Luego de leer todo el Evangelio de Lucas por primera vez, una niña dijo: “¡Vaya! ¡Pareciera que Jesús ama intensamente a los andrajosos!”.
Esta jovencita sí que lo ha entendido.
Jesús pasó una desproporcionada cantidad de tiempo con gente que en los evangelios se describe como pobre, ciega, renga, leprosa, hambrienta, pecadora, prostituta, cobradora de impuestos, perseguida, pisoteada, cautiva, posesa por espíritus demoníacos, trabajadora y cansada, una turba que desconoce la ley, la multitud, los pequeños, los últimos, los menos importantes y las ovejas perdidas de la casa de Israel.
Digamos que Jesús se juntaba con los andrajosos.
Obviamente su amor por los ‘don nadies’ y los fracasados no era un amor exclusivo...eso sustituiría un prejuicio por otro. Se relacionaba con amor, calidez y compasión con la clase media y los ricos también, no a causa de sus conexiones, sus finanzas, su inteligencia o su identidad, sino porque ellos también eran hijos de Dios. Y aunque el término pobre en el evangelio hace referencia a los que no tienen, a los oprimidos y a quienes dependen de la misericordia de los demás, también comprende a todo al que depende enteramente de la misericordia de Dios y acepta el evangelio de la gracia: los pobres de espíritu (Mateo 5:3).
La preferencia de Jesús por los pequeños y su parcialidad hacia los andrajosos es un acto irrefutable en la narrativa del evangelio. Como dijo el filósofo francés Maurice Blondel: “Si realmente quieres comprender a un hombre, no escuches sólo lo que dice, sino observa también lo que hace”.
Uno de los misterios de la tradición del evangelio es esta extraña atracción de Jesús hacia los que no son atractivos, su extraño deseo por los indeseables, su extraño amor por los que no son amados. La clave de este misterio está, porsupuesto, en Abba. Jesús hace lo que Él ve que hace su Padre. Ama a quienes su Padre ama.
En su respuesta a la pregunta de los discípulos con respecto a quién es el más grande en el reino de los cielos (Mateo 18:1), Jesús abolió toda distinción entre la elite y la gente común en la comunidad cristiana: “Y llamando Jesús a un niño, lo puso en medio de ellos, y dijo: De cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Así que, cualquiera que se humille como este niño, ése es el mayor en el reino de los cielos” (Mateo 18:2-4).
Jesús llega al corazón del asunto cuando sienta al niño sobre sus rodillas. El niño no es consciente de sí mismo, es incapaz de fingir. Esto me recuerda la noche en que el pequeño John Dyer, de tres años de edad, golpeó a nuestra puerta acompañado de sus padres. Lo miré y dije: “Hola John, ¡qué gusto verte!”. No miró ni a la derecha ni a la izquierda. Su rostro parecía de piedra. Entrecerró los ojos con la apocalíptica mirada de quien enfoca en la mira de un rifle y exigió: “¿Dónde están las galletas?”.
El reino les pertenece a los que no buscan verse bien ni impresionar a nadie. Ni siquiera a sí mismos. No viven planificando cómo llamar la atención, preocupándose por cómo se interpretarán sus acciones, o fijándose en los premios que recibirán por su buena conducta. Veinte siglos más tarde, Jesús le habla al ascético atrapado en el fatal narcisismo del perfeccionismo espiritual, a quienes somos encontrados con las manos en la masa haciendo alarde de nuestras victorias, a quienes nos preocupamos o nos quejamos por nuestras debilidades y defectos humanos. El niño no necesita pelear por ocupar una buena posición en su relación con Dios; no necesita ingeniárselas para explicar su posición ante Jesús; no necesita poner buena cara ni lograr estado alguno de sentimiento espiritual o comprensión intelectual. Lo único que debe hacer es aceptar de buena gana las galletas: el regalo del reino.
Cuando Jesús nos dice que nos volvamos como niños, nos está invitando a olvidar lo que hay detrás. El pequeño John Dyer no tiene pasado. Lo que hayamos hecho en el pasado, bueno o malo, grande o pequeño, es irrelevante en nuestra posición ante Dios hoy día. Es sólo ahora que estamos en presencia de Dios.
Jesús les dio a los despreciados un lugar de privilegio en el Reino y los presentó como modelos ante sus futuros discípulos. Debían aceptar el reino de la misma manera en que un niño acepta lo que se le da.
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