LUCAS, EL ESCRITOR


Al releer las memorias de Gabriel García Márquez  (Vivir para contarla)  puse atención a la obsesión del personaje por aprender a escribir cuentos y novelas desmenuzando los libros de autores que lo cautivaron en su juventud. García Márquez narra cómo desentrañaba ávidamente obras de, entre otros, William Faulkner. Se apropia de estas influencias, las recrea y sitúa en un mundo original y propio.

El crítico literario mexicano Emmanuel Carballo acertó cuando hizo una evaluación de la obra publicada de García Márquez hasta 1967, cuando aparece  Cien años de soledad. Carballo fue uno de los primeros en comprender el universo de García Márquez, y explicó la desfronterización de Macondo que, por el genio de su creador, pasó a ser un lugar con el que se han identificado millones de lectores y lectoras de  Cien años de soledad. 

La novela de García Márquez comenzó a circular a mediados de 1967. Carballo tenía conocimiento de ella porque su autor lo incluyó en el pequeño grupo de personas que leyó avances del mecano escrito. Unos meses después de haber sido publicada la primera edición de  Cien años de soledad,  Carballo escribió un amplio artículo en la  Revista de la Universidad de México  (noviembre de 1967). Reproduzco un párrafo que me parece central: “En novelas y cuentos, García Márquez de tanto insistir y merodear en los mismos temas, en los mismos personajes y en el mismo paisaje ha dado a las letras hispanoamericanas lo que dio Faulkner a las letras de Estados Unidos, un mundo novelesco autosuficiente y convincente. Para el lector de lengua española Macondo y un pueblo próximo y menos pequeño cuyo nombre nunca se menciona tiene el mismo interés, la misma prodigiosa diversidad, el mismo impresionante aliento que posee para el lector de lengua inglesa el condado de Yoknapatawpha. Macondo puede ser y es de hecho, en progresivos estratos de significación, un oscuro y miserable pueblo de Magdalena, la gran metáfora tras de la que se esconde Colombia y la invención mítica que reconstruye el pasado y el presente de la América Latina y avizora su porvenir incendiado por las llamas”.

Sabiéndolo o no, García Márquez siguió la ruta de un escritor que lo precedió casi dos milenios. El autor de  Cónica de una muerte anunciada  fue, como Lucas, un lector voraz. Porque todo escritor es, primero, un lector; aunque no todo lector es un escritor. Lucas, lo denota en el Evangelio cuya autoría se le adjudica, leyó y releyó una gran cantidad de materiales. Muchos de éstos no llegaron a sus manos, él debió ir en busca de los manuscritos y, en algunos casos, hacer copias de ellos para leerlos cuidadosamente y usar la información al redactar el rollo imperecedero en el que presentó a Jesús en toda su humana divinidad y humanidad divina.

Un estudio minucioso de la cocina de la escritura de Lucas, de la arquitectura que le permitió construir un monumento literario y teológico, revela denodado trabajo para hacerse de información precisa. Esto se desprende de la lectura de los primeros cuatro versículos de su Evangelio. El proceso de inmersión que debió hacer Lucas, que era gentil, para capturar en su Evangelio el mundo en el que se desarrolló el ministerio de Jesús, es una lección permanente para quienes investigamos e intentamos poner por escrito nuestros descubrimientos.

Lucas se puso en las sandalias de las múltiples personas que interactúan en su narración. Le da más espacio que Marcos, Mateo y Juan a los niños y las mujeres. Contrapone desde el inicio la naturaleza del reinado de Jesús a la hegemonía de los poderes económico y político que mantenían marginada a la gran mayoría de la población.

El capítulo dos del Evangelio según Lucas es una pieza literaria magistral. Desde la perspectiva de este médico y escritor el sencillo espacio en el que acunaron a su hijo María y José fue, y es, un desmitificador de todos los poderes humanos. Desde ese inaudito lugar donde reposó el Verbo encarnado, como lo llama otro evangelista, Juan, se prefiguró el carácter del reinado del Príncipe de Paz, título mesiánico que aparece en el capítulo nueve del profeta Isaías y que musicalmente plasmó en forma sublime George Handel en 1742. El del rey del pesebre sería un reinado libre del dominio déspota, y marcado por el amor, la misericordia, el perdón, la justicia y la redención.

