Podemos contrastar el “como fue hecho al principio” con cómo fueron las cosas tras la caída, hallando que la mujer siempre ha sido considerada inferior al hombre.
En relación con el tema que encabeza el título de este artículo, cada vez que me han preguntado si yo estoy de acuerdo con que una mujer sea “pastora” siempre he contestado lo mismo: “No. No estoy de acuerdo”. A esa respuesta casi siempre le sigue otra pregunta: “¿Por qué?”. “Pues por la misma razón por la que no estoy de acuerdo con que un hombre sea el pastor de una iglesia”.
A continuación, siempre tengo que explicar que el modelo de gobierno moderno (entre otras modalidades) que establece que “un pastor” debe ser el líder máximo para gobernar la iglesia, no nos parece que sea el bíblico. Basta leer el libro de Hechos y las llamadas “epístolas pastorales” para ver que eso no era así. (Hch.14.23; 20.17,28; 1ªTi.3.1-7; Tito 1.1-9).
Por tanto, aquellos hombres denominados “pastores” que ejercen su ministerio fuera del orden que marca la Escritura, pero se permiten criticar e invalidar el ministerio pastoral de la mujer en la iglesia, deberían juzgarse a sí mismos primero y ajustar su situación a la luz de la Palabra. De otra forma su juicio carecería de valor alguno.
El tema de la cultura –o culturas- en la Biblia
Uno de los condicionamientos que nos encontramos a la hora de interpretar las Sagradas Escrituras es el de la cultura tanto de la Biblia como del intérprete. Esto ha hecho que, en algunos casos, a la hora de interpretar ciertos temas de las Escrituras sin tener en cuenta la cultura que envuelve la revelación divina, se sacaran conclusiones prácticas equivocadas.
De ahí que en la historia de la iglesia se hayan dado casos en los que la seguridad respecto a la claridad de una “enseñanza” concreta, pasado el tiempo (¡siglos, en algunos casos!), se ha diluido al quedar demostrado que dicha enseñanza no tenía una aplicación universal y atemporal, sino que estaba limitada a un tiempo y contexto concretos. Lo cual ha causado muchos daños y dolores innecesarios a terceras personas.
El caso de la esclavitud
Uno de los casos que nos pueden servir de ejemplo fue el de la esclavitud. Esta era una práctica legalizada en el Imperio Romano y en otros muchos pueblos. Por tanto se aceptaba como “normal” llegando a formar parte del paisaje del día a día, de la propia cultura y sociedad.
Pero vemos que los Apóstoles no enfrentaron el problema de la esclavitud denunciándola o atacándola, sino asumiéndola como una realidad social de su tiempo, establecida, administrada y tutelada por el gobierno romano.
Por otra parte, ellos enseñaron que las autoridades estaban puestas por Dios y, por tanto, había que reconocerlas y obedecer las leyes. (Ro.13.1-7; 1ªTi.2.1-4; 1ªP.2.13-14).
Pero aún hay más, Pablo usará la obra redentora de Dios en Cristo-Jesús con la finalidad de que, tanto amos como esclavos creyentes, se tratasen con reconocimiento y respeto mutuos. A los esclavos se les exhortaba a que hicieran bien su trabajo “como para el Señor” (Ef.6.5-8; Col.4.22-23); mientras que a los amos les pedían que trataran bien a los esclavos, dado que tanto unos como otros tenían “un amo en los cielos” (Col.4.1; Ef.6.9; Filemón, 15-16).
Por tanto, la conclusión en este caso de la esclavitud es que la actuación de los apóstoles no fue una solución universal y definitiva. Tuvieron que surgir hombres y mujeres con una visión antropológica, bíblica, que no tuvieran en cuenta el contexto cultural de su tiempo y que fijaran su atención en “como fue hecho al principio de la creación”, como indicó Jesús: Que todos los hombres y mujeres fueron hechos iguales a la imagen y semejanza de Dios y que nadie tenía derecho a esclavizar a otros.
Pero los hermanos que lucharon por abolir la esclavitud -así como otras esclavitudes- tuvieron que enfrentarse a la oposición de otros cristianos que no tenían su misma visión. El literalismo bíblico de sus oponentes, así como la cultura en medio de la cual se dio la revelación divina, les cegaban y no veían más allá de lo que estaba escrito en algunos textos particulares. Por muchos siglos no se supo diferenciar entre lo que era la cultura y la costumbre, de lo que era una verdad esencial.
