Imagínese esta escena. Usted va caminando por la calle y al doblar una esquina se encuentra a una señora con una niña de unos cinco años. La niña llora a gritos. La señora al verlo a usted le dice a la niña: «Si sigues llorando, este señor te va a llevar». Luego, se dirige a usted y le dice: «¿Verdad que se la va a llevar? Dígaselo, dígale que ya que está llorando tanto, usted se la va a llevar lejos de mí».
De repente, sin esperarlo ni desearlo, se ha visto involucrado en un incidente familiar: desde el punto de vista de la madre de esta historia, un incidente pedagógico para su hija, pero desde cualquier punto de vista, violento y maltratador.
A diario, muy cerca de nosotras y nosotros suceden incidentes violentos, aún en nuestras propias familias y en nuestras iglesias. Afectan a personas adultas y a niñas, niños, adolescentes y jóvenes. Afectan a mujeres y hombres y, tristemente todavía, más a mujeres de todas las edades que a hombres. Pero tal vez algunos de estos incidentes se ven como algo natural, lo «normal», lo pertinente, lo correcto.
El maltrato infantil se vuelve algo tan común en la vida de todas las familias, en la vida cotidiana, en cualquier espacio, que ya no provoca ningún escándalo.
En sociedades como las nuestras, donde unas personas concentran y manejan el poder, mientras que a otras no se les concede acceso al mismo y en cambio se les imponen las decisiones, el terreno está perfectamente abonado para el ejercicio de la violencia. En sociedades de este tipo, en la escalera del poder las niñas y los niños ocupan el último escalón.
El maltrato contra las niñas y los niños es pues una semilla con abono suficiente y, por tanto, con fuerte arraigo. Forma parte del bagaje de una tradición cultural que se transmite de generación a generación. El maltrato infantil se vuelve algo tan común en la vida de todas las familias, en la vida cotidiana, en cualquier espacio, que ya no provoca ningún escándalo. Por el contrario, se lo ve como parte del paisaje, como algo necesario, requerido para educar a niñas y niños, hijas e hijos en el camino del bien.
Nuestros pueblos son ricos en dichos que justifican y recomiendan la violencia y el maltrato. Algunos botones de muestra: «Quien bien te quiere, te hará llorar»; «La letra con sangre entra»; «Estos golpes me duelen más a mí que a ti»; «Lo hago por tu bien»; «Te celo porque te quiero», o bien, «te pego porque te quiero». Uno puede tomar uno solo de estos dichos o refranes e ir entresacando las creencias y valores que hay detrás de ellos. Dichas creencias y valores fortalecen y perpetúan en nuestros pueblos, en las escuelas, en las iglesias, en las familias, en todo ámbito social, conductas agresivas, abusivas y letales. La violencia se encuentra inmersa en las personas e instituciones, y se ensaña con las niñas y los niños.
En nuestras iglesias es común también utilizar porciones o textos bíblicos para justificar estas prácticas arraigadas de violencia contra la niñez. Es más común de lo que quisiéramos encontrar que la Biblia es utilizada como herramienta ideológica para justificar el maltrato infantil. Requerimos iniciar una relectura de los textos bíblicos que ilumine nuestro caminar viendo a las niñas y los niños como personas dignas, a quienes podemos tratar de igual a igual en términos de pertenecer a la misma condición humana. Con ellas y ellos podemos dialogar sobre infinidad de temas, recuperar a través de su mirada y su percepción de las cosas la capacidad de asombro y aprender a descubrir lo nuevo en las cosas rutinarias. En pocas palabras, si se los permitimos, niñas y niños pueden convertirse en nuestros maestros. Nuestro referente es Jesús, quien dio cabida y espacio a la niñez.
Permítanos compartir con usted la reflexión sobre un episodio en la vida de Jesús y sus discípulos:
«En esa misma ocasión, los discípulos le preguntaron a Jesús:
— ¿Quién es el más importante en el reino de Dios?
Jesús llamó a un niño, lo puso en medio de ellos y les dijo:
—Les aseguro que para entrar en el reino de Dios, ustedes tienen que cambiar su manera de vivir y ser como niños. Porque en el reino de Dios, las personas más importantes son humildes, como este niño. Si alguien acepta a un niño como éste, me acepta a mí.
Pero si alguno hace que uno de estos pequeños seguidores míos deje de confiar en mí, mejor le sería que le ataran al cuello una piedra enorme y lo tiraran al fondo del mar.
