Sir James Jeans, el famoso astrónomo británico, dijo: «El universo parece haber sido diseñado por el más puro matemático». Joseph Campbell escribió acerca de la «percepción de un orden cósmico, matemáticamente definible...». Al contemplar el orden de la tierra, del sistema solar y del universo estelar, los científicos y estudiosos han llegado a la conclusión de que el Maestro Planificador no dejó nada librado al azar.
La inclinación de la tierra, por ejemplo, en un ángulo de 23 grados, produce las estaciones del año. Los científicos dicen que si la tierra no tuviera esta inclinación exacta, los vapores de los océanos irían hacia el norte y el sur formando continentes de hielo.
Si la luna estuviera a sólo 80 500 kilómetros de la tierra, en lugar de 322 000, las mareas serían tan enormes que los continentes quedarían sumergidos bajo el agua... y hasta las montañas sufrirían la erosión.
Si la corteza terrestre fuera tan sólo un metro más gruesa no habría oxígeno, y toda vida animal se extinguiría.
Si los océanos fueran más profundos, por unos metros siquiera, el dióxido de carbono y el oxígeno se absorberían y no habría vida vegetal.
El peso de la tierra ha sido calculado en seis sextillones de toneladas (un seis con 27 ceros). Sin embargo, está perfectamente equilibrado y rota sobre su eje sin problemas. Diariamente gira a una velocidad de más de 1600 kilómetros por hora, o alrededor de 40 000 kilómetros por día. Esto suma más de 14 000 000 kilómetros por año. Si tomamos en cuenta el peso tremendo de seis sextillones de toneladas rotando a tan fantástica velocidad sobre un eje invisible, mantenido en su lugar por bandas invisibles de fuerzas gravitacionales, las palabras de Job 26:7 tendrían un significado sin par: «Él extiende el norte sobre vacío, cuelga la tierra sobre nada».
La tierra gira en su propia órbita alrededor del sol, recorriendo el circuito elíptico de 960 millones de kilómetros al año, lo cual significa que viajamos por la órbita a 30.5 kilómetros por segundo, o 102 000 kilómetros por hora.
Job nos invita a meditar sobre «las maravillas de Dios» (Job 37:14). Piense en el sol. Cada metro cuadrado de su superficie emite constantemente un nivel de energía de 130 000 caballos de fuerza (como 450 motores de ocho cilindros aproximadamente), con llamas producidas por una fuente de energía mucho más potente que el carbón.
Los nueve planetas principales de nuestro sistema solar, distan del sol desde alrededor de 58 millones de kilómetros hasta 6000 millones de kilómetros aproximadamente; y sin embargo, cada uno gira alrededor del sol con exacta precisión, en órbitas que van de 88 días para Mercurio hasta 248 años para Plutón.
Aun así, el sol es sólo una estrella menor en el conjunto de 100 000 millones de sistemas que comprenden nuestra Vía Láctea. Si sostuviéramos una moneda de diez centavos extendiendo el brazo, la moneda ocultaría quince millones de estrellas a nuestros ojos, si es que pudiéramos ver a tal distancia.
Cuando intentamos abarcar la cantidad de estrellas y cuerpos celestiales tan sólo en la Vía Láctea, resuena en nosotros la alabanza de Isaías al Todopoderoso Creador: «Levantad en alto vuestros ojos, y mirad quién creó estas cosas; él saca y cuenta su ejército; a todas llama por sus nombres; ninguna faltará; tal es la grandeza de su fuerza, y el poder de su dominio» (Isaías 40:26).
No es de extrañar que David clame: «¡Oh Jehová, Señor nuestro, cuán glorioso es tu nombre en toda la tierra! Has puesto tu gloria sobre los cielos; de la boca de los niños y de los que maman, fundaste la fortaleza, a causa de tus enemigos, para hacer callar al enemigo y al vengativo. Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que tú formaste, digo: ¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites?» (Salmo 8:1-4).
La creación habla de un poder que hace enmudecer a nuestra mente y a nuestra lengua. Estamos enamorados, encantados por el poder de Dios. Tartamudeamos, balbuceando palabras sobre la santidad de Dios. Temblamos ante la majestad de Dios...y sin embargo, cuando se trata de su amor, nos volvemos quejosos y dudamos.