Lucas se refiere a dos personajes diametralmente opuestos: el emperador Augusto César y un niñito parido en las circunstancias más adversas. Acostumbrado a que sus órdenes fueran obedecidas por todos en sus vastos dominios, la cabeza del imperio romano decide desde el centro del poder realizar un censo general. La medida repercute dramáticamente en los más remotos lugares bajo la hegemonía romana, tiene consecuencias para todos los habitantes pero son los pobres quienes más sufren el edicto controlador dado en Roma.

Lucas le da centralidad a la imagen del pesebre. Recurre a ella en tres ocasiones, la repetición tuvo por objetivo, estoy convencido, contrastar vívidamente el poder de la fragilidad con la ostentación del poder monárquico de entonces. La primera vez que Lucas refiere el pesebre lo hace para mencionar que María se vio obligada a dar a luz en un lugar paupérrimo, tras lo cual “envolvió en pañales [a Jesús] y lo puso en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el mesón” (2:7). La segunda es cuando un ángel anuncia a los pastores, quienes "velaban y guardaban las vigilias de la noche sobre su rebaño" (Lucas 2:8), que vayan a ver al niño "envuelto en pañales, acostado en un pesebre" (versículo 12) porque ese recién nacido es un Salvador y Cristo el Señor. Los pastores obedecen y presurosamente se dirigen a Belén. La escena que encuentran debió ser impactante para ellos. Y aquí viene la tercera mención lucana del ilógico espacio en el cual descansaba el neonato: "y hallaron a María, José y al niño acostado en el pesebre" (versículo 16).

¿Por qué subraya lo del pesebre? Estoy persuadido que para resaltar la naturaleza radicalmente distinta del rey que ahí yacía. Hay una conmovedora línea de continuidad entre el niño del pesebre, el maestro que conforma un círculo de discípulos inconcebible por las rígidas divisiones sociales de su época, el profeta que llora por Jerusalén, el narrador de historias sencillas (las parábolas) que echaba mano de elementos de la vida cotidiana, el Cristo crucificado y el cordero inmolado cuya imagen es poéticamente descrita en Apocalipsis 5. El pesebre no es una bonita anécdota. Es la imagen misma del reinado de Jesús, a quien con excelsitud se refirió Isaías como "Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz" (9:6).

Las tres parábolas que Lucas agrupa en el capítulo 15 son deslumbrantes, sobre todo si las leemos en conjunto y no separadamente como usualmente se hace. Allí hay tres pérdidas y tres hallazgos. El mural de tres escenas, cuyo tema general es el irrefrenable gozo de encontrar lo perdido, crece en intensidad. Si fuese una obra musical, una sinfonía, la oiríamos embelesados y en arrebato tanto por la forma en que inicia como en la que avanza y concluye, en una hermosa conjunción de instrumentos que crean un clímax sublime.

La intensidad narrativa en el capítulo 15 de Lucas, el ascendente dramático que recorre tal sección, inicia con la pérdida de una oveja en un rebaño de cien. Continúa una mujer que tenía diez monedas y pierde una. Concluye con la conocida como Parábola del Hijo Pródigo, donde un padre ha perdido a un hijo de dos. Tras haber incurrido en un gravísimo despropósito, pedir a su padre la herencia mientras éste aún vivía, dilapidarla y padecer miseria; el hijo regresa y su padre haciendo a un lado los convencionalismos sociales y culturales corre a recibirle. Escena conmovedora y perenne lección de amor, perdón y reconciliación.

Lucas nos anima a escribir con todo el ser. Su dedicación, dones y recursos se conjugaron con la acción del Espíritu Santo para darnos páginas luminosas e iluminadoras.

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