Muchas cosas en el mundo hacen que la gente desobedezca a Dios, y no hay manera de evitarlo. Pero ¡qué mal le irá a quien haga que otro desobedezca a Dios! (1)»
Las niñas y los niños son importantes para Jesús. Ante la pregunta sobre quién es el más importante, Jesús coloca a la vista de todos a un niño. En los tiempos de Jesús, niñas y niños formaban parte de la gente considerada «pequeña», aquellas y aquellos de los cuales no era importante tomar en cuenta su opinión. Es decir, su presencia no contaba en la sociedad. Traduciéndolo a términos modernos, eran las personas excluidas. En este contexto lo que menos esperaban los discípulos de Jesús y la gente que los rodeaba era que Jesús colocara en medio de ellos a un niñito y lo pusiera como el ejemplo a seguir.
En otro texto bíblico (Mt 19.13) se percibe la opinión y actitud cultural de los discípulos de Jesús hacia la niñez. Un niño no era digno de acercarse al Maestro, menos aún lo sería una niña si consideramos la condición de las mujeres en aquella época. En contraste con estas percepciones, Jesús dice que las niñas y los niños importan y son valiosos. Además, son dignos de ser imitados.
¿Qué podemos concluir de lo que Jesús dice y hace?
Las niñas y los niños no son estorbos, ni accesorios decorativos, ni artículos desechables. Son personas hechas a imagen y semejanza de Dios, con un rico potencial de crecimiento y desarrollo humano pero también con actitudes y formas de ser, a través de las cuales las personas adultas podemos encontrar el camino al reino de Dios.
Las niñas y los niños se dejan llevar de la mano, confían en las personas adultas, lo que ellas dicen y hacen los moldea. Si no, veamos a una niña o a un niño jugando y rápidamente podremos identificar quiénes son sus modelos.
Las niñas y los niños miran con ojos ávidos, están deseosos de aprender y de imitar. Los bebés conocen el mundo experimentándolo con todos sus sentidos. Contemplemos a un bebé cuando juega con sus manos, cuando sigue con detenimiento el vuelo de una pluma diminuta, cuando a los tres meses responde a nuestras palabras con gorjeos y así conversa con nosotras(os).
Tanto las niñas como los niños son seres abiertos a la vida y a Dios, amistosos, confiados, con una continua capacidad de asombro. No creen que lo saben todo, no se preocupan, no compiten (hasta que se lo enseñamos), son humildes y están dispuestos a perdonar. Jesús nos invita a aprender de ellas y ellos e imitarlos. Para esto, debemos estar dispuestas y dispuestos a escuchar lo que tienen que decirnos, en lugar de excluirlos de nuestras conversaciones. Es preciso tomar en serio sus expresiones, no decirles: ¿cómo te atreves a contradecir mi opinión? o creerle más al adulto. ¡Cuántas niñas y niños que han sufrido algún tipo de maltrato, o incluso abuso sexual, lo han contado a una persona adulta sólo para descubrir que no les cree o no le da importancia al hecho!
Jesús también dice que las personas adultas somos las responsables de las niñas y los niños. Su protección nos incumbe a todas y todos, no sólo a sus padres y parientes. Si las niñas y los niños aprenden por imitación, entonces, a las personas adultas nos corresponde ser referentes o modelos dignos de ser imitados. Si ejercemos violencia, también ejercerán violencia.
Jesús fue bastante ilustrativo sobre las consecuencias para aquellas y aquellos que provocan que niñas y niños dejen de confiar en él. Imaginemos, si no, a una persona que tiene atada al cuello una piedra y que se desplaza a lo más profundo del mar sin posibilidad de salir a la superficie. Esta ilustración es suficientemente fuerte como para indicarnos el grado de responsabilidad que Dios nos otorga en el cuidado y protección de la niñez, y el nivel de influencia que tenemos en sus vidas.
Cuando las(os) ignoramos, somos violentas(os), o les exigimos responsabilidades que exceden las habilidades que tienen en esa etapa de desarrollo, destruimos su confianza y su fe en nosotros y en Dios, los hacemos caer, obstaculizamos su desarrollo e inhibimos el potencial que Dios les ha dado como personas. Molestarse porque un bebé llora es ignorar que uno de los lenguajes a esa edad es el llanto; el camino del amor nos desafía a comprender, incluso, sus llantos. Exigir a una niña o un niño que gatea o comienza a caminar que no toque, no jale, o no chupe objetos es ignorar que se relaciona con el mundo a través de sus sentidos. El camino del amor nos desafía a preparar un ambiente que le permita explorar con sus sentidos sin ningún peligro, y acompañarlo y guiarlo a distinguir lo que es peligroso de lo que no lo es, a medida que crece.
