De todos los temas que Cristo tocó durante su ministerio terrenal quizás ninguno ha sido menos comprendido por el hombre moderno que este. Rodeados de lujos y bienes materiales sin número, hemos preferido creer que Jesús era una especie de «santo patrono» del materialismo. Incluso hemos intentado elevar a virtudes algunas de las más detestables actitudes en el ser humano, tales como la codicia, el egoísmo y el desenfreno.
Las Escrituras, no obstante, advierten que el amor al dinero es la raíz de todos los males y que «los que quieren enriquecerse caen en tentación y lazo, y en muchas codicias necias y dañosas que hunden a los hombres en destrucción y perdición» (1 Ti 6.9). Estas son palabras radicales para un tema que requiere de una postura radical.
Jesús comenzó su enseñanza con una recomendación para todos aquellos interesados en hacer una buena inversión: «No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el moho destruyen, y donde ladrones entran y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el moho destruyen, y donde ladrones no entran ni hurtan.» La razón de esta recomendación es sencilla; toda inversión terrenal estará sujeta a las mismas realidades que acompañan el diario vivir del ser humano. En esta tierra simplemente no existe tal cosa como una inversión «segura». Incontables colapsos económicos, calamidades naturales, golpes de estado, guerras y caídas estrepitosas de los mejores planes económicos testifican de que hasta los más seguros pueden perderlo todo en un abrir y cerrar de ojos.
Cristo aconseja acumular tesoros que están más allá del alcance de un mundo caído, guardados en los lugares celestes. Estas son la clase de inversión que no dejan solamente un retorno favorable para esta vida, sino para toda la eternidad. No se trata aquí de dinero sino de cosas más preciosas y valiosas que el oro, la plata y las joyas.
La razón principal de esta recomendación, sin embargo, no es lo seguro de la inversión, sino el efecto que tienen los tesoros sobre nuestra vida. Cristo no admitía argumento en este punto; «donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón». Hemos intentado una y otra vez comprobar que en realidad es posible estar a gusto con Dios y con las riquezas de este mundo, pero la verdad es que nuestro corazón tiene lugar para un solo tesoro. No es lo que decimos con nuestros labios lo que define nuestra devoción, sino lo que ocupa nuestros pensamientos día y noche. ¡Allí donde está nuestro tesoro estará nuestro corazón!
Las Escrituras, no obstante, advierten que el amor al dinero es la raíz de todos los males y que «los que quieren enriquecerse caen en tentación y lazo, y en muchas codicias necias y dañosas que hunden a los hombres en destrucción y perdición» (1 Ti 6.9). Estas son palabras radicales para un tema que requiere de una postura radical.
No es lo que decimos con nuestros labios lo que define nuestra devoción, sino lo que ocupa nuestros pensamientos día y noche.No puede ser «aguado» el mensaje de Jesús, ni adaptado para que mengüe nuestra incomodidad. Sobre todo, no podemos darnos el lujo de creer que este no es un problema que nos afecta a nosotros. La mentira más obstinada y arraigada en la cultura moderna es que el dinero le destruye la vida a los demás, pero jamás lo hará con nosotros.
Jesús comenzó su enseñanza con una recomendación para todos aquellos interesados en hacer una buena inversión: «No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el moho destruyen, y donde ladrones entran y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el moho destruyen, y donde ladrones no entran ni hurtan.» La razón de esta recomendación es sencilla; toda inversión terrenal estará sujeta a las mismas realidades que acompañan el diario vivir del ser humano. En esta tierra simplemente no existe tal cosa como una inversión «segura». Incontables colapsos económicos, calamidades naturales, golpes de estado, guerras y caídas estrepitosas de los mejores planes económicos testifican de que hasta los más seguros pueden perderlo todo en un abrir y cerrar de ojos.
Cristo aconseja acumular tesoros que están más allá del alcance de un mundo caído, guardados en los lugares celestes. Estas son la clase de inversión que no dejan solamente un retorno favorable para esta vida, sino para toda la eternidad. No se trata aquí de dinero sino de cosas más preciosas y valiosas que el oro, la plata y las joyas.
La razón principal de esta recomendación, sin embargo, no es lo seguro de la inversión, sino el efecto que tienen los tesoros sobre nuestra vida. Cristo no admitía argumento en este punto; «donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón». Hemos intentado una y otra vez comprobar que en realidad es posible estar a gusto con Dios y con las riquezas de este mundo, pero la verdad es que nuestro corazón tiene lugar para un solo tesoro. No es lo que decimos con nuestros labios lo que define nuestra devoción, sino lo que ocupa nuestros pensamientos día y noche. ¡Allí donde está nuestro tesoro estará nuestro corazón!
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