No hay palabra más importante en la Biblia hebrea que ésta, si queremos entender el santo amor de Dios por nosotros: sustitución. Es la llave que abre la puerta de nuestra redención. Y es la roca que hace que los hombres tropiecen. Sólo ella puede explicar plenamente por qué el propio pueblo de Yeshúa no lo comprendió, y sólo ella puede volver a abrirle los ojos. Sustitución. Sin esta palabra la muerte de Yeshúa es una farsa.
Los rabinos del Talmud debaten acerca de cómo arreglar la situación con Dios. Aunque algunos reconocieron que “no hay expiación sin sangre”, no todos estaban de acuerdo en el resto. Unos decían: “Para ciertos pecados, el Día de la Expiación por sí solo es suficiente”. Otros argumentaban: “¡No! También debe haber arrepentimiento”. Algunos afirmaban que sólo el Día, más arrepentimiento, más sufrimiento podría resolver el problema, mientras que hubo quienes, dijeron: “¡La única esperanza para el perdón es el Día de Expiación y muerte!”
Y sin embargo, perdieron de vista lo central del Día de la Expiación, perdieron de vista la sangre. No pudieron captar la lección que estaba ante sus ojos.
Día tras día, los saduceos ofrecieron sus sacrificios en el Templo. Se dio muerte a miles y miles de animales, y se derramaron galones de sangre sobre el altar. Corderos y cabras y carneros y terneros fueron ofrecidos a un Dios santo. Pero la gente no podía ver.
Los fariseos estudiaron la Torá día y noche. Añadieron nuevos reglamentos a las antiguas leyes, y desarrollaron el sistema de pureza ritual más detallado que el mundo haya conocido jamás. Enseñaron que el estudio de la Ley era más amado por Dios incluso que las propias ofrendas. Sin embargo, no pudieron ver el núcleo de la cuestión. No pudieron captar el significado fundamental de todo esto.
Porque no era la sangre de los toros lo que Dios quería para sí, no era el sebo de los carneros lo que Él deseaba. No era un pueblo de santidad exterior lo que buscaba; Él no requería un nuevo código que mantuviera limpios a los hombres. No. Él quería un sustituto, un cordero justo que llevara los pecados de su pueblo. Él quería un sacrificio sin mancha, que purificara a las personas por dentro.
Una y otra vez, diez mil veces mil, las ofrendas fueron llevadas ante el altar. Y una y otra vez, en número demasiado grande para contar, su sangre inocente fue derramada. Y una y otra vez, el mensaje de Dios estaba pidiendo a gritos: “¡Debe venir un sustituto! “¡Debe venir un sustituto!”.
El pueblo judío de los días de Yeshúa estaba todo en busca de un Salvador. Algunos esperaban un líder militar poderoso, mientras que otros buscaban un libertador del cielo. Algunos buscaban un sacerdote santo, mientras que otros buscaban un maestro de justicia. Pero nadie buscaba un Mesías crucificado. Y nadie buscaba al Cordero de Dios. Habían olvidado que el Siervo justo del Señor era Él mismo como una ashám: una ofrenda por el pecado (Isaías 53:10). Y se habían olvidado de las palabras del padre Abraham, queDios proveería el cordero para el holocausto (Génesis 22:8).
Sí, hubo algunos rabinos que afirmaron que todos los sacrificios fueron aceptados sobre la base de la ofrenda de Isaac por Abraham. Y afirmaron que en el rito de la Pascua, cuando Dios “vio la sangre” (Éxodo 12), estaba mirando el sacrificio de Isaac, y no la sangre del cordero.
Sin embargo, Isaac no fue ofrecido, y su sangre nunca fue derramada. Y fue Dios mismo quien proveyó el sacrificio que salvó la vida del hijo de Abraham.
Fue el Mesías quien sufrió y murió, y es por sus heridas que hemos sido sanados (Isaías 53:5). Fue Él quien fue llevado como un cordero al matadero, y fue Él quien llevó nuestros pecados (Isaías 53:7,12 y Levítico 16:22).
Oh, sí, hubo maestros judíos que creyeron que el sufrimiento de los justos podría traer la expiación para el mundo. Sin embargo, cuando el verdadero Justo sufrió y murió, dijeron que era en vano.
Nuestros rabinos nos dicen que cuando el Mesías venga establecerá la paz en la tierra. Cuando el Salvador real venga, nos sacará del pecado. Sin embargo, un salvador que nos saque del pecado sin sacar el pecado de nosotros no es realmente un salvador. Y un Mesías que establezca la paz en la tierra sin establecer primero la paz en nuestro corazón no es realmente el Mesías.
El Mesías tenía que morir. El Mesías tenía que tomar nuestro lugar. No había otro camino.No se encontró ningún otro sustituto. Nadie más podía pagar el precio. Ninguna otra cosa podía sanar nuestras heridas, porque el pecado requería la muerte.
Yeshúa pagó el precio. Fue su muerte lo que nos trajo vida. Sólo Él fue el sustituto de la raza humana pecadora, y sólo Él nos puede ofrecer redención.
