El forastero se había trasladado cerca de aquella ciudad porque era una de las más prósperas de la región, pensando que podría hacer buenos negocios y ampliar su ya rico patrimonio. Se trataba de una llanura fértil, regada por el río que nacía en las altas cumbres unos cientos de kilómetros más arriba, lo que aseguraba el apacentamiento de su numeroso ganado. Establecerse cerca de la ciudad, pero no en ella, tenía una doble ventaja; por un lado le daba la independencia necesaria para ser dueño de sus decisiones y por otro le permitía mantenerse en relativa cercanía con los moradores de la ciudad, sin quedarse aislado. Pingües beneficios se divisaban en el horizonte y ante él se abría una nueva etapa de posibilidades.
Su tío le había dado la opción de escoger el lugar que mejor le pareciera, siendo la alternativa entre un páramo seco o un huerto feraz. No había duda. Nunca una decisión fue más fácil de tomar, porque ¿qué semejanza puede haber entre promontorios pelados y vegas fecundas? Los habitantes de la ciudad eran conocidos por su dinamismo comercial y en la Bolsa se disparaba el valor de las acciones de compañías y empresas, rompiendo todos los registros al alza. Los títulos cambiaban de manos, las compras y las ventas se sucedían a velocidad de vértigo, los proyectos de construcción estaban en auge y la implementación de nuevos planes de regadío era continua.
El dinero se movía alegremente y la prosperidad material era la seña de identidad de aquella sociedad. Es verdad que aunque la fama de los moradores de la ciudad era notoria por su olfato comercial no lo era menos por sus costumbres, que eran más depravadas que todo lo conocido. Hombres con hombres se ayuntaban sexualmente, no de manera secreta ni a escondidas, como sucedía en otros lugares, sino abiertamente y sin ningún tipo de reparo ni freno. La abundancia material había ido fomentando una mentalidad general afanada por eliminar todos los anclajes morales, que habían sido superados por nuevas formas de relaciones.
Todo era factible y experimentable. Nada limitable ni imposible. Ninguna ciudad se había atrevido a tanto, ninguna había llegado tan lejos. Pero a pesar de las señales de alarma el forastero acabó por fijar su residencia dentro de la misma ciudad y a estas alturas ya era un hombre conocido de todos, con mujer, hijas y yernos. Todavía seguía siendo un forastero a los ojos de los oriundos, por dos razones: La primera, porque como suele ocurrir en tantos sitios el que ha llegado de otra parte lo sigue siendo, no importa los años que lleve afincado; la segunda, y más importante, porque no compartía en su fuero interno el modo de pensamiento y de vida en determinados aspectos de sus conciudadanos. Sí, a sus negocios comerciales; no, a su corrupción sexual. Era un difícil equilibrio y el conflicto interno que libraba era desgarrador. Lo que veía diariamente era insoportable, más de lo que su conciencia le podía permitir. Sus conciudadanos le miraban como a un sujeto incómodo, una especie en vías de extinción. Un inadaptado que no se había puesto al día, atascado en sus ideas obsoletas sobre el matrimonio y la familia.
Era el único en aquella ciudad, en aquella sociedad, que pensaba de manera tan retrógrada. Confiados en su abrumadora mayoría habían llegado a la conclusión de que las cifras les daban la razón; tanta gente no podía estar equivocada, mientras que una sola persona no podía estar en lo cierto. Hasta que un día llegaron dos forasteros a casa de este forastero. Su porte era distinguido y llamaron la atención de quienes les vieron pasar, queriendo experimentar con ellos lo que ya practicaban entre sí. Pero eso significaba que dos derechos entraban en colisión. Uno era el derecho del anfitrión a cobijar y proteger a sus huéspedes; el otro era el derecho de los demás a poner por obra su estilo de vida. El primer derecho anulaba el segundo; el segundo derecho conculcaba el primero. Finalmente, el segundo prevaleció. Era un atropello a lo más elemental y la gota que colmaba el vaso, la señal de hasta qué punto las cosas se habían degenerado en aquella ciudad. Unas horas después, cuando amanecía, sucedió algo que nunca antes había pasado.
Oleadas de fuego se abatieron sobre la ciudad, consumiendo no sólo sus campos y cosechas, sus ganados y canales de riego, sino también las casas y edificios junto con sus moradores, reduciéndolo todo y a todos a ceniza. Oficinas, templos, parques, supermercados, lugares de ocio y la cámara de diputados quedaron volatilizados en un instante.
No quedó nada de aquel emporio y donde antes había vida y animación ahora sólo había muerte y desolación. Pero el forastero había sido sacado, minutos antes, de la destrucción por aquellos dos forasteros que le pusieron a salvo. Y así fue como aquella mayoría, que confiaba en el poder de los números y en su propia sabiduría, acabó siendo devorada, primero por el incendio de su propio desvarío y luego por el fuego exterminador.
Una mayoría fatalmente equivocada. Parecida a la de hoy en día.
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