También, reprender a una niña o niño que inicia la escuela por los errores cometidos es ignorar que las niñas y niños que dejan el ambiente conocido del hogar para ir a la escuela requieren de ánimo, de afirmación y de reconocimiento a sus logros para adquirir seguridad y desarrollar las destrezas necesarias en un nuevo entorno. El camino del amor nos desafía a reconocer las cosas que hacen bien, a asegurarles que son capaces, y acompañarles a enfrentar aquellos desafíos u obstáculos que van encontrando en sus primeros pasos fuera del hogar y la familia.
Asimismo, tratar a una o un adolescente como niña o niño pequeño, exigir que sea como nosotros queremos y que haga todo lo que nosotros le decimos, es ignorar que está en la edad de definir su propia identidad. El camino del amor nos desafía a reconocerla(o) como una persona que no nos pertenece, acompañarlo en el descubrimiento de su vocación, mantener el equilibrio necesario entre darle la libertad que requiere para descubrirse y poner los límites para que se convierta en una persona socialmente responsable.
La confianza básica de las niñas y los niños se alimenta del afecto, el cuidado y el respeto que se les provee. Tanto ellas como ellos experimentan el amor de Dios a través del respeto y del cuidado que reciben de las personas adultas que los rodean. El encuentro con una niña o niño siempre es una oportunidad de sembrar para el Reino, puesto que el que la(o) recibe, recibe a Jesús. En un mundo violento como el nuestro, Jesús nos invita a unirnos a él en el camino del amor hacia niñas, niños y adolescentes, ciudadanos ejemplares de su reino.
Existen diversos espacios para el desarrollo de la niñez. En todos ellos podemos influir para eliminar la violencia y fomentar el amor. Recordemos que todas y todos somos responsables, no solamente sus padres.
Ciertamente la familia es el entorno social básico en el que se desarrollan las niñas y los niños, el escenario sociocultural destinado a cubrir las necesidades específicas (físicas, espirituales, emocionales y sociales) que necesitan en cada momento evolutivo, pero no es el único escenario. En la familia, cada miembro debe sentirse único y apreciado a fin de desarrollar de manera adecuada su autoestima y su persona. Las relaciones familiares tienen como objetivo la validación personal, lo cual se logra mediante cuidados físicos, muestras de afecto y el desarrollo de la creatividad e inteligencia. Existe, pues, el desafío de convertir el hogar y la familia en lo que están destinados a ser según el diseño de Dios.
En la familia, cada miembro debe sentirse único y apreciado a fin de desarrollar de manera adecuada su autoestima y su persona.
Sin embargo, existen también otros escenarios que contribuyen al desarrollo de la niñez: el vecindario, por ejemplo. En él aprenden a socializar con niñas y niños de su edad y con otras personas adultas que también les sirven de referente. Otros espacios de aprendizaje y socialización son la iglesia, el centro de desarrollo infantil (guardería), la escuela y, por supuesto, los medios de comunicación. Entre estos tiene un papel predominante la televisión, que es como otro miembro de la familia en la mayor parte de los hogares. Todos estos escenarios requieren ser revisados para descubrir qué tanto son maltratadores y qué tanto contribuyen al desarrollo integral de las niñas y los niños.
En consecuencia, usted junto con miembros de su iglesia, de su vecindario o amigos puede hacer un ejercicio para descubrir de qué manera esos espacios ejercen maltrato contra niñas y niños. Luego, de acuerdo con sus necesidades, opiniones y requerimientos de desarrollo, definir propuestas de cambio y un plan de acción para llevarlas a cabo. Pueden, así, establecerse comisiones de trabajo para cada uno de los espacios mencionados a fin de prevenir o eliminar el maltrato y proteger a las niñas, niños y adolescentes, desarrollando condiciones apropiadas para su desarrollo pleno. Incluso, pueden ser invitados a participar en estas comisiones.
Como personas y como pueblo de Dios, el Señor nos invita a considerar importantes a las niñas y a los niños, a ser como ellas y ellos, y a fomentar la confianza que tienen en él, no defraudando la confianza que depositan en nosotros. ¿Está usted dispuesta o dispuesto a ser fiel a Dios evitando el maltrato, fomentando el desarrollo integral de las niñas y los niños y haciendo crecer su confianza en Dios?
