Cerca de la hora novena, Jesús clamó a gran voz, diciendo: Elí, Elí, ¿lama sabactani? Esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”
Mateo 27: 45-46
Puede ser que muchas veces hayamos leído esos versículos. De hecho son muy conocidos porque pertenecen al relato acerca de la muerte de Jesús. Tremendo momento. Profundo momento. Eterno momento. El Hijo del mismo y Único Dios había descendido sobre la tierra y estaba derramando su propia vida, para dar más vida! A los perdidos, a los cautivos, a los nacidos muertos en delitos y pecados.
De esta manera, tomaría a sus escogidos consigo para la Eternidad, a los pasados, los presentes y los futuros. Tras esa frase desgarradora, nos estaba llevando a Su Morada Celestial.
Es un momento que trasciende todo entendimiento y estoy segura que nuestro pensamiento humano limitado, no puede comprender el significado completo de tal acto de Amor, entrega y generosidad.
Sin embargo, diariamente vivimos nuestras actuales preocupaciones tan activas y presentes, que perdemos de vista el propósito eterno, y sentimos muchas veces, como si ese Dios único y soberano “no pudiera” comprender como nuestro humano corazón es dolido por la pruebas, las luchas y el trajinar diario por este mundo perdido…
Incluso, he llegado a escuchar algunas personas que, cuando leen los versículos arriba mencionados, se preguntan “qué habrá sentido Cristo en su corazón en ese momento para gritar tal frase!...” La Biblia no nos ha dejado con la intriga, y es a través de un Salmo profético, escrito muchos años antes, en que el sentimiento profundo y detallado del marco espiritual y emocional ha quedado plasmado:
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?,
¿por qué no vienes a salvarme?, ¿por qué no atiendes a mis lamentos?
Dios mío, día y noche te llamo, y no respondes; ¡no hay descanso para mí!
Pero tú eres santo; tú reinas, alabado por Israel.
Nuestros padres confiaron en ti; confiaron, y tú los libertaste;
te pidieron ayuda, y les diste libertad; confiaron en ti, y no los defraudaste.
Pero yo no soy un hombre, sino un gusano; ¡soy el hazmerreír de la gente!
Los que me ven, se burlan de mí; me hacen muecas, mueven la cabeza
y dicen: «Éste confiaba en el Señor; pues que el Señor lo libre.
Ya que tanto lo quiere, que lo salve.»
Mis enemigos me han rodeado como toros, como bravos toros de Basán;
rugen como leones feroces, abren la boca y se lanzan contra mí.
Soy como agua que se derrama; mis huesos están dislocados.
Mi corazón es como cera que se derrite dentro de mí.
Tengo la boca seca como una teja; tengo la lengua pegada al paladar.
¡Me has hundido hasta el polvo de la muerte!
Como perros, una banda de malvados me ha rodeado por completo;
me han desgarrado las manos y los pies.
¡Puedo contarme los huesos! Mis enemigos no me quitan la vista de encima;
se han repartido mi ropa entre sí, y sobre ella echan suertes.
Pero tú, Señor, que eres mi fuerza, ¡no te alejes!, ¡ven pronto en mi ayuda!
Salmos 22: 1-8 y 12-19
¿Has leído con detenimiento tales palabras? En ellas puedes leer el corazón de Jesús en la cruz. Dejando su vida, para ir al profundo abismo de la muerte y vencerla! Para que seamos uno en Él así como Él es uno en el Padre.
Si no lo sabías, ahora conoces el corazón de Jesús en el preciso instante en que estaba pagando el precio por nuestras vidas. En el preciso momento en que nos estaba tomando consigo mismo para llevarnos a la Eternidad de Vida con Él.
De manera que, nuestras cargas actuales, nuestras pruebas y luchas, nuestras enfermedades, son más que conocidas para Él, simplemente porque las llevó encima. Las vivenció.
Descansa en el Señor, simplemente ora al Padre Eterno porque conoce tu situación profundamente. Y no sólo la conoce, la vivió y la venció, sino que también Su obra permanece hasta hoy, y Su acción no se ha detenido y sea el tiempo que debas transitarla, recuerda que Él permanece fiel, para siempre!
“Echando toda vuestra ansiedad sobre él, porque él tiene cuidado de vosotros.” 1 Pedro 5:7
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