareció que necesitaba responder con límites más estrictos. Cuando intentó violar la hora de regreso a casa, lo castigué negándole la salida y le compré un buscapersonas (hoy eso habría sido un teléfono celular), para recordarle la próxima vez que le quedaba poco tiempo para regresar.
4. Rechace la venganza. Yo no quería que Jeff creciera con una madre amargada, y por eso me negué a hablar negativamente de su padre. A pesar de que nuestra familia había sido destrozada, yo anhelaba que mi hijo tuviera algún día un matrimonio venturoso. Sabía que una sana relación mía con su padre contribuiría a ello. Jeff necesitaba lograr su propia sanidad sin la carga de sus padres. Los límites en cuanto a su libertad eran firmes, pero Jeff pasaba las vacaciones con su padre y visitando familiares. Yo oraba con frecuencia en esas noches cuando el natural deseo de venganza me bombardeaba el alma. Y a medida que aprendía a aferrarme al Señor, sentía que Su mano me sostenía (Salmos 63:8).
5. Preserve las tradiciones familiares. Aunque la vida era totalmente diferente, algunas cosas tenían que seguir siendo las mismas. Nos habíamos mudado, pero Jeff mantenía su nueva habitación prácticamente igual a la que había tenido antes. Seguí cocinando sus comidas favoritas, y una vez por semana él continuó haciéndose cargo de la cena y de la limpieza.
6. Traiga su dolor a Dios. La fragmentación de una familia deja una huella dolorosa que no la mitiga nada, excepto el tiempo. Sin embargo, la madre que se queda con el hijo no puede ponerse en una posición fetal y negarse a vivir. Para sentirse seguro, mi hijo necesitaba tener una mamá fuerte. Aunque le respondía con sinceridad cuando me hacía preguntas, el Señor me evitaba los momentos embarazosos. Mi dolor era profundo e increíblemente difícil de procesar, pero no quería ahogar a mi sensible hijo. Por tanto, los gritos en mi almohada los reservaba para las horas en que Jeff dormía.
7. Cuidese a sí misma. El permanecer en buena condición física elevó mi autoestima, y le enseñó a mi hijo el fundamento de una vida sana. Excepto por un ocasional resfriado, nos manteníamos en buena forma física, al mismo tiempo que Dios sanaba poco a poco nuestras almas.
La crianza de un hijo sin la compañía de un cónyuge exige siempre oración y discernimiento, pero sobre todo implica amor al hijo y un gran coraje, dos cosas que el Señor me dio.
Jeff tiene ahora 22 años, y es un joven maravilloso. Compartimos recuerdos de los años en que ahorrábamos hasta el último centavo, en que veíamos un DVD que nos prestaba la biblioteca y en que superábamos nuestro dolor. No era la vida que habíamos planeado, pero sí una vida que hoy atesoramos.
REBECA JAY
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