Las pruebas de la vida son las herramientas que Dios usa para que aprendamos a vivir en Él. Ellas van puliendo nuestro orgullo con el fin de que lleguemos a ser totalmente dependientes del Maestro. No tienen el propósito de humillarnos, sino que son permitidas para que el dolor que causa una herida pequeña nos haga madurar con el fin de evitar una herida mayor que nos llevaría a la destrucción.
La receta para confrontar la prueba no es luchar, sino rendirse. No es estrategia, sino oración. No es tratar de controlar las circunstancias, sino dejar que el Espíritu nos controle a nosotros.
Las victorias espirituales no se ganan al imponernos a nuestros enemigos, sino al someternos de tal manera al Espíritu para que nuestro enemigo vea a Jesús en nosotros. Cuando esa sea nuestra experiencia, hasta la mayor audacia que cometan ellos en nuestra contra se transformará en una bendita oportunidad de rendirnos a Dios para mostrar a Jesús en nuestras vidas. Si ese fuera el caso, llegará un día que en nuestras oraciones no solo agradeceremos a Dios por las victorias otorgadas sino por la presencia de enemigos que, por la saña que ejercieron contra nosotros, permitieron que seamos más semejantes a Jesucristo.
¿Crees que puede haber mayor victoria que esa? No hay absolutamente nada que pueda derrotar o perjudicar al que permanence en Cristo.
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