Me deja boquiabierto el rechazo general de este país a pensar en grande sobre un Dios de amor. Como locos de atar, muchos cristianos se retuercen y sacuden ante la revelación del amor de Dios que nos abraza en su hijo Jesucristo.
En mi ministerio vagabundo, he encontrado una curiosa y extraña resistencia al Dios definido en la Biblia como el amor. Los escépticos incluyen desde los profesionales aceitados y muy educados que discretamente susurran la herejía del universalismo, hasta el hombre rudo que la embiste contra la Biblia, viendo únicamente al Dios guerrero, robusto y cubierto de polvo del Pentateuco, e insistiendo en reformular las crudas exigencias del perfeccionismo de las reglas.
Nuestra resistencia ante el furioso amor de Dios puede rastrearse hasta en la iglesia, nuestros padres y pastores, y en la vida misma. Protestamos al ver cómo han ocultado el rostro de un Dios compasivo y promovido un Dios de santidad, justicia e ira.
Sin embargo, si fuéramos de veras hombres y mujeres de oración, con nuestros rostros iluminados, nuestros corazones llenos de pasión, descartaríamos nuestras excusas. Dejaríamos de culpar a los demás.
Debemos salir a algún desierto (servirá también el jardín de su casa) para vivir una experiencia personal en el amor de Dios. Luego asentiremos, en común acuerdo con Julian de Norwich, la mística inglesa con tantos dones: «El mayor honor que podemos rendirle a Dios Todopoderoso es vivir con gozo porque sabemos de su amor». Entenderemos por qué, como observa Kittel en el Diccionario teológico del Nuevo Testamento, en los últimos años de su vida, pasados en la isla de Patmos, el apóstol Juan escribe con magnífica monotonía sobre el amor de Jesucristo. Como si fuera la primera vez que lo oímos, entenderemos lo que quiso decir Pablo: «Pero la ley se introdujo para que el pecado abundase; mas cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia; para que así como el pecado reinó para muerte, así también la gracia reine por la justicia para vida eterna mediante Jesucristo, Señor nuestro» (Romanos 5:20-21).
Como Juan, que en el ocaso de su vida escribía sólo acerca del amor de Jesús, Pablo se dedicó a escribir sobre el evangelio de la gracia:
• La gracia de Dios es la totalidad de lo que los hombres y mujeres necesitan para ser rectos (Romanos 3:24; Tito 3:7).
• Por gracia Pablo fue llamado (Gálatas 1:15).
• Dios nos da su gloriosa gracia por medio de su Hijo (Efesios 1:6).
• La gracia de Dios apareció para la salvación de todos (Tito 2:11).
• La gracia de nuestro Señor ha rebosado con la fe y el amor que están en Cristo Jesús (1 Timoteo 1:14).
• La gracia es una provisión a la que accedemos por medio de Cristo (Romanos 5:2).
• Es un estado o condición en el que nos hallamos (Romanos 5:2).
• Se recibe en abundancia (Romanos 5:17).
• La gracia de Dios ha abundado más que el pecado (Romanos 5:15; 20-21; 6:1).
• Nos es dada en Cristo (1 Corintios 1:4).
• Pablo no la recibió en vano (2 Corintios 6:1).
• La gracia de Dios que sobrepasa todo está dentro del cristiano (2 Corintios 9:14).
• Se extiende a más y más personas (2 Corintios 4:15).
• La gracia se opone a las obras, que carecen del poder para salvar. Si las obras tuvieran el poder, la realidad de la gracia se anularía (Romanos 11:5; Efesios 2:5,7; 2 Timoteo 1:9).
• La gracia se opone a la ley. Tanto los judíos como los gentiles son salvos por la gracia del Señor Jesús (Hechos 15:11).
• Sostener la ley es anular la gracia (Gálatas 2:21), y cuando los gálatas aceptan la ley, se apartan de la gracia (Gálatas 5:4).
• El cristiano no anda bajo la ley, sino bajo la gracia (Romanos 6:14).
• La gracia se opone a lo que se adeuda (Romanos 4:4).
• El evangelio mismo, que es la buena nueva de la gracia, puede llamarse gracia (Hechos 20:24), o la palabra de su gracia (Hechos 14:3; 20:32).
Sí, el Dios de gracia encarnado en Jesucristo nos ama. La gracia es la expresión activa de su amor.
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