El judaísmo tradicional de nuestros días tiene sus raíces en la religión de los fariseos, un pequeño grupo de judíos que se juntaron hace más de dos mil años. Eran los hombres que no comían sin lavarse ceremonialmente las manos, los hombres tan famosos por su atención a los detalles. Ellos fueron los hombres que diezmaban hasta los cultivos insignificantes y que estudiaban cada jota y cada tilde de la Ley de Dios.
Sin embargo, muchos de estos hombres desconocieron a Yeshúa cuando vino. Los árboles no les dejaron ver el bosque.
Porque no es la observancia del ritual lo que hace a un hombre interiormente limpio, y no es la atención a un sistema externo de leyes lo que nos lleva a Dios. El núcleo de la Torá es “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón”, y “amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Sin embargo, ésa es la verdad que esos hombres celosos perdieron, ya que en su pasión por la letra de la ley perdieron el espíritu de Aquel que la dio.
Y como fueron los fariseos, así fue el pueblo judío.
El judaísmo tradicional tal y como lo conocemos hoy es la religión de los que rechazaron a Yeshúa. Es una decidida reacción contra la fe en Él. Es un sistema que ha sido reconstruido para negar y contrarrestar los reales reclamos del Mesías. Es por eso que los judíos tradicionales a lo largo de los siglos han tropezado con la persona de Yeshúa. Pero al principio no fue así.
Los maestros judíos antes de Yeshúa hicieron hincapié en lo milagroso y creían en el poder del testimonio de Dios desde el cielo. Pero cuando los seguidores de Yeshúa recibían todo tipo de sanidades, dijeron: “¡No dependemos de un milagro!”
Muchos de los judíos de los días de Yeshúa estaban buscando un libertador que vendría en las nubes del cielo. Sin embargo, cuando Yeshúa vino y dijo: “Vendré otra vez en las nubes del cielo”, dijeron: “¡No es así! ¡Nuestro Mesías será un maestro de la Ley, un rabino como nosotros!”
Tenían las oraciones, tenían las leyes, tenían la tradición del pacto, ¿cómo nuestros antepasados pudieron desconocerlo? La respuesta de nuevo es muy sencilla. Ellos realmente tenía celo por Dios, pero no de acuerdo al conocimiento (Romanos 10:2). No alcanzaron lo que buscaban, porque tropezaron en la gracia de Dios.
El Mesías había venido a sanarlos, pero ellos respondieron: “¡No estamos enfermos!”
Pero no todos nuestros antepasados lo desconocieron. El autor de casi la mitad del Nuevo Testamento fue él mismo un fariseo, nacido de la tribu de Benjamín. Y el Libro de los Hechos registra “cuántos millares de judíos hay que han creído” y todos eran celosos
por la Torá (Hechos 21:20). De hecho, “muchos de los sacerdotes obedecían a la fe”(Hechos 6:7), y aún hoy en nuestro país y en todo el mundo, hay decenas de miles de judíos que creemos y confesamos: “¡Yeshúa es el Mesías! ¡Yeshúa es el Señor!”
Éste, entonces, es el verdadero judaísmo, el judaísmo que es verdaderamente mesiánico. Y ésta es la fe que volverá el mundo hacia Dios, la fe que hará que las naciones crean. Y Yeshúa es el que va a establecer la justicia en la tierra “y las costas esperarán su ley”(Isaías 42:4).
El Talmud enseña que durante los últimos cuarenta años antes de que el Templo fuera destruido, Dios no aceptó los sacrificios del Día de la Expiación (Talmud de Babilonia, Yoma 39). Año tras año, durante la vida de una generación entera, el Señor estuvo diciendo: “No”.
Como ve, Dios había provisto un sacrificio por todos, una expiación final por los pecados de la humanidad. Dios había provisto el Cordero. Y fue cuarenta años antes de que el Templo fuese destruido que Yeshúa ofreció su vida. Desde ese día hasta hoy, Dios ha estado diciéndole “no” a su pueblo. “No más de sus sacrificios, no más de sus oraciones, no más de sus obras. Yo he provisto el camino.”
Sin embargo, a todos los que tienen oídos para oír, Dios les ha estado diciendo: “¡Sí, puedes venir! ¡Sí, puedes conocerme! ¡Sí, te limpiaré de todo tu pecado! Cree en Aquel queYo he enviado. Yeshúa el Mesías ha venido”.
Los líderes espirituales de nuestro pueblo que nos dicen que no podemos conocer a Dios se equivocan. Sólo están diciendo: “Yo no lo conozco, así que ¿cómo puedes conocerlo tú? He estudiado durante años y sigo aprendiendo. ¿Cómo puedes tú estar tan seguro?”
Una vez más, nuestra respuesta es simple y clara. El Mesías Yeshúa ha hecho conocer a Dios. Él nos ha revelado al Padre. Y por su sangre nos ha traído de regreso a Dios.
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