La cuestión del uso del velo en la mujer
Lo mismo ocurrió en relación con el uso del velo en la mujer. Durante muchos siglos, -¡incluso en el día de hoy!-, se obligó a las mujeres a usar el velo en las iglesias, guiados por la enseñanza del Apóstol Pablo en 1ªCorintios 11.2-12. El uso del velo por las mujeres indicaba que ellas estaban bajo la autoridad de sus maridos. Sin embargo, hoy día muy pocos teólogos y enseñadores de las Escrituras piensan que esa enseñanza fuera para todos los tiempos, y no una práctica común aceptada en aquellas culturas.
Pero lo que ha creado un problema de interpretación ha sido el hecho de que el mismo Apóstol Pablo otorgaba más valor al testimonio que el cristiano debía dar dentro de su propio marco cultural, que al uso de su libertad para romper con una costumbre bien arraigada en su sociedad.
Y para defender su argumento, Pablo usó de ciertos principios creacionales. Eso hizo que la mayoría de teólogos interpretara que dicha costumbre debía reconocerse, en la iglesia, en términos universales. Pero si eso fuera así, todavía tendríamos que defender la esclavitud como algo ordenado por Dios, dado que Pablo también usó la obra redentora de Cristo en relación con el comportamiento de los esclavos para con sus amos y viceversa, aceptando la sociedad esclavista, pero sin denunciarla. Lo cual desde nuestra perspectiva nos parece inaceptable (ver Tito 2.9-14).
Hoy en día en nuestra propia cultura, el uso del velo por parte de las mujeres en las iglesias, se ve como algo “raro” e inusual, dando una imagen descontextualizada del medio en el cual vivimos.
El testimonio de la mujer en la cultura judía y grecorromana
Otra de las cosas que caracterizaba a las sociedades tanto judía como grecorromana, era que la mujer no podía testificar en un juicio. Su testimonio no tenía valor alguno. Por tanto, el permitir que las mujeres fueran los primeros testigos de su resurrección, enviándolas posteriormente a testificar de ello a sus desanimados y entristecidos discípulos, fue un acto de reivindicación de Jesús en relación con la mujer (Mt.28.1-10; Mr.16.1-11; Juan 20.11-18).
No nos cabe duda de que su testimonio no se limitó a sus condiscípulos solamente, sino que se extendió a otras muchas personas y durante el resto de sus días. Ante un hecho como aquel, nosotros hubiéramos hecho lo mismo.
Sin embargo a la hora de presentar a los testigos de la resurrección de Jesucristo, el Apóstol Pablo ignora a las mujeres como primeros testigos de ese gran hecho histórico. Esta actuación del Apóstol de los gentiles no se entiende a menos que él ignorara ese hecho, cosa del todo improbable. Lo más probable es que estuviera aceptando el hecho de que, para la sociedad de su tiempo, el testimonio de las mujeres no era creíble y, por tanto, no sería bien recibido. ¡Y mucho menos que las mujeres fueran puestas en el primer lugar de la lista! De ahí que Pablo no mencionara a las mujeres al referirse a los testigos de la resurrección de Jesús.(1ªCo.15.3-8).
Hoy día, nosotros hubiéramos actuado de diferente manera, atribuyendo el mismo crédito tanto a mujeres como a hombres, dado que ambos tenemos la misma capacidad jurídica y los mismos derechos reconocidos. Por tanto, las formas de actuar de los apóstoles del Señor en determinadas situaciones no pueden ser aplicadas en nuestro tiempo.
El ministerio público de la mujer ¿cuestión de cultura?
Ahora estamos ante un tema muy parecido. Podemos contrastar el “como fue hecho al principio” a cómo llegaron a ser las cosas después de la caída y vamos a encontrar que a la mujer siempre se la ha considerado inferior al hombre, en todos los sentidos.
No es cuestión de que el hombre haya sido el malo y la mujer la buena, sino que el fuerte –el hombre- se ha enseñoreado del débil –la mujer- para someterla bajo su dominio. Pero en todo caso el pecado alcanzó a todos, hombres y mujeres, por igual. No obstante, esa situación de superioridad por parte del hombre respecto de la mujer ha formado parte del “paisaje social” a lo largo de toda la historia y todas las culturas de todos los pueblos.
Sin embargo, al referirnos al hecho de que tanto el hombre como la mujer fueron creados a imagen de Dios, vemos que a ambos se les dio la responsabilidad de cumplir con la gran encomienda cultural (Gé.1.26-28). Así, el ser humano como tal, hombre y mujer, tenía la autoridad de parte de Dios para ejercer el gobierno sobre la creación. Gobierno, en el sentido más amplio del término.
