Al comienzo de 1 Samuel, la Palabra de Dios nos presenta a una mujer llamada Ana. Ella vivía en Israel casi a finales de la época de los jueces. Estos jueces eran héroes nacionales, hombres y mujeres que Dios levantaba para liberar a su pueblo del peligro y guiarlo. Ana se convertiría en la madre de Samuel, el último gran juez de Israel y el primer profeta del reino. De hecho, Dios utilizó a Samuel para ungir a los dos primeros reyes de Israel.
Pero cuando comienza 1 Samuel, ese nacimiento era solo un sueño para Ana. La conocemos como una mujer angustiada porque no había podido tener hijos. El deseo incumplido de tener un hijo al cual abrazar, alimentar y amar es una fuente de tristeza para muchas mujeres, como lo ha sido a lo largo de la historia. En la Biblia, encontramos varias mujeres con problemas de fertilidad, entre ellas: Sara, Rebeca, Raquel y Elisabet.
Para los judíos, que una mujer fuera incapaz de tener hijos era una señal de que Dios no estaba complacido con ella. Ana acudió orando a Jehová con el corazón roto y una necesidad profunda. Puede que su necesidad más profunda no fuera la de tener un hijo, pero Dios se ocupa de sus angustias. Sea lo que fuese que necesitara, el Señor lo sabe y es capaz de conseguirlo. Entiende qué le duele más y lo invita a que acuda orando a Él para pedir por ello. Al principio de la historia de Ana, vemos los problemas familiares y los tormentos interiores que la llevan a buscar a Dios en oración. Estaba casada con un hombre llamado Elcana. Sabemos poco de él, excepto que era un hombre comprometido con Dios. Un miembro de la línea sacerdotal, que llevaba a su familia todos los años a orar y ofrecer sacrificios al Señor en el tabernáculo de Silo (1 S. 1:3).
La casa de Elcana en la región de Efraín estaba al menos a veinticuatro kilómetros de Silo. Era un viaje largo para hacer andando, incluso aunque solo fuera una vez al año, pero ellos empleaban el tiempo y la energía necesarios para reunirse con Dios. La diligencia mostrada por Elcana, Ana y el resto de la familia nos hace plantearnos cuestiones sobre nuestra propia vida:
• ¿Cuán comprometidos estamos a reunirnos con Dios?
• ¿Cuánto esfuerzo empleamos en ir a la casa de Dios para adorarlo?
• ¿Con qué frecuencia nos acercamos a Dios en oración?
El predicador Robert Murray M’Cheyne murió a los treinta años. No obstante, en su breve carrera, su vida ardió con fuerza por Cristo. El hambre de Dios lo hizo arrodillarse. Su deseo de conocer a Dios y reunirse con Él es evidente por algo que escribió en su diario un sábado de febrero: “Me levanté temprano para buscar a Dios y encontré a Aquel a quien ama mi alma. ¿Quién no se levantaría pronto para reunirse con alguien así?”.
El tiempo de oración de M’Cheyne era algo más que una rutina; era su fuente diaria de vida espiritual. Ese tiempo de comunión con el Padre no era una tarea para él, era un gozo, porque sabía que Dios estaba con él en esos momentos especiales. Igual que estaba con Ana cuando ella iba a Silo. Ella esperaba y deseaba reunirse con Dios.
Ana llevaba sobre sí la carga de una familia rota. Aunque Elcana amaba a Ana y aunque llevaba a su familia a rendir culto al Señor, dentro de su casa había un gran conflicto. El problema fue su propia decisión irreflexiva: “Tenía él dos mujeres; el nombre de una era Ana, y el de la otra, Penina. Y Penina tenía hijos, mas Ana no los tenía… Y su rival la irritaba, enojándola y entristeciéndola, porque Jehová no le había concedido tener hijos” (1 S 1:2, 6).
