La gran mayoría de las religiones que profesaban los pueblos vecinos a Israel adoraban tanto a dioses como a diosas. Los sumerios, por ejemplo, veneraban a Nammu, la diosa-madre y a Inanna, la diosa del amor y de la guerra. Para los egipcios era Anat, esposa de Ra, la diosa de la guerra, la fertilidad y el amor. Los griegos tenían a Hera, diosa de la maternidad y la familia; a Atenea, de la guerra y la sabiduría; la famosa Afrodita, del amor y la belleza; Artemisa, diosa de la caza, etc. Mientras que los romanos rendían culto a Diana, la diosa de la virginidad; así como a Minerva, Vesta, Felicitas, Venus, Victoria, Fortuna, etc. No obstante, los escritores bíblicos rechazaron todas estas divinidades femeninas paganas por considerarlas pura idolatría perversa y contraria a la realidad del único Dios verdadero.
A pesar de poseer tantas diosas, la mujer estaba muy discriminada en todas estas culturas politeístas. En la sociedad griega, las mujeres eran consideradas durante toda su vida como “menores de edad”. En Egipto se consideraban seres frívolos, caprichosos y poco fiables. El adulterio de la esposa se castigaba con la pena de muerte en Mesopotamia, mientras que la relación del esposo con otras mujeres no casadas estaba permitida. En la Antigua Roma, la mujer no podía votar ni ocupar cargos públicos y debía estar siempre bajo la supervisión de un tutor masculino. Frente a todo esto, la Biblia, a pesar de haber sido escrita en una cultura patriarcal, eleva el rol de la mujer y en el Nuevo Testamento el apóstol Pablo escribirá que para quienes están revestidos de Cristo “ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gá. 3:28).
No obstante, la mentalidad antisexista moderna, en su afán por lograr que nadie se supedite a nadie por razón de su sexo, rechaza y malinterpreta pasajes bíblicos que definen a la mujer como compañera y “ayuda idónea” del hombre (Gn. 2:18); o que éste sea “la cabeza de la mujer” (1 Co. 11:3); y que, por tanto, “las casadas estén sujetas a sus propios maridos, como al Señor” (Ef. 5:22) o que, en fin, a las féminas Pablo no les permita “enseñar, ni ejercer dominio sobre el hombre, sino estar en silencio” en la iglesia (1 Ti. 2:12).
Sin embargo, una lectura atenta de tales textos y del mensaje general de toda la Escritura pone de manifiesto que ésta entiende que la mujer posee la imagen de Dios, de la misma manera que el hombre. Ser ayuda idónea o ayudante del varón no contiene en hebreo ningún rasgo de inferioridad en relación a la persona a la que se ayuda, sino que más bien debe entenderse como colaborador o asistente. Tampoco se considera al hombre como cabeza de la mujer en el sentido de mandamás sino que, desde el punto de vista de la creación, Adán fue el origen de Eva puesto que ésta fue creada a partir de aquél.[2] Ser “cabeza” es por tanto ser su “origen”. Y, desde luego, no debiera emplearse este texto para sugerir que la mujer es inferior al hombre en ningún sentido.
Si la mujer cristiana debe ser sumisa o “estar sujeta” a su esposo, éste también tiene que amar a su esposa como “Cristo amó a la iglesia y se entregó a sí mismo por ella” (Ef. 5:25). En realidad, se trata también de un amor sumiso hacia la esposa ya que Jesucristo se negó a sí mismo y se sometió voluntariamente al sacrificio de la cruz para redimir a la iglesia. En cuanto a los pasajes que se refieren a la negativa de Pablo de que las mujeres enseñen a los varones en las asambleas (1 Co. 14:33-36; 1 Ti. 2:11-12), posiblemente se deberían entender en el contexto de situaciones locales particulares. Conviene recordar que en otros pasajes el apóstol habla positivamente de mujeres que ejercían liderazgo (Ro. 16:1-4; 16:6, 12, 13; 1 Co. 11:5: Hch. 2:17; Hch. 21:9). De la misma manera, en el Antiguo Testamento había mujeres que ejercían el don de la profecía (Is. 8:3; Jl. 2:28).
