CASTELLIO VS CALVINO

 ¿Qué puede llevar a toda una ciudad como Ginebra, con una larga tradición democrática, con unos ciudadanos acostumbrados a regirse por sus propias leyes, elegidas por orgulloso referéndum a mano alzada, a doblegarse ante la voluntad de un solo hombre, extranjero para más inri? No hablo de una sumisión forzada por la derrota militar sino de una docilidad voluntaria, propiciada primero por la inseguridad y luego apuntalada por el miedo. Hablo del férreo gobierno que instauró Calvino y que llevó a la ciudad suiza a un puritanismo modélico, a un extremo rigorismo que cumpliese con las severísimas exigencias del maestro, y a la persecución implecable del disidente, lo que condujo a la primera quema de un hereje de la fe reformada, Miguel Servet, y al acoso de uno de los mayores humanistas de la época: Sebastian Castellio.

Son admirables la inteligencia y determinación de Calvino a la hora de hacerse con el poder en Ginebra. Genial manipulador y estratega, sabe cómo contaminar la autoridad civil con la religiosa para hacerse dueño de ambas. Su raíz puritana pronto se deja sentir en todos los aspectos de la vida cotidiana: se prohíben las conversaciones ligeras, los libros que no sean obras piadosas (y, dentro de estas, solo las autorizadas por Calvino), los peinados demasiado largos, las ropas vistosas, los bailes, las fiestas, los juegos… Todo signo de alegría y de vida es suprimido. El control de los ciudadanos —¿mejor decir fieles?— alcanza niveles de virtuosismo gracias a una amplia red de delatores y espías que informan puntualmente de cualquier desviación de la doctrina. La diplomacia ginebrina da fiel noticia al maestro Calvino de las convulsiones en el extranjero.

A este espíritu fanático e intransigente se opuso, obligado por las circunstancias y por la firmeza de sus creencias, otro espíritu simétricamente opuesto. Sebastian Castellio era un erudito al que apasionó la polémica que levantó Lutero en toda Europa acerca de la libre interpretación de la Escritura. La inteligencia abierta y tolerante de Castellio enseguida fue ganada para la causa protestante, dedicandose nada menos que a una nueva traducción de la Biblia al francés y al latín. Buscando un lugar donde imprimir la primera parte de su trabajo, se alejó del ambiente francés, hostil a los protestantes, y fue a dar en ese bastión del reformismo llamado Ginebra. Por si fuera poco, Castellio y Calvino habían coincidido brevemente de estudiantes, cuando este último era un ferviente partidario de la libertad de conciencia, por lo que el humanista confiaba en disponer con presteza del imprimátur. Cuál no sería su sorpresa cuando Calvino contestó a sus requerimientos pretendiendo introducir cambios en su traducción de la Biblia. Y es que la traducción de Castellio reconocía su ignorancia en algunos puntos oscuros del texto sagrado, puntos que Calvino ya había zanjado conforme a su propia doctrina. Se inició así un cruce de escritos polémicos entre ambos (mejor dicho: entre Castellio y los subordinados de Calvino, pues este prefería delegar estas escaramuzas) que concluyeron en la pérdida del trabajo de Castellio y en su expulsión de Ginebra.

Castellio pasó muchas penalidades a partir de entonces. Tuvo que aceptar infinidad de trabajos para mantener a su familia, además de robarle horas al sueño para continuar su traducción de la Biblia y redactar una gran variedad de escritos. Desde su enfrentamiento con Calvino se mantuvo en un prudente segundo plano, trabajando sin llamar la atención. Obtuvo un puesto en la Universidad de Basilea, comunidad donde era querido y considerado. Y así podría haber seguido sine die apaciblemente si un hecho tremendo no lo hubiese obligado a empuñar la pluma de nuevo: la quema en la hoguera de Miguel Servet. Servet, un aragonés inquieto y provocador, cometió el mismo error que Castellio: recurrió a Calvino esperando encontrar un interlocutor para sus ideas teológicas y se topó con un furibundo déspota que no toleraba ni la más mínima discrepancia.

Los capítulos que Zweig consagra a Servet destacan con un relumbre especial debido a, por un lado, la extraña personalidad del aragonés y, por otro, a su espantoso final. Servet es presentado como un personaje de Dostoyevski: brillante y contradictorio, astuto y temerario. El encontronazo con la pétrea autoridad de Calvino lo lleva al suplicio primero y luego a la quema pública, en unas páginas vívidas y conmovedoras que dejan huella en la memoria. Este horror en medio del oasis de libertad que había pretendido ser la Reforma empujó a Castellio a empuñar la pluma en defensa de la libertad de culto, argumentando que las cuestiones de fe corresponde a Dios dirimirlas, no a los hombres. La oposición del humanista enfureció a Calvino, quien puso en marcha toda su máquina propagandística para desacreditar a su enemigo y desautorizarle ante sus paisanos. Las calumnias constantes y la aparición de un libelo infamante hacen que Castellio se lance de nuevo, de mala gana, a la polémica, redactando un elocuente Contra libellum Calvini (el panfleto acusador venía firmado por uno de los secuaces del maestro pero Castellio sabía muy bien quién era el verdadero autor), un monumento de honestidad, rigor y tolerancia, una implacable demolición de las acusaciones y, a la vez, una llamada a la tolerancia. Llamada que Calvino respondió de la única manera que sabía: redoblando sus ataques. Indagó la vida entera de Castellio, sus amigos, su pasado y le saltó delante, como una liebre, un indicio que podía llevar al humanista a ser acusado de herejía: cundió la sospecha de que un discreto y generoso noble muerto hacía un tiempo podía haber sido en realidad David de Joris, un anabaptista fugado de Holanda hacía años. Dicho noble había sido amigo y contertulio de Castellio. Pero cuando la acusación parecía tomar cuerpo, Castellio murió a causa de su debilitado físico a los 48 años.

Sobre el trasfondo siempre apasionante de las controversias religiosas suscitadas por la Reforma, varias aspectos sobresalen en este duelo entre Castellio y Calvino. En primer lugar, llama la atención la pusilanimidad de los ciudadanos suizos, quienes ceden sin demasiada resistencia a las presiones de un carácter autoritario: acatando, los ginebrinos, los puritanos requerimientos de Calvino y, los ciudadanos de Basilea, cediendo a las calumnias contra un profesor de su Universidad cuyo comportamiento no había sido sino ejemplar. Parece que siglos de tradición democrática no proveen en absoluto de coraje y preocupación por el prójimo. Destaca también, como he dicho, la figura de Servet, siempre al borde la perdición, guiado por algún demonio interior que le hacía mirar fijamente a la nada. Repelente y fascinante, con algo más de esto último, se me antoja el retrato de Calvino. A pesar de su fanatismo y de su indiferencia ante el dolor ajeno, uno no puede dejar de admirar su inteligencia fría y precisa, su ambición desmesurada que sale a la luz tal vez por una casualidad (Zweig insiste en las dudas de Calvino antes de ir a Ginebra, solo resueltas por la insistencia de Farel), su logro de esculpir una ciudad entera a su imagen y semejanza. En cuanto al apacible y tenaz Castellio, el biógrafo le dedica las líneas más cálidas del libro para resaltar su inteligencia, su sabiduría y, sobre todo, su respeto a los demás que le llevó a practicar y defender hasta el final la tolerancia hacia las creencias de los demás.

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