PERDER PARA GANAR

Muchos dicen que a veces se gana perdiendo. En este contexto, perder suena positivo, especialmente si es que yo misma, libre y conscientemente, elijo enfrentarme o provocar  una pérdida. En la mayoría de los casos no logramos ver las pérdidas como algo bueno que nos sucede sino más bien como algo negativo. La Real Academia Española define la palabra “pérdida” como “carencia, privación de lo que se poseía, cantidad o cosa perdida”.
Algunos ejemplos de una pérdida positiva pueden ser el elegir perder peso, el terminar la amistad con una persona que es mala influencia, romper con una relación de codependencia y de maltrato que nos estaba haciendo daño. Todas estas son pérdidas provocadas por una necesidad o por conveniencia, de las cuales se obtienen resultados positivos a corto o a largo plazo. Pero no es así en todos los casos. Hay pérdidas que pueden impactarnos negativamente, al punto que llegamos a sentir que rompen nuestro mundo interior. El perder el hogar, la inocencia por abuso sexual o la orfandad, son algunos ejemplos de este otro tipo de pérdida. Si permitimos que Dios trabaje con nuestro corazón, de las llamadas “pérdidas negativas” ganamos una enseñanza. Hay grandes lecciones de vida que pueden surgir de estos procesos de dolor. Muchas veces el beneficio de la pérdida no se experimenta de  inmediato. En otras ocasiones ni siquiera somos nosotros mismos quienes nos beneficiaremos de la enseñanza que nos dejó esta privación. Pueden ser que otros a nuestro alrededor serán los bendecidos, los restaurados y hasta los inspirados. Se animarán a tomar decisiones importantes o a vivir de manera diferente. Algunos simplemente aprenderán a apreciar más lo que tienen sin tener que experimentar una situación similar a la nuestra.
A lo largo de mi vida he experimentado muchas pérdidas negativas que en la mayoría de las ocasiones, las he visto convertirse en ganancias. Hay otras que aún no acabo de digerir y por las cuales oro para que el Señor les dé propósito. En el caso de que mi vida pueda ser de testimonio para otros, entonces mi dolor cobra sentido. Dios en su soberanía no tiene que rendirme explicaciones, eso lo entendí aunque me costó mucho aceptarlo. Gracias a esta aceptación he decidido ser feliz poniendo mi confianza sólo en Él. La carta de Pablo a los filipenses dice: “No digo esto porque esté necesitado, pues he aprendido a estar satisfecho en cualquier situación en que me encuentre. Sé lo que es vivir en la pobreza, y lo que es vivir en la abundancia. He aprendido a vivir en todas y cada una de las circunstancias, tanto a quedar saciado como a pasar hambre, a tener de sobra como a sufrir escasez” (Filipenses 4:11-12).
Al igual que el apóstol Pablo, yo también he aprendido a contentarme cualquiera sea mi situación. De todo lo vivido he sido enseñada. He comprendido que no todo lo tengo que entender y tal como nos dice el mismo apóstol en la epístola a los romanos: “No se amolden al mundo actual, sino sean transformados mediante la renovación de su mente. Así podrán comprobar cuál es la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta”  (Romanos 12:2).
Comprender que la voluntad de Dios es “agradable y perfecta”. Me ha dado muchos dolores de cabeza por demasiado tiempo. Por momentos me he desgastado mental y emocionalmente tratando de entender el porqué y el para qué de muchas cosas. Llegué a la conclusión de que no hay nada más agotador que tratar de comprender las decisiones de Dios con nuestra mente finita. Es aún más difícil cuando lo intentamos hacer teniendo el corazón roto y la mente aturdida por el impacto de una mala noticia. Pienso que para aquel que no cree en Dios, debe ser hasta un poco más fácil. Puede tal vez llegar a la conclusión de que sólo “le tocaba”, o de que “ese era su destino”. Pero al menos a mí se me complica mucho porque tengo expectativas de cosas sobrenaturales. Entro en conflictos porque eso negativo que viví, pudo haber sido diferente si Él así lo hubiese querido. Pero a la vez, sé que nuestro Dios es intencional. Nunca improvisa ni deja librado a la suerte. Que independientemente de la crisis por la que esté pasando, conozco la capacidad del Señor para transformar cualquier panorama triste en uno de fiesta y celebración. El salmista dice: “Convertiste mi lamento en danza; me quitaste la ropa de luto y me vestiste de fiesta” (Salmo 30:11).
En la Biblia se nos narra varios milagros que Jesús realizó. Son ejemplos claros de situaciones adversas tornadas en júbilo. ¡Qué alegría, cuando Jesús resucitó a la hija de Jairo y sanó a la mujer con el flujo de sangre! (Marcos 5:21-43). Estoy segura de que Jesús pudo haber cambiado muchas de las situaciones difíciles que me ha tocado enfrentar, en momentos de gozo para mí. La Palabra es clara cuando lo señala en Hebreos 13:8: “Jesucristo es el mismo ayer y hoy y por los siglos”. Creo firmemente en lo que dice la Palabra. Su poder no ha variado, sin embargo, por alguna razón, me ha permitido experimentar dolores y quebrantos. Aquí es donde muchos creyentes nos confundimos y entramos en conflictos espirituales muy serios. Nos confronta el hecho de que por  alguna razón que no conocemos, que de seguro si llegáramos a saber, no la entenderíamos, a Él le ha placido dejarnos carecer.

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