De repente, sin esperarlo ni desearlo, se ha visto involucrado en un incidente familiar: desde el punto de vista de la madre de esta historia, un incidente pedagógico para su hija, pero desde cualquier punto de vista, violento y maltratador.
A diario, muy cerca de nosotras y nosotros suceden incidentes violentos, aún en nuestras propias familias y en nuestras iglesias. Afectan a personas adultas y a niñas, niños, adolescentes y jóvenes. Afectan a mujeres y hombres y, tristemente todavía, más a mujeres de todas las edades que a hombres. Pero tal vez algunos de estos incidentes se ven como algo natural, lo «normal», lo pertinente, lo correcto.
En sociedades como las nuestras, donde unas personas concentran y manejan el poder, mientras que a otras no se les concede acceso al mismo y en cambio se les imponen las decisiones, el terreno está perfectamente abonado para el ejercicio de la violencia. En sociedades de este tipo, en la escalera del poder las niñas y los niños ocupan el último escalón.
El maltrato contra las niñas y los niños es pues una semilla con abono suficiente y, por tanto, con fuerte arraigo. Forma parte del bagaje de una tradición cultural que se transmite de generación a generación. El maltrato infantil se vuelve algo tan común en la vida de todas las familias, en la vida cotidiana, en cualquier espacio, que ya no provoca ningún escándalo. Por el contrario, se lo ve como parte del paisaje, como algo necesario, requerido para educar a niñas y niños, hijas e hijos en el camino del bien.
Nuestros pueblos son ricos en dichos que justifican y recomiendan la violencia y el maltrato. Algunos botones de muestra: «Quien bien te quiere, te hará llorar»; «La letra con sangre entra»; «Estos golpes me duelen más a mí que a ti»; «Lo hago por tu bien»; «Te celo porque te quiero», o bien, «te pego porque te quiero». Uno puede tomar uno solo de estos dichos o refranes e ir entresacando las creencias y valores que hay detrás de ellos. Dichas creencias y valores fortalecen y perpetúan en nuestros pueblos, en las escuelas, en las iglesias, en las familias, en todo ámbito social, conductas agresivas, abusivas y letales. La violencia se encuentra inmersa en las personas e instituciones, y se ensaña con las niñas y los niños.
En nuestras iglesias es común también utilizar porciones o textos bíblicos para justificar estas prácticas arraigadas de violencia contra la niñez. Es más común de lo que quisiéramos encontrar que la Biblia es utilizada como herramienta ideológica para justificar el maltrato infantil. Requerimos iniciar una relectura de los textos bíblicos que ilumine nuestro caminar viendo a las niñas y los niños como personas dignas, a quienes podemos tratar de igual a igual en términos de pertenecer a la misma condición humana. Con ellas y ellos podemos dialogar sobre infinidad de temas, recuperar a través de su mirada y su percepción de las cosas la capacidad de asombro y aprender a descubrir lo nuevo en las cosas rutinarias. En pocas palabras, si se los permitimos, niñas y niños pueden convertirse en nuestros maestros. Nuestro referente es Jesús, quien dio cabida y espacio a la niñez.
Permítanos compartir con usted la reflexión sobre un episodio en la vida de Jesús y sus discípulos:
«En esa misma ocasión, los discípulos le preguntaron a Jesús:
— ¿Quién es el más importante en el reino de Dios?
Jesús llamó a un niño, lo puso en medio de ellos y les dijo:
—Les aseguro que para entrar en el reino de Dios, ustedes tienen que cambiar su manera de vivir y ser como niños. Porque en el reino de Dios, las personas más importantes son humildes, como este niño. Si alguien acepta a un niño como éste, me acepta a mí.
Pero si alguno hace que uno de estos pequeños seguidores míos deje de confiar en mí, mejor le sería que le ataran al cuello una piedra enorme y lo tiraran al fondo del mar.
Muchas cosas en el mundo hacen que la gente desobedezca a Dios, y no hay manera de evitarlo. Pero ¡qué mal le irá a quien haga que otro desobedezca a Dios! (1)»
Las niñas y los niños son importantes para Jesús. Ante la pregunta sobre quién es el más importante, Jesús coloca a la vista de todos a un niño. En los tiempos de Jesús, niñas y niños formaban parte de la gente considerada «pequeña», aquellas y aquellos de los cuales no era importante tomar en cuenta su opinión. Es decir, su presencia no contaba en la sociedad. Traduciéndolo a términos modernos, eran las personas excluidas. En este contexto lo que menos esperaban los discípulos de Jesús y la gente que los rodeaba era que Jesús colocara en medio de ellos a un niñito y lo pusiera como el ejemplo a seguir.