Elcana, como los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob, tenía una primera esposa que era estéril. Así que para poder tener un heredero, tomó una nueva esposa. Cuando Elcana tomó por esposa a Penina, estaba siguiendo una práctica cultural, pero la poligamia siempre ha sido un acto de desobediencia al plan de Dios. Tras instituir el matrimonio en el huerto de Edén, Dios dijo: “Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne” (Gn 2:24). Dios nunca pretendió que el hombre tuviese más de una esposa. Elcana hizo las cosas a su manera en lugar de a la manera del Señor. Dios dijo: “Hay camino que al hombre le parece derecho; pero su fin es camino de muerte” (Pr 14:12).
La manera de actuar de Dios es siempre la mejor. Cuando nos alejamos de su camino, nos perdemos lo mejor que Él tiene para nosotros. Eso es lo que ocurrió en la casa de Elcana. En un hogar que debería haber estado lleno de paz de Dios, había gran discordia. Solo podemos imaginarnos la pena de Ana al tener que compartir su casa con Penina. Ver cómo esta presentaba sus bebés recién nacidos a su esposo solo intensificaba su tristeza.
Ana no era la única que sufría con esta situación. Penina veía que su esposo amaba más a Ana. Su sufrimiento emocional le provocaba celos que la llevaban a ridiculizar a su rival y reírse de ella por no poder tener hijos. Tal vez Penina pensaba que se ganaría la atención plena de su esposo poniendo en ridículo a Ana. La Biblia nos ofrece una imagen de conflicto constante: “Así hacía cada año; cuando subía a la casa de Jehová, [Penina] la irritaba [a Ana] así…” (1 S 1:7). Penina no quería otra cosa que romper el corazón de Ana. Ella encontraba placer causando la aflicción y el llanto de Ana.
Piense en el carácter y las emociones de estas mujeres cuando hacían el largo viaje a Silo cada año:
• Penina: se sentía poco amada por su esposo; probablemente llena de amargura hacia él, mostraba odio hacia Ana. Cuando Penina iba al tabernáculo de Dios, supuestamente para orar,
sus manos estaban manchadas por su deliberado y habitual pecado contra Ana.
• Ana: abrumada por los problemas en su casa, pero desesperadamente deseosa de la liberación de mano del Señor.
Ahora piense en su manera de acercarse a Dios en oración y adoración. ¿Ha intentado alguna vez alabar al Señor con un corazón sucio y manchado? No debería sorprendernos tanto no conseguir nada del culto cuando nuestras vidas están en estas condiciones. Para alabar a Dios completamente, nos acercamos a Él con las manos y el corazón puros. O, al igual que Ana, ¿ha orado alguna vez sintiendo el gran peso de los problemas personales y buscando la solución de Dios para ellos? Con el corazón abrumado por la carga, Ana presentaba su freudiana y disfuncional familia a Dios en oración. Ella encontraría en Él todo lo que necesitaba, y nosotros también lo haremos.
Muchos hogares son lugares de sufrimiento y miseria en lugar de refugios de felicidad. Esto es así incluso entre las familias cristianas. El conflicto y la aflicción pueden proceder de distintas fuentes. Una casa se puede ver trastocada por la muerte de una esposa o un hijo. Los esposos y esposas chocan entre sí. Los hijos y los padres no se comunican. Las familias sufren cuando se produce un divorcio. Después de este, hombres y mujeres tratan de buscar la felicidad casándose de nuevo, y surgen nuevos problemas cuando dos familias tratan de mezclarse.
La oración puede transformar nuestras vidas. Cuando oramos por nuestras familias, hay dos peticiones que Dios siempre honrará: Primero, podemos pedir mas amor por nuestras familias. Necesitamos pedir a Dios que nos ayude a amar al resto de los integrantes de nuestra familia de la misma manera que Dios los ama y nos ama a nosotros.
Jesús dijo: “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros” (Jn. 13:34). Dios quiere que nos amemos unos a otros, no importa lo que ocurra en nuestras familias. La Palabra de Dios nos dice: “…amaos unos a otros entrañablemente, de corazón puro” (1 P. 1:22). A veces tenemos conflictos en casa simplemente porque no nos amamos con un corazón puro. Dios quiere que busquemos lo mejor para todos, poniendo las necesidades de los demás primero. Si empezamos a amarnos como Dios nos dijo que lo hiciéramos, ¡qué diferente será todo!
