Desde sus orígenes, y esto define uno de sus típicos rasgos fisonómicos, el cristianismo ha estado en muchos y no secundarios aspectos vinculado a la cultura de los diversos ambientes con los que fue entrando en contacto. Y se ha nutrido de ellos, no como un poste inerte, sino como una planta viva arraigada en tierra; como por osmosis, que es de por sí una señal de vida. Así, la semilla del evangelio prendió en la historia, primero sobre el suelo judío, después en el ancho campo de la sociedad grecorromana, justamente porque anidó profundamente en su terreno. Y no es que se trate de un mero resultado de factores histórico-culturales.
El cristianismo siempre ha alentado una polémica contra el ambiente, o mejor, una crítica respecto a él. Lo que no nos puede impedir constatar cómo, sin dejar de marcar las debidas distancias, siempre ha asumido y compartido muchas cosas de esos ambientes, no sólo en el ámbito del lenguaje. Entre el cristianismo y la historia se da, pues, una relación dialéctica. Pero una relación que, de cualquier modo, no ha surgido ni se ha desarrrollado en tierra de nadie, sino inculturándose en momentos y espacios precisos, preñados de antiguos y nobles ideales heredados.
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