Porque de él, y por él, y para él, son todas las cosas. A él sea la gloria por los siglos. Amén.
--Romanos 11:36
El orgullo es algo atemorizante. Prefiere matar la verdad que considerarla. ¿No nos toma por sorpresa? Comenzamos el viaje espiritual como personas pequeñas. El acto de la conversión es uno de gran humildad. Confesamos nuestros pecados, rogamos misericordia, doblamos nuestras rodillas. Niños tímidos que extienden sus lodosas manos a nuestro Dios libre de pecado.
Venimos a Dios humildemente. Sin fanfarrias, sin presunción, sin declaraciones de “todo por mí mismo”. Y Él nos sumerge en misericordia. Vuelve a coser nuestras almas desgarradas. Deposita su Espíritu e implanta dones celestiales. Nuestro gran Dios bendice nuestra pequeña fe.
Nosotros entendemos los papeles. Él es la galaxia de la Vía Láctea. Nosotros somos una nigua. Necesitamos un gran Dios porque hemos hecho un gran desastre de nuestras vidas.
Gradualmente nuestro gran Dios nos cambia. Y, gracias a Él, codiciamos menos, amamos más, criticamos menos, vemos más hacia el cielo. La gente nota la diferencia. Nos aplauden. Nos promueven. Nos admiran. Ya no nos sentimos tan pequeños. La gente nos habla como si fuéramos algo especial.
Se siente bien. Las felicitaciones se convierten en escalones de una escalera y comenzamos a elevarnos a nosotros mismos. Olvidamos quién fue el que nos trajo aquí.
Tomemos tiempo para recordar. “Recuerden lo que ustedes eran cuando Dios los eligió” (1 Corintios 1:26, TLA). Recuerde quien lo sostuvo al principio. Recuerde quién lo tiene en su mano hoy.
0 comentarios:
Publicar un comentario