Segundo, podemos pedir un espíritu de perdón para con nuestras familias. Dios nos ha pedido que perdonemos (Col. 3:13). A veces en nuestros matrimonios, queremos ganar la batalla o estamos tan ansiosos de tener la razón que no nos importa lo que dice Dios. Una esposa puede decir: “Me ha herido tanto que no puedo perdonarlo”.
Un esposo puede pensar: Ha dicho algo tan odioso que no puedo perdonarla. Con demasiada frecuencia, nos agarramos muy fuerte a nuestras heridas y decepciones para poderlas utilizar como munición en una pelea. Padres, hijos y cónyuges se sienten tentados a guardar todos los fracasos de los demás para poder echárselos en cara en el momento oportuno. Queremos herirlos tal como ellos nos hirieron a nosotros. Pero Dios nos pide que nos renovemos teniendo corazones capaces de amar y perdonar. Pregúntese: “¿Cuántas veces me ha amado y perdonado Dios? ¿Cuántas cosas hirientes y odiosas he dicho a otros y a Dios, y Él todavía me perdonó cuando se lo pedí?”. El salmista escribe: “Cuanto está lejos el oriente del occidente, hizo alejar de nosotros nuestras rebeliones” (Sal 103:12). Dios puede transformar nuestros corazones amargados y doloridos en corazones capaces de amar y perdonar, solo tenemos que pedirlo.
Cuando Ana vino ante el Señor en el tabernáculo de Silo, también estaba luchando con la realidad del plan de Dios para su vida. Ella conocía el poder divino lo suficiente como para discernir que su infertilidad era debido a algo más que una causa física. Su incapacidad para tener hijos era obra del Señor: “…Jehová no le había concedido tener hijos” (1 S 1:5).
¿Por qué el Señor le haría algo así a Ana? Después de todo, Dios había ordenado a su pueblo que fructificara y se multiplicara. Este es el primer mandamiento que Él dio a la humanidad (G. 1:28). En el caso de Ana, si seguimos leyendo, sabemos que Jehová le concedió tener un hijo al que llamó Samuel. Conocemos el papel crucial que el hijo de Ana tuvo en la historia del pueblo de Dios, Israel. Por lo tanto, ¿por qué retrasó Dios el momento de darle hijos a Ana? Podemos sugerir varias razones:
• El Señor estaba obligando a Ana a acercarse más a Él. Año tras año, ella aprendió a confiar en Él al exponerle sus necesidades.
• La carga que soportaba Ana la convirtió en una mujer con una fe más fuerte. Tras experimentar la respuesta milagrosa de Dios a una situación imposible, la confianza de Ana en Él siguió siendo profunda.
• La desesperación de Ana contribuyó a amoldar el carácter de Samuel. Cuando Ana dio a luz a Samuel, le dedicó su pequeño al Señor, lo cual probablemente no hubiera hecho en otras circunstancias.
Este niño fue educado tanto por la madre como por el sumo sacerdote para su tarea de profeta y juez. Sean cuales fuesen las razones de Dios, retrasó el momento de concepción en Ana porque formaba parte de su plan. No siempre sabemos por qué Dios hace lo que hace. Pero siempre podemos confiar en que su plan es el mejor posible. Él dice: “Porque yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros, dice Jehová, pensamientos de paz, y no de mal, para daros el fin que esperáis. Entonces me invocaréis, y vendréis y oraréis a mí, y yo os oiré; y me buscaréis y me hallaréis, porque me buscaréis de todo vuestro corazón” (Jer. 29:11-13).
Los problemas a los que nos enfrentamos nos llevan a Dios o nos alejan de Él. Cuando confiamos al Señor nuestras cargas, Él las utiliza para hacernos más fuertes en la fe y la oración. Cuando ore, lleve sus cargas al Señor. ¡Él puede ayudarle!
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