Una de las enseñanzas erróneas que le ha dado un mal nombre al mensaje de prosperidad es cuando la gente dice que Dios maldice a aquel que no diezma. En Malaquías 3:9, dice la palabra del Señor: Malditos sois con maldición, porque vosotros, la nación toda, me habéis robado. Pero Dios no quiso decir que él fuera a maldecir al que no diezmara. Para entender este verso, es necesario ir al origen.
Cuando Dios establece una nueva ley, no abroga con ella leyes pasadas. Dios estableció, desde un principio, que no se puede maldecir algo que ya ha sido bendecido.
En la creación, Dios bendijo a Adán. Cuando Adán falla, Dios le dijo a cada quien lo que tendría que pasar por ese error. A la serpiente, sí la maldijo. Le dijo que tendría que comer polvo toda la vida y que, de la simiente de la mujer, saldría uno que le aplastaría la cabeza. A la mujer, no la maldice, pero le dice las consecuencias de su error. Ahora daría a luz con dolor, y su esposo se enseñorearía de ella. Y, cuando va a hablarle al hombre, Dios no lo maldijo, sino que le dijo que la tierra sería maldita por su causa.
Cuando fue a hablarle a Adán, Dios se encontró con alguien a quien él había bendecido, y Dios no puede quitar la palabra que él ya dio, aunque Adán hubiese cometido un error, porque Dios no es como tú, como nosotros, que hacemos contratos bilaterales. Cuando Dios da una palabra, él la va a cumplir, la va a completar porque, si él se comprometió, es porque lo va a hacer. Dios no está sujeto a estados de ánimos, no depende de si quiere o no quiere, sino de que él lo dijo y, por tanto, lo va a hacer.
Dios no puede maldecir a un hombre. Ciertamente, Adán cosecharía cardos y espinos con el sudor de su frente, pero esto, a causa de la maldición de la tierra.
Cuando Malaquías hace referencia a la maldición, está hablando de la maldición a la que ha estado sujeta la tierra a través de toda la historia. No es Dios quien maldice al hombre, sino que, cuando un hombre no separa para Dios aquellas cosas que Dios ha pedido, lo que hace es que se sujeta, por sí mismo, a la maldición de la tierra.
Tú decides si te sujetas a la maldición de la tierra, o si te sujetas a la bendición que Dios ya ha declarado; bendición que te da la autoridad de vencer toda maldición que haya en la tierra.
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