En otro texto bíblico (Mt 19.13) se percibe la opinión y actitud cultural de los discípulos de Jesús hacia la niñez. Un niño no era digno de acercarse al Maestro, menos aún lo sería una niña si consideramos la condición de las mujeres en aquella época. En contraste con estas percepciones, Jesús dice que las niñas y los niños importan y son valiosos. Además, son dignos de ser imitados.
¿Qué podemos concluir de lo que Jesús dice y hace?
Las niñas y los niños no son estorbos, ni accesorios decorativos, ni artículos desechables. Son personas hechas a imagen y semejanza de Dios, con un rico potencial de crecimiento y desarrollo humano pero también con actitudes y formas de ser, a través de las cuales las personas adultas podemos encontrar el camino al reino de Dios.
Las niñas y los niños se dejan llevar de la mano, confían en las personas adultas, lo que ellas dicen y hacen los moldea. Si no, veamos a una niña o a un niño jugando y rápidamente podremos identificar quiénes son sus modelos.
Las niñas y los niños miran con ojos ávidos, están deseosos de aprender y de imitar. Los bebés conocen el mundo experimentándolo con todos sus sentidos. Contemplemos a un bebé cuando juega con sus manos, cuando sigue con detenimiento el vuelo de una pluma diminuta, cuando a los tres meses responde a nuestras palabras con gorjeos y así conversa con nosotras(os).
Tanto las niñas como los niños son seres abiertos a la vida y a Dios, amistosos, confiados, con una continua capacidad de asombro. No creen que lo saben todo, no se preocupan, no compiten (hasta que se lo enseñamos), son humildes y están dispuestos a perdonar. Jesús nos invita a aprender de ellas y ellos e imitarlos. Para esto, debemos estar dispuestas y dispuestos a escuchar lo que tienen que decirnos, en lugar de excluirlos de nuestras conversaciones. Es preciso tomar en serio sus expresiones, no decirles: ¿cómo te atreves a contradecir mi opinión? o creerle más al adulto. ¡Cuántas niñas y niños que han sufrido algún tipo de maltrato, o incluso abuso sexual, lo han contado a una persona adulta sólo para descubrir que no les cree o no le da importancia al hecho!
Jesús también dice que las personas adultas somos las responsables de las niñas y los niños. Su protección nos incumbe a todas y todos, no sólo a sus padres y parientes. Si las niñas y los niños aprenden por imitación, entonces, a las personas adultas nos corresponde ser referentes o modelos dignos de ser imitados. Si ejercemos violencia, también ejercerán violencia.
Nuestros actos violentos niegan nuestra fe en un Dios de amor, paz, perdón y justicia.El camino de Dios no ha sido la violencia sino el amor. Jesús en la cruz nos ilustró gráficamente los dos caminos, y la cruz constituye un acto violento por excelencia: asesinar a un inocente. Al mismo tiempo, la cruz es símbolo del amor: Dios encarnado, dispuesto a dar su vida para la salvación de toda la humanidad. A la violencia, Jesús no respondió con venganza sino con amor. El Jesús resucitado invita a sus discípulos a caminar por senderos de perdón y de paz (Jn 20.19). Nuestros actos violentos niegan nuestra fe en un Dios de amor, paz, perdón y justicia. Peor aún, conducen a otras personas, incluyendo a las niñas y los niños, a negar la existencia de Dios o a no confiar en Él.
Jesús fue bastante ilustrativo sobre las consecuencias para aquellas y aquellos que provocan que niñas y niños dejen de confiar en él. Imaginemos, si no, a una persona que tiene atada al cuello una piedra y que se desplaza a lo más profundo del mar sin posibilidad de salir a la superficie. Esta ilustración es suficientemente fuerte como para indicarnos el grado de responsabilidad que Dios nos otorga en el cuidado y protección de la niñez, y el nivel de influencia que tenemos en sus vidas.
Cuando las(os) ignoramos, somos violentas(os), o les exigimos responsabilidades que exceden las habilidades que tienen en esa etapa de desarrollo, destruimos su confianza y su fe en nosotros y en Dios, los hacemos caer, obstaculizamos su desarrollo e inhibimos el potencial que Dios les ha dado como personas. Molestarse porque un bebé llora es ignorar que uno de los lenguajes a esa edad es el llanto; el camino del amor nos desafía a comprender, incluso, sus llantos. Exigir a una niña o un niño que gatea o comienza a caminar que no toque, no jale, o no chupe objetos es ignorar que se relaciona con el mundo a través de sus sentidos. El camino del amor nos desafía a preparar un ambiente que le permita explorar con sus sentidos sin ningún peligro, y acompañarlo y guiarlo a distinguir lo que es peligroso de lo que no lo es, a medida que crece.