Pero con la caída en el pecado, es evidente que el hombre tomó para sí todo lo referente al gobierno y la autoridad, privando a la mujer de ejercerla de forma conjunta en todas las esferas de la creación, tal y cómo la habían recibido del Creador. Esas limitaciones y condicionamientos también los encontramos en tiempos de Jesús, del Apóstol Pablo y a lo largo de toda la historia.
Por eso el mundo de Jesús y de Pablo era un mundo de hombres y para hombres. En el caso de Jesús él no habría elegido a ninguna mujer como apóstol. Eso no hubiera sido sabio ni práctico en un mundo en el que a la mujer le estaba vedado salir a los lugares públicos y donde su testimonio no era considerado válido. Además hay que añadir los peligros que entrañaba el que una mujer –o grupo de ellas- anduvieran viajando de ciudad en ciudad.
Jesús hizo lo que tenía que hacer en su tiempo. De igual manera vemos actuar a Pablo, no solo en relación con el tema de la esclavitud, adaptándose a su sociedad como hemos visto, sino también en relación al uso del velo que usaban las mujeres (1ªCo.11.2-8); y de igual manera vemos cómo trató el asunto del testimonio en relación con la resurrección de Jesús, usando, en principio, solo el testimonio de hombres, dejando de lado el de las mujeres.
Pero ahora entramos en una gran contradicción y es que, cuando por influencia de los principios cristianos nuestra cultura occidental ha llegado a una comprensión clara y amplia del papel de la mujer, reconociendo su igualdad con el hombre en todos los aspectos, desde ciertos sectores del propio cristianismo hay sin embargo una fuerte oposición al desempeño de la mujer en el ministerio público en la iglesia: “La mujer podrá ocupar cargos en las empresas, en la política, en el campo científico, jurídico, de la medicina; en la docencia: las universidades, institutos, escuelas, etc., pero en la Iglesia hemos de seguir el orden bíblico”. Así se expresan muchos ahora. Pero con esa sesgada y dualista visión, se incurre en lo mismo que se incurrió en relación con la esclavitud. El literalismo bíblico no solo ahoga y ciega todo progreso hacia una concepción más clara de lo que es el plan de Dios para la humanidad como fue concebida “desde el principio”, sino también desde el plan redentor, liberador y restaurador de Dios.
Pero desde la perspectiva que nos proporciona el “como fue hecho al principio de la creación”, es decir, el hombre y la mujer llevando a cabo la gran encomienda universal, mostrando la imagen de Dios a través del gobierno sobre la creación que Dios puso en sus manos, es que hago una sincera y honesta propuesta acerca del ministerio “pastoral” de la mujer en la Iglesia.
Propuesta de una renovada comprensión del tema, basada no solo en Génesis 1.26-28, sino en la gran declaración universal de Pablo, en Gálatas 3.28, así como en el hecho histórico de Pentecostés, donde con la venida del Espíritu Santo, la obra redentora de Cristo se hace efectiva rompiendo las barreras en razón del sexo, la nacionalidad, la edad, la posición ola condición social.
No se trataría tanto de negar, usurpar o cambiar el orden divino en relación con el tema de la autoridad. Se trataría más bien de que, la autoridad que durante milenios ha ejercido el hombre se extienda y reconozca también en la mujer, para que en compañerismo y verdadera comunión, sin competencias, se ejerza en pluralidad en la iglesia. La autoridad, entonces, no descansaría en “el pastor” o “la pastora”, sino en el consejo pastoral, compuesto por hombres y mujeres, según el llamado y la capacitación divina de cada uno/a.
En una cultura como la nuestra, donde se reconocen los mismos derechos tanto a hombres como a mujeres de manera efectiva, no se vería extraño que una mujer formara parte del liderazgo (consejo) pastoral, de una iglesia. Lo raro, extraño y anticultural sería lo contrario. Esa sería la razón por la cual la Iglesia, descontextualizada culturalmente quedaría desfasada y propensa, con el tiempo, a debilitarse si no a desaparecer. Sin embargo, en muchas ocasiones las iglesias han llevado dicha descontextualización muy a gala, presumiendo de esa manera estar “separadas del mundo”.
Pero “el mundo”, del cual se habla de manera tan despectiva, nunca será impresionado por aquellos cristianos que dan la espalda a ciertos principios creacionales, que aquellos “del mundo” ponen en práctica aun sin saberlo.
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