¿Qué dice la Biblia acerca del origen y propósito del sexo y la sexualidad humana? El texto inspirado no es sexista ni tampoco antisexista ya que Dios diseñó los sexos, al crear varones y hembras (Gn. 1:27), con la finalidad primordial de la comunión o comunicación complementaria entre ambos (Gn. 2:18) y posteriormente para la reproducción de la especie. Hombre y mujer son, por tanto, imagen de Dios, iguales en dignidad y complementarios pero no idénticos o intercambiables.
Lamentablemente, según la Biblia, la Caída vino a trastocar la relación sexual establecida por el creador, haciendo que la mujer experimentara la maternidad con sufrimiento (Gn. 3:16a); empezara la competencia entre sexos (Gn. 3:16b); apareciera la violencia en las relaciones de pareja, así como el machismo y conflictos de todo tipo: infertilidad (Gn. 16:1), poligamia (Gn. 16:3,6), incesto (Gn. 19:35), violación (Gn. 34:2), adulterio (Gn. 39:9), etc. A lo largo de la historia, los varones han usado su mayor fortaleza física para abusar de las mujeres incluso dentro de las propias iglesias llamadas cristianas. Sin embargo, esta no es la voluntad de Dios que se refleja en Jesucristo. La Escritura indica que el creador diseñó perfectamente al sexo femenino, física, emocional y psicológicamente para transmitir la vida en este mundo. Sólo la mujer puede engendrar, dar a luz y hacer que la vida humana diseñada a imagen de Dios pueda surgir en cada generación.
Sin embargo, tener hijos no es la finalidad exclusiva del sexo femenino. El Nuevo Testamento se refiere, en varias ocasiones, a mujeres que desarrollaron un ministerio importante en la iglesia primitiva. Por ejemplo, María Magdalena, Juana (mujer de Chuza, que era intendente de Herodes) y Susana solían viajar con el Señor Jesús y los apóstoles, colaborando materialmente en la labor evangelizadora (Lc. 8:1-3). Resulta curioso que cuando todos los discípulos de Jesús se escondieron después de la crucifixión, por miedo a ser apresados por los romanos, fueron las mujeres quienes permanecieron junto a la cruz y dieron la cara para amortajarle según la costumbre judía (Mt. 27:55). Ellas fueron también las primeras testigos de la resurrección del Maestro (Mt. 28:1-7), precisamente en una cultura que consideraba que la mujer no podía ser testigo ante ningún tribunal.
La incipiente iglesia cristiana de Jerusalén solía congregarse en casa de una mujer acomodada: María, la madre de Juan Marcos (Hch. 12:12). El propio apóstol Pablo recomendó a Febe, diaconisa de la iglesia en Cencrea, así como a otras mujeres que fueron útiles y necesarias en el crecimiento de la iglesia (Ro. 16). Así mismo se refiere a dos mujeres, Evodia y Síntique, como combatientes junto a Pablo por la causa del Evangelio (Fil. 4:1-3). Ya desde los inicios del cristianismo, la mujer se consideró apta para predicar el evangelio y enseñar las verdades de Cristo. Otra mujer, Priscila junto a su esposo Aquila, corrigieron doctrinalmente en Éfeso al elocuente predicador Apolos (Hch. 18:26). Las mujeres no sólo oraban sino que también profetizaban en la iglesia de Corinto (1 Co. 11:5). De todo esto se puede deducir que la Biblia no discrimina ni menosprecia a la mujer sino que la honra y aprecia igual que al hombre.
En ocasiones se confunde la igualdad con la uniformidad y se considera erróneamente que desempeñar un rol diferente es algo discriminatorio. Sin embargo, la Escritura define a Dios mediante las tres personas de la Trinidad, cada una de las cuales tiene roles o funciones diferentes y sin embargo entre ellas no se da ningún tipo de discriminación. El Señor Jesús no trató a las mujeres como mujeres sino como personas. Siempre las tomó en serio, entabló conversaciones teológicas con ellas, les hizo preguntas importantes para que pudieran sacar lo mejor de ellas mismas y reflexionar acerca de sus vidas, las tuvo entre sus mejores amistades y, en el caso concre
to de María Magdalena, la encomendó para que anunciase su resurrección a los demás discípulos.
En resumen, Dios nunca discriminó a las mujeres sino que las consideró con el mismo nivel de dignidad que los hombres.
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