También, reprender a una niña o niño que inicia la escuela por los errores cometidos es ignorar que las niñas y niños que dejan el ambiente conocido del hogar para ir a la escuela requieren de ánimo, de afirmación y de reconocimiento a sus logros para adquirir seguridad y desarrollar las destrezas necesarias en un nuevo entorno. El camino del amor nos desafía a reconocer las cosas que hacen bien, a asegurarles que son capaces, y acompañarles a enfrentar aquellos desafíos u obstáculos que van encontrando en sus primeros pasos fuera del hogar y la familia.
Asimismo, tratar a una o un adolescente como niña o niño pequeño, exigir que sea como nosotros queremos y que haga todo lo que nosotros le decimos, es ignorar que está en la edad de definir su propia identidad. El camino del amor nos desafía a reconocerla(o) como una persona que no nos pertenece, acompañarlo en el descubrimiento de su vocación, mantener el equilibrio necesario entre darle la libertad que requiere para descubrirse y poner los límites para que se convierta en una persona socialmente responsable.
La confianza básica de las niñas y los niños se alimenta del afecto, el cuidado y el respeto que se les provee. Tanto ellas como ellos experimentan el amor de Dios a través del respeto y del cuidado que reciben de las personas adultas que los rodean. El encuentro con una niña o niño siempre es una oportunidad de sembrar para el Reino, puesto que el que la(o) recibe, recibe a Jesús. En un mundo violento como el nuestro, Jesús nos invita a unirnos a él en el camino del amor hacia niñas, niños y adolescentes, ciudadanos ejemplares de su reino.
Existen diversos espacios para el desarrollo de la niñez. En todos ellos podemos influir para eliminar la violencia y fomentar el amor. Recordemos que todas y todos somos responsables, no solamente sus padres.
Ciertamente la familia es el entorno social básico en el que se desarrollan las niñas y los niños, el escenario sociocultural destinado a cubrir las necesidades específicas (físicas, espirituales, emocionales y sociales) que necesitan en cada momento evolutivo, pero no es el único escenario. En la familia, cada miembro debe sentirse único y apreciado a fin de desarrollar de manera adecuada su autoestima y su persona. Las relaciones familiares tienen como objetivo la validación personal, lo cual se logra mediante cuidados físicos, muestras de afecto y el desarrollo de la creatividad e inteligencia. Existe, pues, el desafío de convertir el hogar y la familia en lo que están destinados a ser según el diseño de Dios.
Sin embargo, existen también otros escenarios que contribuyen al desarrollo de la niñez: el vecindario, por ejemplo. En él aprenden a socializar con niñas y niños de su edad y con otras personas adultas que también les sirven de referente. Otros espacios de aprendizaje y socialización son la iglesia, el centro de desarrollo infantil (guardería), la escuela y, por supuesto, los medios de comunicación. Entre estos tiene un papel predominante la televisión, que es como otro miembro de la familia en la mayor parte de los hogares. Todos estos escenarios requieren ser revisados para descubrir qué tanto son maltratadores y qué tanto contribuyen al desarrollo integral de las niñas y los niños.
En consecuencia, usted junto con miembros de su iglesia, de su vecindario o amigos puede hacer un ejercicio para descubrir de qué manera esos espacios ejercen maltrato contra niñas y niños. Luego, de acuerdo con sus necesidades, opiniones y requerimientos de desarrollo, definir propuestas de cambio y un plan de acción para llevarlas a cabo. Pueden, así, establecerse comisiones de trabajo para cada uno de los espacios mencionados a fin de prevenir o eliminar el maltrato y proteger a las niñas, niños y adolescentes, desarrollando condiciones apropiadas para su desarrollo pleno. Incluso, pueden ser invitados a participar en estas comisiones.
Como personas y como pueblo de Dios, el Señor nos invita a considerar importantes a las niñas y a los niños, a ser como ellas y ellos, y a fomentar la confianza que tienen en él, no defraudando la confianza que depositan en nosotros. ¿Está usted dispuesta o dispuesto a ser fiel a Dios evitando el maltrato, fomentando el desarrollo integral de las niñas y los niños y haciendo crecer su confianza en Dios?
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